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Libro primero de la Segunda Parte de Guzmán de

Alfarache

Por mandado do Supremo Conselho de Sancta Inquisicão, vi e examinei este livro, intitulado Segunda Parte de Guzmão de Alfarache, Atalaya de la vida humana, e com as emendas que Ihe fiz não fica tendo cousa alguma contra nossa Santa Fe e bons costumes; antes me parece que, além do muito engenho e eloqüência que nelle mostra o auctor, Ihe cabe com muita rezão o nome de Atalaya, porque assi como da atalaia se descobrem os perigos e se dá notícia delles aos navegantes e caminheiros, não para cair nellas, señao para os fugir, assi se          pode avisar con este livro o curioso leitor, para com elle se prevenir contra muitos males que vão pollo mundo, os evitar e se defender delles. Dada em o collégio de Santo Augustino de Lisboa, a sete de septembro de 1604.

                                                                                                Frei António Freire

Vista a informacão, podese imprimir este livro intitulado Segunda parte de Guzmão de Alfarache, e depois de impresso torne a este Conselho pera se conferir com o original, e se dar licença pera correr e sem ella não correrá. Em Lisboa, a nove de septembro de 1604.

                                                                                            Marces Teixeira Rui Pirez da Veiga

 

PRIVILÉGIO

Eu, el Rei, faço saber aos que este alvará virem que Mateo Alemo, ora estante nesta cidade, me enviou dizer por sua petiço que elle compos a segunda parte do livro intitulado Guzmo de Alfarache, atalaya da vida humana, o qual imprimio nesta cidade con licença do Santo Oficio; e me pedia lhe fizesse mercê concederlhe privilégio para por tempo de dez anos nenha pessoa o possa imprimir nem mandar imprimir nem trazer de fora do reino. E vista sua petiço, por lhe fazer mercê, ei por bem que por tempo de dez anos impressor nem livreiro algum nem outra pessoa de qualquer calidade que seja no possa imprimir nem mandar imprimir nesta cidade nem trazer do fora do reino o dito livro, salvo as pessoas que para isso tivierem seu poder. E qualquer impressor, livreiro ou outra pessoa que imprimir ou mandar imprimir ou trazer de fora do reino o dito livro durante o dito tempo de dez anos, perderá para elle, Mateo Alemo, todos os volúmes que lhe forem achados; e além disso encorrerá em pena de cincoenta cruzados, ametade pera captivos e a outra ametade pera quem o acusar. E mando a todas as justiças, oficiaes e pessoas à que o conhecimento deste pertencer, que cumpro e guardem como nella se contém. O qual ei por bem que valha como carta, posto que o efeito delle aja de durar mais de un ano, sem embargo da ordenaço em contrário. Sebastiao Pereira a fez em Lisboa, a cuatro de dezembro de mil seiscentos e quatro; Durante Correa o fez escrever.

                                                                                                        REI

A DON JUAN DE MENDOZA

MARQUÉS DE SAN GERMÁN, COMENDADOR DEL CAMPO DE MONTIEL, GENTILHOMBRE DE LA

CÁMARA DEL REY NUESTRO SEÑOR, TENIENTE GENERAL DE LAS GUARDAS Y CABALLERÍA DE  ESPAÑA Y CAPITÁN GENERAL DE LOS REINOS DE PORTUGAL.

Preguntándole a un filósofo por qué aconsejaba que ninguno se mirase a el espejo con luz de vela, respondió que porque, reverberando aquel resplandor en el rostro, lo hacía muy más hermoso y era engaño. Advirtió en esto a los príncipes que no se fiasen mucho de las alabanzas de los oradores, porque con su estilo suave y elegante hermoseaban más las cosas. Conocerá Vuestra Excelencia, siendo notorio a todos -demás de ser costumbre mía dejar siempre vacíos que otros llenen, temiendo más la reprehensión del exceso que culpa de corto-, cuán al contrario camino en este propósito, pues la mucha notoriedad me hará pasar en silencio sus grandezas, y las que tocare será como de paso y por la posta, siéndome tan importante hablar dellas.

Costumbre ha sido usada, y hoy se pratica en los actos militares, elegir los combatientes padrinos de quien ser honrados, amparados y defendidos de las demasías, para que igualmente se guarde la justicia en las estacadas o palenques donde se han de tratar sus causas o venirse a juntar con sus contrarios. Ya es conocida la razón que tengo en responder por mi causa en el desafío que me hizo sin ella el que sacó la segunda parte de mi Guzmán de Alfarache. Que, si decirse puede, fue abortar un embrión para en aquel propósito, dejándome obligado, no sólo a perder los trabajos padecidos en lo que tenía compuesto, mas a tomar otros mayores y de nuevo para satisfacer a mi promesa. Espérame ya en el campo el combatiente; está todo el mundo a la mira; son los jueces muchos y varios; inclínase cada uno a quien más lo lleva su pasión y antojo; tiene ganados de mano los oídos, informando su justicia, que no es pequeña ventaja. Él pelea desde su casa, en su nación y tierra, favorecido de sus deudos, amigos y conocidos, de todo lo cual yo carezco.

Para empresa tan grande, salir a combatir con un autor tan docto, aunque desconocido en el nombre, verdaderamente lo temí, hasta que los rayos del sol de Vuestra Excelencia vivificaron mi helada sangre, alentando mis espíritus, dándome confianza que, deslumbrando con ellos los ojos, no solamente de mi contrario, mas a la misma invidia y murmuración ganaré sin alguna duda la victoria.

¿Quién osará representarme la batalla ni esperarme a ella, cuando sobre mis timbres, principio deste libro, viere resplandecer el esclarecido nombre de Vuestra Excelencia, que lo sale patrocinando? ¿Cuál no se me rendirá con las ventajas que llevo, siendo de las mayores que se han conocido hasta hoy en príncipe?

Si sangre, díganlo las casas de Castro, cabeza de los Mendozas y Velascos, de los Condestables de Castilla, de quien Vuestra Excelencia es hijo y nieto. Y desto lo dicho basta. Si armas, notorio nos es y ninguno ignora que, asistiendo Vuestra Excelencia los años de su infancia en los estudios de Alcalá de Henares, donde tantas premisas dio de su florido ingenio, viéndose ya mancebo se pasó a Nápoles, llevado de la inclinación y valor militar. Y siendo allí temido por su esfuerzo, respetado por su valor y seguido por la notoria privanza con el virrey su tío, pospuestas estas prendas, que fueran de otros muchos estimadas, tuvo en más el bullicio de las armas en la guerra, que los deleites, paseos y privanzas en la paz; pues dejándolo, se fue a Flandes en seguimiento de la milicia, que tanto allí ejercitaban. Y con una pica, sin sueldo, sin algún entretenimiento ni mando, gustó de ser un particular soldado, buscando las ocasiones en que señalar su ánimo valeroso. Hasta que, ofreciéndose las guerras con Francia, pasó a Milán a servir en las del Piamonte y Saboya, donde gobernando la caballería y después todas las fuerzas que su Majestad tenía en aquellas partes, alcanzó señaladas vitorias, mostrando tanto valor y prudencia, cuanto admirable gobierno. Que, conocido por Monsiur de Ladiguera, que con poderosísimo ejército y muchas cabezas principales obtenía la parte de Francia, temió siempre llegar a las manos. Y cuanto una vez lo intentó sobre la Carboneda, hallándose aventajado en el número de soldados, Vuestra Excelencia con muchos menos lo desbarató y rompió, ganándole la mayor vitoria que se vio hasta entonces. Y de allí adelante, atemorizados con el sangriento estrago, no se atrevieron más a socorrer plaza.

Y tanto cuanto en la guerra era temido siempre, lo era en la paz y juntamente obedecido y amado, como se conoció en las ocasiones, pues dentro en Ginebra se cumplían sus mandatos de la manera que se hiciera en su proprio ejército, viniendo a su llamado los del gobierno de aquella ciudad, cosa ni vista ni oída de otro algún valeroso capitán o príncipe.

Siendo esto así, se decía de sus soldados que tanto cuanto sobrepujaban a los más en valor y esfuerzo eran religiosos, inclinados a toda virtud, por el buen ejemplo que tenían en Vuestra Excelencia, que los gobernaba.

¿En quién, como en Vuestra Excelencia, se podrá hallar tan junto tanto, sangre, armas, prudencia, gobierno y admirable industria? Pues retirándose a el Estado de Milán y no pudiéndolo hacer por el ordinario paso, que lo impedía la peste, pasó con todo su ejército armado, y marchando en orden por el valle de Valesanos, tierra de esguízaros, y estaban en aquella ocasión a devoción de Francia, cosa que jamás los hombres vieron, ni los mismos esguízaros, confederados con el Rey Nuestro Señor se lo han permitido, sino que, desarmados, en tropas de docientos en docientos, y no más, vayan pasando.

Déjense tantas vitorias y sucesos felices para las crónicas famosas que los esperan, que bien se podrá decir serán las más afortunadas que hasta ellos de otro príncipe alguno se hayan oído. Digan estos reinos la felicidad en que se hallan, que, si fuese posible, comprarían su asistencia con inestimable precio, por la rectitud, humanidad, justicia y amor con que son defendidos y gobernados.

Alargarme más en esto es engolfarme y dificultar la salida, pareciendo cosa increíble concurrir tanto en tan juveniles años. Pues acudiendo a lo dicho, no ha hecho falta en el servicio y corte de su rey, asistiendo en ella, siendo preferido y honrado como uno de los más señalados.

Pues ¿quién duda que quien abrió paso por tan indómita gente lo haga también por entre la tan política y bien morigerada, para que mi libro corra y le den el lugar que, yendo favorecido de tan poderoso príncipe, merece? A quien guarde Nuestro Señor augmentando sus vitorias y nombre, con que más y mejor le sirva.

                                                                                            MATEO ALEMÁN

 

LETOR

 

Aunque siempre temí sacar a luz aquesta segunda parte, después de algunos años acabada y vista, que aun muchos más fueran pocos para osar publicarla, y que sería mejor sustentar la buena opinión que proseguir a la primera, que tan a brazos abiertos fue generalmente de buena voluntad recebida, dudé poner en condición el buen nombre, ya porque podría no parecer tan bien o no haber acertado a cumplir con mi deseo, que de ordinario donde mayor cuidado se pone suelen los desgraciados acertar menos.

Mas, viéndome ya como el mal mozo, que a palos y coces lo levantan del profundo sueño, siéndome lance forzoso, me aconteció lo que a los perezosos, hacer la cosa dos veces. Pues, por haber sido pródigo comunicando mis papeles y pensamientos, me los cogieron a el vuelo. De que, viéndome, si decirse puede, robado y defraudado, fue necesario volver de nuevo al trabajo, buscando caudal con que pagar la deuda, desempeñando mi palabra.

Con esto me ha sido forzoso apartarme lo más que fue posible de lo que antes tenía escrito. Pecados tuvo Esaú, que, cansado en seguir y matar la caza, causasen llevarle Jacob la bendición.

Verdaderamente habré de confesarle a mi concurrente -sea quien dice o diga quien sea- su mucha erudición, florido ingenio, profunda ciencia, grande donaire, curso en las letras humanas y divinas, y ser sus discursos de calidad que le quedo invidioso y holgara fueran míos. Mas déme licencia que diga con los que dicen que, si en otra ocasión fuera désta se quisiera servir dellos, le fueran trabajos tan honrados, que cualquier muy grave supuesto pudiera descubrir su nombre y rostro; mas en este propósito fue meter en Castilla monedas de Aragón. Sucedióle lo que muchas veces vemos en las mujeres, que miradas por faiciones cada una por sí es de tanta perfeción, que, satisfaciendo a el deseo, ni tiene más que apetecer ni el pincel que pintar; empero, juntas todas, no hacen rostro hermoso. Y anduvo discreto haciendo lo que acostumbran los que salen embozados a dar lanzada, confiados en su diestreza; mas, como de suyo son suertes de ventura, si aciertan se descubren, y si la yerran, para siempre se niegan. En cualquier manera que haya sido, me puso en obligación, pues arguye que haber tomado tan excesivo y escusado trabajo de seguir mis obras nació de haberlas estimado por buenas. En lo mismo le pago iguiéndolo. Sólo nos diferenciamos en haber él hecho segunda de mi primera y yo en imitar su segunda. Y lo haré a la tercera, si quisiere de mano hacer el envite, que se lo habré de querer por fuerza, confiado que allá me darán lugar entre los muchos. Que, como el campo es ancho, con la golosina del sujeto, a quien también ayudaría la codicia, saldrán mañana más partes que conejos de soto ni se hicieron glosas a la bella en tiempo de Castillejo.

Advierto en esto que no faciliten las manos a tomar la pluma sin que se cansen los ojos y hagan capaz a el entendimiento; no escriban sin que lean, si quieren ir llegados a el asumpto, sin desencuadernar el propósito. Que haberse propuesto nuestro Guzmán, un muy buen estudiante latino, retórico y griego, que pasó con sus estudios adelante con ánimo de profesar el estado de la religión, y sacarlo de Alcalá tan distraído y mal sumulista, fue cortar el hilo a la tela de lo que con su vida en esta historia se pretende, que sólo es descubrir -como atalaya- toda suerte de vicios y hacer atriaca de venenos varios un hombre perfeto, castigado de trabajos y miserias, después de haber bajado a la más ínfima de todas, puesto en galera por curullero della.

Dejemos agora que no se pudo llamar «ladrón famosísimo» por tres capas que hurtó, aun fuesen las dos de mucho valor y la otra de parches, y que sea muy ajeno de historias fabulosas introducir personas públicas y conocidas, nombrándolas por sus proprios nombres. Y vengamos a la obligación que tuvo de volverlo a Génova, para vengar la injuria, de que dejó amenazados a sus deudos, en el último capítulo de la primera parte, libro primero. Y otras muchas cosas que sin quedar satisfechas pasa en diferentes, alterando y reiterando, no sólo el caso, mas aun las proprias palabras. De donde tengo por sin duda la dificultad que tiene querer seguir discursos ajenos; porque los lleva su dueño desde los principios entablados a cosas que no es posible darles otro caza, ni aunque se le comuniquen a boca. Porque se quedan arrinconados muchos pensamientos de que su proprio autor aun con trabajo se acuerda el tiempo andando, la ocasión presente, como a el rey don Fernando de Zamora para la infanta doña Urraca, su hija.

Esto no acusa falta en el entendimiento, que no lo pudo ser pensar otro mis pensamientos; mas dice temeridad, cuando se sale a correr con quien es necesario dejarlo muy atrás o no venir a el puesto.

Si aquí los frasis no fueren tan gallardos, tan levantado el estilo, el decir suave, gustosas las historias ni el modo fácil, doy disculpa, si necedades la tienen, ser necesario mucho, aun para escrebir poco, y tiempo largo para verlo y emendarlo. Mas teniendo hecha mi tercera parte y caminando en ella con el consejo de Horacio para poderla ofrecer, que será muy en breve, no se pudo escusar este paso, como el que lo es tan forzoso a los fines que pretendo. Recibe mi ánimo, que ha sido de servirte, que no siempre corre un tiempo, influyen favorables las estrellas ni acuden a Calíope los caprichos.

 

EL ALFÉREZ LUIS DE VALDÉS A MATEO ALEMÁN

ELOGIO

Como si no fuesen hermanas las armas y las letras, así me querrá decir algún bachiller que siga la milicia y deje los elogios, pareciéndole negocio muy diferente. Pues ya le podría señalar no uno, pero Césares muchos y tan diestros en las letras, como bien disciplinados en las armas. Y para quitarles la ocasión, que no digan me adelanto en usurpar oficio de orador, teniéndome por demasiadamente atrevido, me iré apartando de su peligroso estilo, adular y ostentar, acogiéndome a lo seguro de mis trincheas en referir la verdad, tan propio en un soldado como la espada y el coselete. Seré un eco, ya que no cronista, de lo que vi, oí, traté y supe, dondequiera que me hallé, que ha sido en muchas y diferentes naciones. Cumpliré con mi deseo sin poder ser calumniado, hallándome para mí desinteresado y libre; que siempre amor, interés o miedo corrompieron la justicia. Mas como sea tan justo premiarse los trabajos, animando a los virtuosos con un grito siquiera, como en la guerra, dándole por paga un agradecimiento, que siendo verdadero es un verdadero tesoro, he querido, viendo tan dormidos a tantos, tomar la pluma por ellos, aunque menos obligado al común parecer, en razón de mi profesión; mas al mío, ninguno me la gana.

Todos le somos deudores y justamente merece de todos dignas alabanzas, pues lo conocemos por el primero que hasta hoy con estilo semejante ha sabido descomulgar los vicios con tal suavidad y blandura, que siendo para ellos un áspid ponzoñoso, en dulce sueño les quita la vida. Ofrecer píldoras de acíbar para descargar la cabeza, muchos médicos lo hacen, y pocos o ningún enfermo han gustado de mascarla ni tocarla con la lengua y adulzarla de modo que, poniendo deseos de comerla, causando general golosina, sólo Mateo Alemán le halló el punto, enseñando sus obras cómo sepamos gobernar las nuestras, no con pequeño daño de su salud y hacienda, consumiéndolo en estudios. Y podremos decir dél no haber soldado más pobre, ánimo más rico ni vida más inquieta con trabajos que la suya, por haber estimado en más filosofar pobremente, que interesar adulando. Y como sabemos dejó de su voluntad la Casa Real, donde sirvió casi veinte años, los mejores de su edad, oficio de Contador de resultas de su Majestad el rey Felipe II, que está en gloria, y en otros muchos muy graves negocios y visitas que se le cometieron, de que siempre dio toda buena satisfación, procediendo con tanta rectitud, que llegó a quedar de manera pobre que, no pudiendo continuar sus servicios con tanta necesidad, se retrujo a menos ostentación y obligaciones.

Empero, si por aquí careció de bienes de fortuna, no le faltan dotes en el alma, que son de mucho mayor estimación y precio, y ninguno podrá preciarse de más glorias. Oigan las lenguas de los hombres y las verán pregonar sus alabanzas, no menos en España, donde no es pequeña maravilla consentir profeta de su nación, mas en toda Italia, Francia, Flandes y Alemania, de que puedo deponer de oídas y vista juntamente, y que jamás oí mentar su nombre sin grandioso epítecto, hasta llamarle muchos «el español divino». ¿Quién como él en menos de tres años y en sus días vio sus obras traducidas en tan varias lenguas, que, como las cartillas en Castilla, corren sus libros por Italia y Francia? ¿Qué autor escribió, que al tiempo y cuando quiso sacar sus trabajos a luz, apenas habían salido del vientre de la emprenta, cuando -como dicen- entre las manos de la comadre no quedasen ahogadas y muertas? Y las que salieron vivas, que alcanzaron a gozar de alguna vida, ¿cuáles, como las de nuestro autor, salieron con tan ligeras alas, que hiriendo las de la fama la hiciesen volar con tal velocidad por todo el mundo, sin dejar tan remota provincia donde con ellas no hayan llegado y se les haya hecho famoso recebimiento? ¿De cuáles obras en tan breve tiempo se vieron hechas tantas impresiones, que pasan de cincuenta mil cuerpos de libros los estampados y de veinte y seis impresiones las que han llegado a mi noticia que se le han hurtado, con que muchos han enriquecido, dejando a su dueño pobre? ¿A quién, sino para él, halló cerradas las puertas la murmuración, o quién supo tan bien hacer huir la malicia? Si esto es así o si para las evidentes matemáticas es necesaria prueba de testigos, dígalo el mejor del mundo, la universidad insigne de Salamanca, donde celebrándolo allí los mejores ingenios della, les oí a muchos que, como a su Demóstenes los griegos y a Cicerón los latinos, puede la lengua castellana tener a Mateo Alemán por príncipe de su elocuencia, por haberla escrito tan casta y diestramente con tantas elegancias y frasis. Bien lo sintió ser así un religioso agustino, tan discreto como docto, que sustentó en aquella universidad, en un acto público, no haber salido a luz libro profano de mayor provecho y gusto hasta entonces, que la primera parte deste libro.

Testifica esta verdad el valenciano que, negando su nombre, se fingió Mateo Luján, por asimilarse a MateoAlemán. Y aunque lo pudo hacer en el nombre y patria, en las obras no le fue posible, sin que se descubriese su malicia y haberlo hecho movido de codicia del interés que se le pudo seguir: no sería poco, pues en el mismo año que salió lo compré yo en Flandes impreso en Castilla, creyendo ser ligítimo, hasta que, a poco leído, mostró las orejas fuera del pellejo y fue conocido.

Dejemos esto y dígase de los que, admirados de tanta profundidad, lo quisieron ahijar a diferentes padres tan doctos y supuestos tan graves, que anduvieron buscándole cada uno el de más vivo ingenio, más docto y de singular elocuencia, de quien tuvo concepto que pudiera hacer obra tan peregrina y admirable. Que todo arguye y cambia en mayor gloria de su verdadero autor.

Ya saldrán de su duda cuando hayan visto su San Antonio de Padua, que por voto que le hizo de componer su vida y milagros tardó tanto en sacar esta segunda parte. Verán cuán milagrosamente trató dellos, y aun se podía decir de milagro, pues yéndolo imprimiendo y faltando la materia, supe por cosa cierta que de anteanoche componía lo que se había de tirar en la jornada siguiente, por tener ocupación forzosa en que asistir el día necesariamente. Y en aquellas breves horas de la noche le vieron acudir a lo forzoso de sus negocios, a contar y escoger papel para dar a los impresores, a componer la materia para ellos y a otras cosas importantes a su persona y casa, que cualquiera destas ocupaciones pedían un hombre muy entero. Y lo que desta manera escribió, que fue todo el tercero libro -no obstante que todo él enteramente es en lo que más mostró el océano de su ingenio, pues en él hallarán un riquísimo tesoro de varias historias, moralizadas y escritas con su elegancia, que es con lo que más puedo encarecerlo-, es el esmalte que se descubre más en aquella joya, como lo dicen cuantos della pudieron alcanzar parte.

¿Qué diré, pues, agora desta segunda de su Guzmán de Alfarache y tiempo en que la compuso, que parece imposible, por apartarse de la que antes había hecho, por habérsela querido contrahacer con la relación que della tuvieron? Ésta dará testimonio de sí, enfrenando a los atrevidos que con tanta temeridad se quieren despeñar vanamente. Si todo lo dicho es verdad; si lo aprueban los doctos, no negándolo el vulgo; si lo confiesa el mundo, porque halla cada uno lo que su gusto le pide, que por tan dificultoso lo pinta Horacio; si debajo de nombre profano escribe tan divino, que puede servir a los malos de freno, a los buenos de espuelas, a los doctos de estudio, a los que no lo son de entretenimiento y, en general, es una escuela de fina política, ética y euconómica, gustosa y clara, para que como tal apetecida la busquen y lean, ¿qué le doy? ¿Qué hago en esto más de pagarle lo que tan justamente se le debe?

¡Oh Sevilla dichosa, que puedes entre tus muchas grandezas y como una de las mayores engrandecerte con tal hijo, cuyos trabajos y estudios indefesos, igualándose a los más aventajados de los latinos y griegos, han merecido que las naciones del universo, celebrando su nombre, con digno lauro le canten debidas alabanzas!

 

AL LIBRO ET AL AUCTORE, FATTO DA UN SUO AMICO

Sotto una bella et poetica fintione

con troppo ingegno e arte fabricata,

non manco degna d'esser celebrata,

che la Metamorphosis di Nasone,

La vita scelerata d'un poltrone

vedrai con alto stil fabuleggiata,

acció che la virtù sia cercata,

lasciato il vitio, d'ogni mal cagione.

Proccacia, come accorto uccelatore,

col battuto e pentito prigioniero

pigliar ogni cattivo il saggio auctore,

le cui lodi cantara volontiero:

ma per lor moltitudine e splendore,

bisogna che le canti un altro Homero.

 

FRATRIS CUSTODII LUPI, LUSITANI, ORDINIS

SANCTISSIMAE TRINITATIS, DE LIBRI UTILITATE

EPIGRAMMA

Sunt duo quae pariter virtus perfecta requirit:

Quod prave nunquam, quod bene semper agas.

Haec tibi si cupias ullo ne tempore desint,

Auctoris geminum perlege, lector, opus.

Antoni nunquam ponat tua dextera librum

Nec tibi Guzmani pagina displiceat.

Si referas divi mores, infanda prophani

Si scelera abiicias, omnia puncta feres.

Reddite Matthaeo grato pro munere grates,

Quo duce conspicuum fit pietatis iter.

Planius hoc fiet, postquam ex incudibus auctor

Sustulerit plenos utilitate libros.

 

DEL MISMO

SONETO

La Vida de Guzmán, mozo perdido,

por Mateo Alemán historïada,

es una voz del cielo al mundo dada

que dice: «Huid de ser lo que éste ha sido.»

Señal es del peligro conocido

adonde fue la nave zozobrada,

con que la sirte queda señalada

por donde a tantos males ha venido.

El delicado estilo de su pluma

advierte en una vida picaresca

cuál deba ser la honesta, justa y buena.

Esta ficción es una breve suma,

que, aunque entretenimiento nos parezca,

de morales consejos está llena.

AD MATTHAEUM ALEMANUM DE SUO GUZMANO

[tetradístichon]

RUY FERNÁNDEZ DE ALMADA

 

Vilibus exemplis Pharii quid grandia caelant?

Planaque cur simulant abditiore typo?

Nempe vetant Sophiae mysteria prodere vulgo

Intimiusque animo pressa figura manet.

His ducibus, Guzmane, geris, ceu Proteus alter,

Plana sub obscuro, magna minore typo.

Ergo cum scite, [matthaîe], [mathémata] dones,

Te sibi [mátaion] Hispalis alma canat.

 

IOANNIS RIBERII LUSITANI AD AUCTOREM

ENCOMIASTICHON

Laus, Matthaee, tibi superest post fata perennis,

Quam nullo minuet tempore tempus edax.

Orbe pererrato virtutem extenderce factis,

Pactum ingens, opus est Martis et artis opus.

Fortunam maior variam superare labore,

Herculeis maior viribus iste labor.

Maius opus, maior labor est coluisse Minervam:

Maior et ex proprio condere Marte libros.

Heroas decorare solent duo nomina, Mars, Ars:

Munera tu pariter Martis et Artis habes.

Mars dedit invictum, quo tendis ad ardua, pectus;

Excoluit mentem docta Minerva tuam.

Ingenii monumenta tui super aethera nota

Testantur larga praestita dona manu.

Multa Hispana canit Musa; atqui nullus Ibera

Dogmata pinxit adhuc [phérteros en methódo].

Testis hic est codex modico qui venditur aere:

Attalicas superant, quas dabit emptus, opes.

Cuius ab aspectu morsus compressit inanes.

Invidia, heu multis iniuriosa nimis.

Zoile, transverso calamo qui vulnera figis,

I procul; en contra numina bella paras?

Contra Mercurium, Phoebum contraque Minervam,

Mortalis poterit tela movere manus?

Quisquis avarus ades, redimis qui sanguine gemmas,

Gemma tibi parvo venditur aere, veni.

Hauris ab effossa pretiosa pericula terra:

Hic liber arcanas fundet et addet opes.

Decolor est dives, fulvo quod pallet in auro:

Non sunt divitiae delitiaeque simul.

At liber hic auri venis qui pulcher abundat,

Nunc tibi delitias divitiasque dabit.

Aureus hic certe gemma est pretiosa libellus;

Quis tenui gemmam respuas aere datam?

 

EL LICENCIADO MIGUEL DE CÁRDENAS CALMAESTRA A

MATEO ALEMÁN

SONETO

Que entre las armas del heroico Aquiles

templen su lira el griego y mantüano,

y entone el verso el cordobés Lucano

para las disensiones más civiles;

que con sentencias graves y sutiles

alumbre al mundo el orador romano,

y entre la fértil pluma del toscano,

sabia Helicona, tu licor destiles;

Hazaña es alta y mucha gallardía,

aunque los hizo fáciles y prestos

la ocasión, los sujetos y la historia.

Pero que de la humilde picardía

Mateo Alemán levante a todos éstos,

ejemplo es digno de immortal memoria.

 

 

LIBRO PRIMERO

DONDE CUENTA LO QUE LE SUCEDIÓ DESDE QUE SIRVIÓ A EL EMBAJADOR, SU

SEÑOR, HASTA QUE SALIÓ DE ROMA

 

CAPÍTULO PRIMERO

GUZMÁN DE ALFARACHE DISCULPA EL PROCESO DE SU DISCURSO, PIDE

ATENCIÓN Y DA NOTICIA DE SU INTENTO

Comido y reposado has en la venta. Levántate, amigo, si en esta jornada gustas de que te sirva yendo en tu compañía; que, aunque nos queda otra para cuyo dichoso fin voy caminando por estos pedregales y malezas, bien creo que se te hará fácil el viaje con la cierta promesa de llevarte a tu deseo. Perdona mi proceder atrevido, no juzgues a descomedimiento tratarte desta manera, falto de aquel respeto debido a quien eres. Considera que lo que digo no es para ti, antes para que lo reprehendas a otros que como yo lo habrán menester. […]

Hablando voy a ciegas y dirásme muy bien que estoy muy cerca de hablar a tontas, pues arronjo la piedra sin saber adónde podrá dar, y diréte a esto lo que decía un loco que arronjaba cantos. Cuando alguno tiraba, daba voces diciendo: «¡Guarda, hao!, ¡guarda, hao!, todos me la deben, dé donde diere.» Aunque también te digo que como tengo las hechas tengo sospechas. A mí me parece que son todos los hombres como yo, flacos, fáciles, con pasiones naturales y aun estrañas. Que con mal sería, si todos los costales fuesen tales. Mas como soy malo, nada juzgo por bueno: tal es mi desventura y de semejantes. […]

Y es imperfección y aun liviandad notable comenzar las cosas para no fenecerlas, en especial si no las impiden súbitos y más graves casos, pues en su fin consiste nuestra gloria. La mía ya te dije que sólo era de tu aprovechamiento, de tal manera que puedas con gusto y seguridad pasar por el peligroso golfo del mar que navegas. Yo aquí recibo los palos y tú los consejos en ellos. Mía es la hambre y para ti la industria como no la padezcas. Yo sufro las afrentas de que nacen tus honras. […]

El sujeto es humilde y bajo. El principio fue pequeño; lo que pienso tratar, si como buey lo rumias, volviéndolo a pasar del estómago a la boca, podría ser importante, grave y grande. Haré lo que pudiere, satisfaciendo al deseo. Que hubiera servido de poco alborotar tu sosiego habiéndote dicho parte de mi vida, dejando lo restante della. [...]

Digo -si quieres oírlo- que aquesta confesión general que hago, este alarde público que de mis cosas te represento, no es para que me imites a mí; antes para que, sabidas, corrijas las tuyas en ti. Si me ves caído por mal reglado, haz de manera que aborrezcas lo que me derribó, no pongas el pie donde me viste resbalar y sírvate de aviso el trompezón que di. Que hombre mortal eres como yo y por ventura no más fuerte ni de mayor maña. Da vuelta por ti, recorre a espacio y con cuidado la casa de tu alma, mira si tienes hechos muladares asquerosos en lo mejor della y no espulgues ni murmures que en casa de tu vecino estaba una pluma de pájaro a la subida de la escalera.

Ya dirás que te predico y que cuál es el necio que se cura con médico enfermo. Pues quien para sí no alcanza la salud, menos la podrá dar a los otros. ¿Qué condito cordial puede haber en el colmillo de la víbora o en la puntura del alacrán? ¿Qué nos podrá decir un malo, que no sea malo? […]

La verdadera mía iré prosiguiendo, aunque más me vayan persiguiendo. Y no faltará otro Gil para la tercera parte, que me arguya como en la segunda de lo que nunca hice, dije ni pensé. Lo que le suplico es que no tome tema ni tanta cólera comigo que me ahorque por su gusto, que ni estoy en tiempo dello ni me conviene. Déjeme vivir, pues Dios ha sido servido de darme vida en que me corrija y tiempo para la emmienda. Servirán aquí mis penas para escusarte dellas, informándote para que sepas encadenar lo pasado y presente con lo venidero de la tercera parte y que, hecho de todo un trabado contexto, quedes cual debes, instruido en las veras.

Que sólo éste ha sido el blanco de mi puntería y descubro el de mi pensamiento a los que se sirvieren de excusarme del trabajo. Empero sea de manera que se puedan gloriar del suyo, que tengo por indecente negar un autor su nombre, apadrinando sus obras con el ajeno. Que será obligarme escrebir otro tanto, para no ser tenido por tonto cargándome descuidos ajenos. Esto se quede, porque no parezca dicho con cuidado ni más de por haber venido a propósito.

Mas volviendo a el nuestro, digo que cada uno haga su plato y pasto de lo que le sirviéremos en esta mesa, dejando para otros lo que no le supiere bien o no abrazare su estómago. Y no quieran todos que sea este libro como los banquetes de Heliogábalo, que se hacía servir de muchos y varios manjares; empero todos de un solo pasto, ya fuesen pavos, pollos, faisanes, jabalí, peces, leche, yerbas o conservas. Una sola vianda era; empero, como el manna, diferenciada en gustos. Aunque los del manna eran los que cada uno quería y esotros los que les daba el cocinero, conforme a la torpe gula de su amo.

Con la variedad se adorna la naturaleza. Eso hermosea los campos, estar aquí los montes, allí los valles, acullá los arroyos y fuentes de las aguas. No sean tan avarientos, que lo quieran todo para sí. Que yo he visto en casa de mis amos dar libreas y a el paje pequeño tan contento con la suya, en que no entró tanta seda, como el grande que la hubo menester doblada por ser de más cuerpo.

Determinado estoy de seguir la senda que me pareciere atinar mejor a el puerto de mi deseo y lugar adonde voy caminando. Y tú, discreto huésped que me aguardas, pues tienes tan clara noticia de las miserias que padece quien como yo va peregrinando, no te desdeñes cuando en tu patria me vieres y a tu puerta llegare desfavorecido, en hacerme aquel tratamiento que a tu proprio valor debes. Pues a ti sólo busco y por ti hago este viaje; no para hacerte cargo dél ni con ánimo de obligarte a más de una buena voluntad, que naturalmente debes a quien te la ofrece. Y si de ti la recibiere, quedaré con satisfación pagado y deudor, para rendirte por ella infinitas gracias.

Mas el que por oírmelas está deseoso de verme, mire no le acontezca lo que a los más que curiosos que se ponen a escuchar lo que se habla dellos, que siempre oyen mal. Porque con oro fino se cubre la píldora y a veces le causará risa lo que le debiera hacer verter lágrimas. Demás que, si quisiere advertir la vida que paso y lugar adonde quedo, conocerá su demasía y daráme a conocer su poco talento. Póngase primero a considerar mi plaza, la suma miseria donde mi desconcierto me ha traído; represéntese otro yo y luego discurra qué pasatiempo se podrá tomar con el que siempre lo pasa -preso y aherrojado- con un renegador o renegado cómitre. Salvo si soy para él como el toro en el coso, que sus garrochadas, heridas y palos alegran a los que lo miran, y en mí lo tengo por acto inhumano.

Y si dijeres que hago ascos de mi proprio trato, que te lo vendo caro haciéndome de rogar o que hago melindre, pesaráme que lo juzgues a tal. Que, aunque es notoria verdad haber servido siempre a el embajador, mi señor, de su gracioso, entonces pude, aunque no supe, y, aunque agora supiese, no puedo, porque tienen mucha costa y no todo tiempo es uno. Mas, para que no ignores lo que digo y sepas cuáles eran mis gracias entonces y lo que agora sería necesario para ellas, oye con atención el capítulo siguiente.

 

CAPÍTULO II

GUZMÁN DE ALFARACHE CUENTA EL OFICIO DE QUE SERVÍA EN CASA DEL

EMBAJADOR, SU SEÑOR

CAPÍTULO III

CUENTA GUZMÁN DE ALFARACHE LO QUE LE ACONTECIÓ CON UN CAPITÁN Y

UN LETRADO EN UN BANQUETE QUE HIZO EL EMBAJADOR

 

CAPÍTULO IV

AGRAVIADO SÓLO EL DOTOR, QUE GUZMANILLO LE HUBIESE INJURIADO EN

PRESENCIA DE TANTOS CABALLEROS, QUISIERA VENGARSE DÉL; SOSIÉGALO EL

EMBAJADOR DE ESPAÑA HACIENDO QUE OTRO DE LOS CONVIDADOS REFIERA

UN CASO QUE SUCEDIÓ AL CONDESTABLE DE CASTILLA, DON ÁLVARO DE LUNA

 

CAPÍTULO V

NO SABIENDO UNA MATRONA ROMANA CÓMO LIBRARSE SIN DETRIMENTO DE

SU HONRA DE LAS PERSUASIONES DE GUZMÁN DE ALFARACHE, QUE LA

SOLICITABA PARA EL EMBAJADOR SU SEÑOR, LE HIZO CIERTA BURLA, QUE FUE

PRINCIPIO DE OTRA DESGRACIA QUE DESPUÉS LE SUCEDIÓ

 

CAPÍTULO VI

EN LA CASA QUE SE RETIRÓ GUZMÁN DE ALFARACHE SE QUISO LIMPIAR.

CUENTA LO QUE LE PASÓ EN ELLA Y DESPUÉS CON EL EMBAJADOR SU SEÑOR

 

CAPÍTULO VII

SIENDO PÚBLICO EN ROMA LA BURLA QUE SE HIZO A GUZMÁN DE ALFARACHE Y

EL SUCESO DEL PUERCO, DE CORRIDO SE QUIERE IR A FLORENCIA. HÁCESELE

AMIGO UN LADRÓN PARA ROBARLO

 

CAPÍTULO VIII

GUZMÁN DE ALFARACHE SE QUIERE IR A SIENA, DONDE UNOS LADRONES LE

ROBAN LO QUE HABÍA ENVIADO POR DELANTE

Aquel famosísimo Séneca, tratando del engaño, de quien ya dijimos algo en el capítulo tercero deste libro, aunque todo será poco, en una de sus epístolas dice ser un engañoso prometimiento, que se hace a las aves del aire, a las bestias del campo, a los peces del agua y a los mismos hombres. Viene con tal sumisión, tan rendido y humilde, que a los que no lo conocen podría culpárseles por ingratitud no abrirle de par en par las puertas del alma, saliéndolo a recebir los brazos abiertos. Y como toda la sciencia que hoy se profesa, los estudios, los desvelos y cuidado que se pone para ello, va con ánimo doblado y falso, tanto cuanto la cosa de que se trata es de suyo más calificada en perjuicio, tanto con mayor secreto la contraminan, más artillería y pertrechos de guerra se previenen para ella.

No tenemos de qué nos admirar, cuando fuéremos engañados desta manera; sino de que siempre no lo seamos. Y siendo así, tengo por menor mal ser de otros engañados, que autores de tan sacrílega maldad. Entre algunas cosas que indiscretamente quiso reformar el rey don Alonso –que llamaron el Sabio- a la naturaleza, fue una, culpándola de que no había hecho a los hombres con una ventana en el pecho, por donde pudieran otros ver lo que se fabricaba en el corazón, si su trato era sencillo y sus palabras januales con dos caras.

Todo esto causa necesidad. Hallarse uno cargado de obligaciones y sin remedio para socorrerlas hace buscar medios y remedios como salir dellas. La necesidad enseña claros los más oscuros y desiertos caminos. Es de suyo atrevida y mentirosa, como antes dijimos en la Primera parte. Por ella tienen también sus trazas las aun más simples aves. Corre con fortísimo vuelo la paloma, buscando el sustento para sus tiernos pollos, y otra de su especie desde lo más alto de una encina la convida y llama, que se detenga y tome algún refresco, dando lugar que con secreto el diestro tirador la derribe y mate. Gallardéase por la selva, cantando dulcemente sus enamoradas quejas el pobre pajarillo, cuando causándole celos el otro de la jaula o la añagaza, le hacen quedar en la red o preso en las varetas.

Allá nos dice Aviano, filósofo, en sus fábulas, que aun los asnos quieren engañar, y nos cuenta de uno que se vistió el pellejo de un león para espantar a los más animales y, buscándolo su amo, cuando lo vio de aquella manera, que no pudo cubrirse las orejas, conociéndole, diole muchos palos: y, quitándole la piel fingida, se quedó tan asno como antes.

Todos y cada uno por sus fines quieren usar del engaño, contra el seguro dél, como lo declara una empresa, significada por una culebra dormida y una araña, que baja secretamente para morderla en la cerviz y matarla, cuya letra dice: «No hay prudencia que resista al engaño.» Es disparate pensar que pueda el prudente prevenir a quien le acecha.

Estaba yo descuidado, había recebido buenas obras, oído buenas palabras, vía en buen hábito a un hombre que trataba de aconsejarme y favorecerme. Puso su persona en peligro, por guardar la mía. Visitóme, al parecer, desinteresadamente, sin querer admitir ni un jarro de agua. Díjome ser andaluz, de Sevilla, mi natural, caballero principal, Sayavedra, una de las casas más ilustres, antigua y calificada della. ¡Quién sospechara de tales prendas tales embelecos! Todo fue mentira. Era valenciano y no digo su nombre, por justas causas. Mas no fuera posible juzgar alguno de su retórico hablar en castellano, de un mozo de su gracia y bien tratado, que fuera ladroncillo, cicatero y bajamanero. Que todo era como la compostura prestada del pavón, para sólo engañar, teniendo entrada en mi casa y aposento, a fin de hurtar lo que pudiese. Fiéme dél y otro día, viniéndome a visitar, como me halló de mudada, quedó admirado y confuso, sin saber qué pudiera ser aquello. Preguntómelo y díjele que había tomado su consejo y estaba determinado de irme a Siena, donde residía Pompeyo, un grande amigo mío, para de allí pasar a Florencia, dando vuelta por toda Italia.

Con esto parece que se alentó y alegró, loando mi parecer y mudando su determinación. Porque, si hasta entonces trazaba hurtarme alguno de mis vestidos o joyas de oro, ya con aquella nueva no se contentó con menos que con todo el apero. Estuvo con atención viendo cómo enderezaba los baúles, ayudándome a ello. Vio dónde guardé unos botoncillos de oro y una cadenilla, con otras joyuelas que tenía y más de trecientos escudos castellanos que llevaba. Porque la casa del embajador mi señor, como ya no jugaba, sino guardaba, me valió en casi cuatro años que le serví muchos dineros en dádivas que me dio, baratos y naipes que saqué y presentes que me hicieron.

Cuando tuve mis baúles bien cerrados y liados, puse las llaves encima de la cama, donde

Sayavedra clavó su corazón, porque no deseaba entonces otra ocasión que poderlas haber a las manos para falsarlas. Vínole como así me quiero, a ¿qué quieres boca? Porque, como estuviésemos hablando en mi viaje y le dijese que pensaba enviar aquello por delante y detenerme seis o siete días en Roma, despidiéndome de mis amigos, en cuanto aquello llegase a Siena, subieron a decirme que me buscaban unos hombres. Pues, como el aposento estaba descompuesto, sucio y mal acomodado para recebir visita, bajé a saber quiénes eran. En el ínterin tuvo Sayavedra lugar de imprimir las llaves todas en unos cabos de velas de cera, que andaban rodando por mi aposento, si acaso no es que la trujo en la faltriquera. Los que me buscaban eran los muleteros o arrieros, que venían por la ropa. Subieron, entreguésela y lleváronla.

Quedámonos parlando el amigo y yo, que, como no salía de casa, creí que me hacía cortesía, nacida de amistad, para entretenerme aquellos días, y fue sólo a esperar en cuanto se contrahacían las llaves y desvelarme para lo que luego diré. Visitóme tres o cuatro días y, cuando le pareció tiempo que tenía su negocio hecho, vino a mi aposento una tarde, muy parejo el rostro, cabizbajo, significando traer grande cargazón de cabeza, dolor en las espaldas, amarga la boca y profundo sueño. Fingióse amodorrido y dijo no poderse tener en pie, que le diese licencia para volverse a su posada. Halléme corto de ventura, en que la mía no estuviese acomodada para poder hospedarlo en ella y agasajarlo por entonces. Pedíle que me dijese la suya, para irlo a visitar y enviarle algunas niñerías de enfermos o ver si pudiera serle de provecho en algo. Respondióme que la tenía en casa de cierta dama secreta; mas que si su enfermedad pasase adelante, me avisaría dello, para que lo visitase.

Despidióse y fuese aquel mismo día por la posta a Siena, donde halló que ya sus amos y

compañeros habían llegado al paso de los muleteros, porque los fueron acechando para ver dónde y a quién se entregaban los baúles. Cuando a Siena llegó y vieron entrar un gentilhombre de tan buen talle por la posta, creyeron ser algún español principal. Fuese a hospedar a una hostería, donde al momento acudieron sus compañeros que lo esperaban, que, dando a entender ser sus criados, le servían a el vuelo. Luego aquel día envió con uno dellos a llamar a Pompeyo, haciéndole saber cómo yo había llegado a la ciudad.

Y cuando mi amigo recibió el recabdo y supo estar yo en ella, fue tanta su alegría, que sin acertar ni aguardar a cubrirse bien la capa, se tardó gran rato en ello, porque me dijo que ya se la puso del revés, ya por el ruedo; mas a medio lado y mal aliñado, salió a toda priesa de casa, cayendo y trompezando, con la priesa de llegar y deseo de verme. Fue donde yo fingido estaba, formó muchas quejas de no haberme apeado en su casa, de que Sayavedra le dio excusas. Entretuviéronse tratando del viaje y cosas de Roma hasta ya de noche, que, despidiéndose Pompeyo, dio Sayavedra en su presencia la llave de uno de los baúles a uno de aquellos criados, diciéndole: -Oyes, vete con el señor Pompeyo y sácame tal vestido, que hallarás en tal parte, para vestirme mañana.

Fuéronse juntos y el criado hizo puntualmente lo que le mandaron, desliando en presencia de Pompeyo el baúl y señalando y sacando el vestido dél, volviólo a cerrar y fuese con la llave.

Aquella noche le hizo llevar Pompeyo una muy buena cena, colación y vino admirable, con que, puestos a orza, se dejaron dormir hasta el día siguiente, que por la mañana lo volvió a visitar Pompeyo, y dijéronle los criados que reposaba, porque no había podido dormir en toda la noche. Quisiérase volver a ir; mas no se lo consintieron, diciendo que reñiría mucho su señor con ellos cuando supiese que su merced hubiese llegado y no le hubiesen avisado.

Entráronle a decir que allí estaba el señor Pompeyo. Alegróse mucho y mandóles que metiesen asiento y entrase. Preguntóle por su salud Pompeyo y qué había sido la indispusición pasada. Respondió que del poco uso y mucho cansancio de la posta no se hallaba bien dispuesto y que pensaba sangrarse. Bien quisiera Pompeyo que mudara de posada y llevarlo a la suya. Sayavedra dio por excusa tener criados inquietos y que pensaba rehacerse dellos dentro de ocho días o diez, que para entonces le prometía ir a recebir aquella merced.

Suplicóle también fuera servido en el ínterin enviarle allí con uno de sus criados los baúles, porque de aquéllos no tenía mucha satisfación y, dándoles las llaves, podrían hacerle alguna falta. Parecióle bien a Pompeyo cuanto en aquello y pesóle mucho que tratase de hacerse curar en hostería; mas, con la promesa hecha, hizo lo que le pidió y, en llegando a su posada, cargaron los baúles a unos pícaros y con uno de los criados de su casa los llevaron donde Sayavedra estaba. Envióle aquel día de comer muy regaladamente y, habiéndose a la noche despedido los dos amigos para irse a dormir, Sayavedra y sus compañeros mudaron en otra casa secreta lo que habían allí traído y partiéronse luego a Florencia por la posta, donde, cuando llegaron, se puso todo de manifiesto para hacer la partición.

Eran los compañeros de Sayavedra maestros en el arte, astutos y belicosos y el principal autor dellos, natural de Bolonia, llamábase Alejandro Bentivoglio, hijo del mesmo, letrado y dotor en aquella universidad, rico, gran machinador, no de mucho discurso, y fabricaba por la imaginación cosas de gran entretenimiento. Éste tuvo dos hijos, en condición opuestos y grandísimos contrarios. El mayor se llamó Vicencio, mancebo ignorante, risa del pueblo, con quien los nobles dél pasaban su entretenimiento. Decía famosísimos disparates, ya jactándose de noble, ya de valiente. Hacíase gran músico, gentil poeta y sobre todo enamorado, y tanto, que se pudiera dél decir: «Dejálas penen.» El otro era este Alejandro, grandísimo ladrón, sutil de manos y robusto de fuerzas, que de bien consentido y mal dotrinado resultó salir travieso, juntándose con malas compañías. Eran los compañeros déste otros tales rufianes como él, que siempre cada uno apetece su semejante y cada especie corre a su centro.

Pues, como fuese la cabeza y mayor de sus allegados, el principal de todos en todo, hizo que Sayavedra se contentase con muy poco, dándole algunos y los peores de los vestidos. Y

pareciéndole no tener allí buena seguridad, fuese a la tierra del Papa, donde tenía el padre alcalde. Partióse luego a Bolonia por la posta, llevándose la nata, joyas y dineros. Recogióse a la casa de sus padres, y los más compañeros, con lo que les cupo de parte, huyeron a Trento, según después en Bolonia me dijeron, y por allá se desparecieron.

Cuando Pompeyo volvió a visitarme, como no halló mi estatua ni a sus familiares, preguntó a los huéspedes por ellos. Dijéronle cómo la noche antes habían salido de allí con los baúles, no sabían adónde. Luego vio mala señal y, sospechando lo que pudiera ser, hizo extraordinarias y muchas diligencias en buscarlos. Y teniendo noticia que iban por la posta camino de Florencia, envió un barrachel en su seguimiento, con requisitoria para prenderlos.

Ellos andan allá en su negocio; volvamos agora un poco a el mío y quiera Dios que en el entretanto el hurto parezca.

Quedéme aquellos días contento y descuidado de tal bellaquería y muy sobresaltado, con deseo de saber de mi amigo enfermo, si tendría salud o necesidad. Esperélo cuatro días y, viendo que no volvía, me detuve otros tantos en buscarlo entre los de la patria, dando las señas; mas era preguntar por Entunes en Portugal. No me valieron diligencias. Creí que sin duda estaría muy malo, si acaso ya no fuese muerto. También me pareció que, pues me había encubierto su posada, que sería verdadera la causa, por no haber lugar para poderlo visitar en ella.

Hice todo el deber y, cuando no fue mi posible de provecho, dejéle un largo recabdo en casa y, pidiendo a el embajador mi señor licencia, determiné la ejecución del viaje para el siguiente día. Él sintió mucho mi ausencia, echóme sus brazos encima y al cuello una cadenilla de oro que acostumbraba traer de ordinario, diciéndome: -Dóytela para que siempre que la veas tengas memoria de mí, que te deseo todo bien.

Más me dio para el viaje, sin lo que yo llevaba mío, lo que bastaba para poder pasar

algunos días bien cumplidamente, sin sentir falta. Mandóme que de dondequiera que allegase le diese aviso de mi salud y sucesos, por lo que holgaría que fuesen buenos, hasta volverme a ver en su casa.

Sus palabras fueron tan amorosas, el razonamiento y consejos con que me despidió tan elegante y tierno, exhortándome a la virtud, que no pude resistir sin rasarme con lágrimas los ojos. Beséle la mano, la rodilla sentada en el suelo. Diome su bendición y con ella un rocín, en que salí de su casa y llevé todo el camino. Él y sus criados quedaron enternecidos con el sentimiento de mi partida. Él porque me amaba y me perdía, que sin duda le hice falta para el regalo de su servicio; y ellos porque, aunque mis cosas eran malas para mí, jamás lo fueron para los compañeros: llegados a las veras, pusieran sus personas todos en defensa de la mía.

Siempre les fui buen amigo, nunca los inquieté con chismes ni truje revueltos. No tercié mal con mi amo en sus pretensiones o mercedes en que interesasen; antes les ayudaba en todo. Y con esto hacía mi negocio, porque haciéndoselas a ellos en abundancia, de necesidad habían de ser las mías muy mayores, pues ellos eran tenidos por criados y yo en lugar de hijo. Así se alababan que siempre les era buen hermano, y mi señor de que tenía en mí un fiel criado. De manera que ni mi servicio desmereció ni mi amistad les faltó. Y si la publicidad que se levantó de lo suscedido en casa de Fabia no se divulgara por boca de Nicoleta, que contó a cuantas amigas y amigos tenía la burla que recebí de su señora en el corral de su casa, nunca yo dejara la comodidad que tenía ni mi señor el criado que tan bien le servía.

¡Ved lo que destruye una mala lengua de mala mujer que, sin salvarse a sí, disfamó la casa de sus amos y descompuso la nuestra! Nadie les fíe su secreto, ni a su consorte misma, si fuere posible, porque con poco enojo, por vengarse, os quiebran el ojo y con pequeña causa os hacen causa.

Salí de Roma como un príncipe, bien tratado y mejor proveído, para poderme dar un gentil verde tan en tanto que se secaba el barro; que, cuando acontecen a suceder tales casos, no hay tal remedio como tiempo y tierra en medio. Iba yo más contento que Mingo, galán, rico, libre de mala voz y con buen propósito, donde ya no pensaba volver a ser el que fui, sino un fénix nuevo, renacido de aquellas cenizas viejas. Iba donde mi amigo Pompeyo me aguardaba con muy gentil aposento, cama y mesa.

Llegué a Siena y derechamente preguntando por él me dijeron su posada. Hallélo en ella.

Recibióme alegre y confusamente, sin saber qué hacer o decir del suceso pasado. Estaba tristísimo interiormente, tanto por el valor del hurto, cuanto por la burla recebida y mala cuenta que daría de mi hacienda. No me habló palabra de los baúles y quisiera encubrírmelo. Mas no fue posible, porque luego el día siguiente, que quisiera dar por Siena una gran pavonada, pidiéndolos para vestirme, fue forzoso decírmelo, dándome buenas esperanzas que nada se perdería con la buena diligencia hecha.

Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo, desvalijado, en tierra estraña, lejos del favor y obligado a buscarlo de nuevo, y no con mucho dinero ni más vestido del que tenía puesto encima y dos camisas en el portamanteo. Empero líbreos Dios de «hecho es», cuando ya el daño no tenga remedio, que forzoso lo habéis de beber y no se puede verter. Hice buen ánimo. Saqué fuerzas de flaquezas. Porque, si en público lo sintiera mucho, fuera ocasión para ser de secreto tenido en poco, aventurando la amistad, supuesto que de lo contrario no se me pudiera seguir útil alguno.

Consejo cuerdo es acometer a las adversidades con alegre rostro, porque con ello se vencen los enemigos y cobran los amigos aliento. Tres días tuve, como dicen, calzadas las espuelas, esperando de camino lo que hubiese sucedido a el barrachel en el suyo, si acaso hubiese tenido algún buen rastro. Y estando sentados a la mesa, poco después de haber comido, tratando de mis desgracias y astucia que tuvieron los ladrones en robarme, sentí grande tropel de los criados y gente de casa, que subían por la escalera, diciendo: -¡Ya viene, ya viene, ya pareció el principal de los ladrones, el hurto ha parecido!

Con esto cobré ánimo, alegróseme la sangre, las muestras del contento interior me salieron a el rostro. Que no es posible disimular el corazón lo que siente con súbitas alegrías, pues a veces acontece, siendo grandes, ahogar su calor a el natural y privar de la vida. Luz encendieran entonces en mis ojos, pues pareció que con ellos daba las albricias a cuantos me las pedían y, los brazos abiertos, iba recibiendo en ellos los parabienes.

Levantámonos de la mesa, para salir a el encuentro a el barrachel, que cual otro yo, traía la boca llena de alegría y, habiéndonos abrazado estrechamente, cuando le pregunté por el hurto, me respondió que todo se haría muy bien. Volvíle a preguntar en qué modo y díjome que uno de los ladrones venía preso, porque los otros no habían parecido ni el hurto; mas que aqueste diría dello.

¿Considerastes, por ventura, cuando alguna vez en las encendidas brasas aconteció caer mucho golpe de agua, que súbitamente se levanta un espeso humo, tan caliente que casi quema tanto como ellas mismas? Tal me dejaron sus palabras. Todas las muestras de alegría, que poco antes derramaba por toda mi persona, se apagaron con el agua de su triste nueva y en aquel instante se levantó en mí una humareda de cólera infernal, con que quisiera mostrar lo que sentía; mas como tampoco vale a eso, reportéme.

Pompeyo pidió su capa, salió luego a tratar con el juez que se hiciesen algunas diligencias importantes, que a el parecer convenía hacerse. Mas todo fue sin provecho, porque ni negó el hurto ni confesó su delito. Dijo que los otros lo habían hecho; que sólo él era criado de uno dellos y que le habían dado un solo vestidillo, que vendió y gastó en Florencia y en el viaje, agora cuando lo volvieron a Siena.

Esto hacen los malos: ayudan, favorecen de obras y consejos a el malo y, conseguido su intento, se desamparan los unos a los otros, tomando cada cual su vereda. Con esta confesión, por ser este hurto el primero en que se había hallado, con lo que más alegó en su defensa y por las

consideraciones que se le ofrecieron a el juez, fue condenado en vergüenza pública y en destierro de aquella ciudad por cierto tiempo. Estaba un criado de casa con mucho cuidado, esperando el suceso deste negocio, para venirme a dar aviso dello. Y cuando le dijeron la sentencia, como si me trujera los baúles, entró en el aposento con mucha priesa, risueño y alegre y díjome: -Señor Guzmán, alégrese Vuestra Merced, que su ladrón está condenado a la vergüenza y hoy lo sacan: vaya si lo quiere ver, que no tardará mucho.

Mucho quisiera yo entonces que aqueste necio fuera mi criado y estar en mi casa o en otra parte alguna, donde a mi satisfación le pudiera romper los hocicos y dientes a mojicones. Grandísimo enojo sentí con el disparate de sus palabras. «¡Oh traidor! -decía entre mí-. ¿Vesme perdido y pobre y quiéresme consolar con tus locuras?» Ahogábame la cólera; mas en medio de su fuerza mayor se me ofreció a la memoria otro consuelo semejante a éste, que me contaron verdaderamente haber pasado en Sevilla, con que me retozó la risa en el cuerpo y con las cosquillas olvidé la ira. Y fue: Un juez de aquella ciudad tenía preso, por especial comisión del Supremo Consejo, a un delincuente, famoso falsario, que con firmas contrahechas a las de Su Majestad y recaudos falsos había cobrado muchos dineros en diversas partes y tiempos. Fue condenado a muerte de horca, no obstante que alegaba el reo ser de evangelio y declinaba jurisdición. Nías el resuelto juez, creyendo que también los títulos eran falsos, apretaba con él y de hecho mandó que ejecutasen su sentencia. El Ordinario eclesiástico hacía lo que podía de su parte, agravando censuras, hasta poner cessatio divinis; mas, como no fuese alguna parte toda su diligencia para impedir las del juez a que no lo ahorcasen, ya, cuando lo tenían subido en lo alto de la escalera, la soga bien atada para quererlo arronjar, se puso a el pie della un cierto notario que solicitaba su negocio y, poniéndose la mano en el pecho, le dijo:

-Señor N., ya Vuestra Merced ha visto que las diligencias hechas han sido todas las posibles y que ninguna de las esenciales ha dejádose de hacer para su remedio. Ya esto no lo lleva, porque de hecho quiere proceder el juez, y como quien soy le juro que le hace notorio agravio y sinjusticia; mas, pues no puede ser menos, preste Vuestra Merced paciencia, déjese ahorcar y fíese de mí, que acá quedo yo.

Ved qué consuelo puede ser para los que padecen, cuando les dicen palabras tales y tan

disparatadas. ¿Qué gusto podrá recebir un desdichado que ahorcan, con que acá le queda un buen

solicitador? Y pudiérale muy bien decir el paciente: «Harto mejor sería que subiésedes vos en mi lugar y que fuese yo a solicitar mi negocio.» Un hombre robado y pobre como yo, ¿qué abrigo ni honra podía sacar de ver llevar a un ladrón a la vergüenza? ¿Por ventura honrábame su afrenta o donde contara el caso y su castigo me habían de dar por ello lo necesario? Fueme de allí a otro aposento, considerando en las ignorancias destos. Y revolviendo sobre mi hurto, como aquello que tanto me dolía, iba discurriendo en diferentes cosas, entre las cuales fue una lo poco que importan semejantes castigos.

¿Qué vergüenza le pueden quitar o dar a quien para hurtar no la tiene y se dispone a recebir por ello la pena en que fuere condenado? Roba un ladrón una casa y paséanlo por la ciudad. Cuanto a mi mal entender y poco saber, no sé qué decir contra las leyes, que siempre fueron bien pensadas y con maduro consejo establecidas; empero no siento que sea castigo para un ladrón sacarlo a la vergüenza ni desterrarlo del pueblo. Antes me parece premio que pena, pues con aquello es decirle tácitamente: «Amigo, ya de aquí te aprovechaste como pudiste y te holgaste a nuestra costa; otro poquito a otro cabo, déjanos a nosotros y pásate a robar a nuestros vecinos.»

No quiero persuadirme que el daño está en las leyes, antes en los ejecutores dellas, por ser mal entendidas y sin prudencia ejecutadas. El juez debiera entender y saber a quién y por qué condena. Que los destierros fueron hechos, no para ladrones forasteros, antes para ciudadanos, gente natural y noble, cuyas personas no habían de padecer pena pública ni afrentas. Y porque no quedasen los delitos de los tales faltos de pugnición, acordaron las divinas leyes de ordenar el destierro, que sin duda es el castigo mayor que pudo dársele a los tales, porque dejan los amigos, los parientes, las casas, las heredades, el regalo, el trato y negociación, y caminar sin saber adónde y tratar después no sabiendo con quién….

….Quiero callar, que soy hombre y estoy castigado de sus falsedades y no sé si volveré a sus manos y tomen venganza de mí muy a sus anchos, pues no hay quien les vaya a la mano. Mi ladrón se libró. Confesó quiénes eran los principales y el viaje que llevaron, con lo cual y con su paseo fue suelto de la cárcel, dejándome a mí en la de la suma pobreza y a buenas noches. Mañana en amaneciendo te diré mi suceso, si de lo pasado llevas deseo de saberlo.

 

Segunda Parte

Libro Segundo

TRATA GUZMÁN DE ALFARACHE DE LO QUE LE PASÓ EN ITALIA,

HASTA VOLVER A ESPAÑA

CAPÍTULO PRIMERO

SALE GUZMÁN DE ALFARACHE DE SIENA PARA FLORENCIA, ENCUÉNTRASE CON

SAYAVEDRA, LLÉVALO EN SU SERVICIO Y, ANTES DE LLEGAR A LA CIUDAD, LE

CUENTA POR EL CAMINO MUCHAS COSAS ADMIRABLES DELLA Y, EN LLEGANDO

ALLÁ, SE LA ENSEÑA

Foción, famoso filósofo en su tiempo, fue tan pobre, que apenas y con mucho trabajo alcanzaba con que poder entretener la vida. Por lo cual, siempre que de sus cosas trataban algunos, en presencia de el tirano Dionisio, su gran enemigo, se burlaba dellas y dél, motejándolo de pobre, por parecerle que no le podía hacer otra mayor injuria. Cuando aquesto llegó a noticia del filósofo, no sólo no le pesó, que riéndose dél y su locura, respondió a quien se lo dijo: «Por cierto Dionisio dice mucha verdad llamándome pobre, porque verdaderamente lo soy; empero mucho más lo es él y con más veras pudiera tener vergüenza de sí mismo y afrentarse. Porque, si a mí me faltan dineros, los amigos me sobran. Tengo lo más y fáltame lo menos; empero él, si dineros le sobran, los amigos le faltan, pues no se conoce alguno que lo sea suyo.»

….Débense buscar los amigos como se buscan los buenos libros. Que no está la felicidad en que sean muchos ni muy curiosos; antes en que sean pocos, buenos y bien conocidos. Que muchas veces muchos impiden que sean verdaderas en todos las amistades. No que sólo entretengan, sino que juntamente aprovechen a el alma y cuerpo. Que aquel se debe buscar que sin respeto de interese humano aconseja el preceto divino; no que representen, sino que hablen, amonesten y enseñen.

Y si aquel se llama verdadero amigo que con amistad sola dice a su amigo la verdad clara y sin rebozo, no como a tercera persona, sino como a cosa muy propria suya, según la deseara saber para sí, de cuyas entrañas y sencillez hay pocos de quien se tenga entera satisfación y confianza; con razón el buen libro es buen amigo, y digo que ninguno mejor, pues dél podemos desfrutar lo útil y necesario, sin vergüenza de la vanidad, que hoy se pratica, de no querer saber por no preguntar, sin temor que preguntado revelará mis ignorancias, y con satisfación que sin adular dará su parecer. Esta ventaja hacen por excelencia los libros a los amigos, que los amigos no siempre se atreven a decir lo que sienten y saben, por temor de interese o de privanza -como diremos presto y breve-, y en los libros está el consejo desnudo de todo género de vicio. […]

En todos cuantos traté, fueron pocos los que hallé que no caminasen a el norte de su interese proprio y al paso de su gusto, con deseo de engañar, sin amistad que lo fuese, sin caridad, sin verdad ni vergüenza. Mi condición era fácil, su lengua dulce. Siempre me dejaron el corazón amargo.

Empero, según el trato de hoy, de tal manera corre la malicia, que más nos debe admirar no ser engañados, que de serlo. Víalos tan libres en prometer, cuanto cativos en cumplir; fáciles en las palabras y dificultosos en las obras.

No hay Pílades, Asmundos ni Orestes. Ya fenecieron y casi sus memorias. Tanto lo digo por mi Pompeyo y más que por los más que tuve, porque los más ganélos hablando y a él obrando. Muchos amigos tuve cuando próspero; todos me deseaban, me regalaban y con sumisión se me ofrecían. Cuando faltaron dineros, faltaron ellos, fallecieron en un día su amistad y mi dinero. Y como no hay desdicha que tanto se sienta, como la memoria de haber sido dichoso, no hay dolor que iguale a el sentimiento de ver faltar los amigos a quien siempre tuvo deseo de conservarlos.

Ya me robaron y quedé perdido. Estuve algunos días, aunque pocos, en casa de mi amigo; empero sentí hacérsele muchos en que poco a poco se me despegaba y como anguilla paso a paso en la ocasión se me resbalaba, dejándome la mano vacía. Ofrecíase a lo cordobés: «Ya Vuestra Merced habrá comido, no habrá menester algo.» Nada prometió al cierto ni en algo dejó de quedar dudoso. Y lo que me acariciaba, no era tanto con ánimo de hacerlo cuanto para que por justicia no cobrara dél mi hacienda.

Leíle los pensamientos, y como los míos fueron siempre nobles, las veces que de mi pérdida trataba, si algún cumplimiento hizo, fue fingido. Empero cualquiera que fuese me agraviaba dello, como de una grave injuria y con muchas veras rechazaba sus burlas, como si no lo fueran o tuvieran algún fundamento, haciendo caso de menos valer que se tratase de interés mío, no consintiéndole que me sintiese flaqueza de ánimo. Antes por no traer inquieto el suyo, viéndolo tan atribulado y corto, determiné dejarlo y pasar a Florencia.

Comuniquéle aqueste pensamiento, diciéndole que deseaba mucho ver aquella ciudad por las grandezas que della me contaban. Y como le salí a su deseo, asió de la ocasión refiriéndome muchas de sus cosas memorables, con que me levantó los pies y creció la codicia. No lo hacía por loármela ni porque la viese, sino por no verme ya en su casa, que es triste huésped el de por fuerza.

Después que le dije mi determinación, volvió a refrescar el viento del regalo, para obligarme con él a que saliese con gusto y en paz y quedarlo él, por lo que de mí se temía. Sinificó pesarle de mi partida; pero nunca hizo resistencia en ella que me quedase. Preguntóme cuándo me quería ir; pero no lo que había menester llevar, aun siquiera de buen comedimiento. Fácil cosa es el ver y más lo es el hablar; pero dificultoso el proveer: que no conocen todos los que miran ni los que hablan hacen. Como ya no me había menester y el necio ya le había dicho que no pensaba volver más a Roma, hizo su cuenta: «¿Para qué o de qué me puede ya ser de provecho aqueste tonto?»

Tratóme como yo merecía. Entonces conocí, en cuanto se deja conocer, el ánimo generoso con el agradecimiento del bien recebido. En esta mudanza de fortuna hallé a la vista mil daños nunca temidos. Mas, como aun entonces tenía resuello para pasar adelante, no desmayé de todo punto. Procuré olvidar lo que no pude remediar, tomando por instrumento la memoria de mi jornada. Y como la novedad o estrañeza de las cosas lleva tras de sí el ánimo de los hombres con deseo de saberlas, dime mucha priesa hasta salir de Siena, tanto por esto como por dejar a Pompeyo sosegado. Que, aunque suelen decir a los huéspedes: «Comed con buena gana, que con buena o mala tienen de contárosla por comida», me daba pena su cortedad, el sentirle su solicitud socarrona y verlo andar tan ciscado.

Despedíme dél y, aunque por ser yo quien era, por el amistad que le tuve, lo sentí de manera que a el tiempo del apartarnos me faltaron palabras, tampoco en él vi lágrimas.

Comencé mi camino a solas, no con pocos pensamientos ni libre de cuidados, que a fe que mi caballo no llevaba tanto peso; empero íbalos trazando y acomodando cómo se me hiciesen más ligeros y mejor pudiese salir dellos, cuando a pocas millas encontré a Sayavedra, que salía de Siena en cumplimiento de su destierro.

No me bastó el ánimo, en conociéndolo, a dejar de compadecerme dél y saludarlo, poniendo los ojos, no en el mal que me hizo, sino en el daño de que alguna vez me libró, conociendo por de más precio el bien que allí entonces dél recebí, que pudo importar lo que me llevó. Y paga mal el que con grandes ventajas no satisface la gracia recebida. Demás que la liberalidad supone generoso espíritu y es de tal precio, por traer su origen del cielo, que siempre se halla en los ánimos destinados para él.

No pude resistirme sin hablarle con amor ni él de recebirme con lágrimas, que vertiéndolas por todo el rostro se vino a mis pies, abrazándose con el estribo y pidiéndome perdón de su yerro, dándome gracias de que nunca, estando preso, lo quise acusar y satisfaciones de no haberme visitado luego que salió de la cárcel, dando culpa dello a su corto atrevimiento y larga ofensa; empero que para en cuenta y parte de pago de su deuda quería como un esclavo servirme toda su vida.

Yo, que siempre le conocí por hombre de muy gallardo entendimiento, vivo de ingenio, aunque por el mismo caso un perdido, empero dispuesto para cualquier cosa, holguéme con su ofrecimiento. Así caminamos poco a poco en buena conversación. Aunque verdaderamente yo sabía ser aquél gran ladrón y bellaco, túvelo por de menor inconveniente que necio, que nunca la necedad anduvo sin malicia y bastan ambas a destruir, no una casa, empero toda una república. Porque ni el necio supo callar ni el malicioso juzgar bien. Y si como siente habla, el escándalo y los trabajos están ya de las puertas adentro de casa. Parecióme que, si de alguno quisiera servirme, habiendo pocos mozos buenos, que aqueste sería menos malo, supuesto que por sus mañas me había de hacer -como si fuera lacedemonio- traer la barba sobre el hombro, y era de menor inconveniente servirme dél que de otro no conocido, pues dél sabía ya ser necesario guardarme, y con otro, pareciéndome fiel, me pudiera descuidar y dejarme a la luna.

Con esto y que ya mis prendas eran pocas, en que pudiera lastimarme mucho, lo admití en mi servicio. Preguntóme qué viaje llevaba. Respondíle que a Florencia, por satisfacer el deseo de lo que della me decían. Y él me dijo: -Señor, aun habrá sido poco, respeto de la verdad, porque la relación de lo curioso y bueno jamás llegó a henchir aquel vacío. Algún tiempo he residido en ella; pero siempre como si entrara el mismo día, por las varias cosas que a cada paso allí se ofrecía que ver, y de mi voluntad nunca la dejara, si amigos no me obligaran a ello.

Comencéle a preguntar de algunas cosas de su principio y fundación. Él me dijo:

-Pues el tiempo del caminar es ocioso y la relación de lo que se me manda breve, diré lo que por curiosidad y con verdad he sabido.

Comenzó a discurrir luego desde las guerras civiles, a quien Catilina dio principio entre los de Fiesole y florentines…. [Sayavedra le cuenta noticias de Florencia, de su historia, de personas importantes]

….Si la relación fuera un poco más larga, fuera necesario dejarla para otro día, porque parece que la midió con el tiempo, pues ya estábamos tan cerca de la noche como de la posada. Entramos a descansar; y otro día, tomando la mañana por llegar temprano a Florencia, nos dimos un poco más de priesa en el camino. Cuando llegamos a vista della, fue tanta mi alegría que no lo sabré decir, por lo bien que me pareció de lejos, que, aunque no lo estaba mucho, a lo menos descubríla de alta abajo.

Consideré su apacible sitio, vi la belleza de tantos y tan varios chapiteles, la hermosura

inexpugnable de sus muros, la majestad y fortaleza de sus altas y bien formadas torres. Parecióme todo tal, que me dejó admirado. No quisiera pasar de allí ni apartarme de su lejos, tanto por lo que alegraba la vista, cuanto por no hacerle ofensa de cerca, si acaso, como todas las más cosas, desdijese algo de aquella tan admirable prespetiva. Mas, considerando ser aquella la caja, vine a inferir que sin duda sería de mayor admiración lo contenido en ella.

Y no fue menos. Porque, cuando a ella llegué y vi sus calles tan espaciosas, llanas y derechas, empedradas de lajas grandes, las casas edificadas de hermosísima cantería, tan opulentas y con tanto artificio labradas, con tanto ventanaje y arquitectura, quedé confuso, porque nunca creí que había otra Roma. Y bien considerado su tanto, le hace muchas ventajas en los edificios; porque los buenos de Roma ya están por el suelo y poco hay en pie que no sean sombras de lo pasado, ruinas y fragmentos. Pero Florencia todo es flor, todo está vivo, tan costoso y bien tratado, que dije a Sayavedra: -Sin duda, si los habitadores desta ciudad son tan curiosos en el adorno de sus mujeres como de sus casas, que son las más bienaventuradas de cuantas tiene la tierra.

Púsome tal admiración, que quisiera con mucho espacio quedarme mirando cada uno de aquellos edificios; mas, como por acercarse la noche no diese a más lugar el día, fue forzoso recogernos a la posada. No tardamos en llegar a una donde nos acariciaron con tanto regalo, que verdaderamente no lo sabré bien decir, como lo debo encarecer: tanta provisión, limpieza, solicitud, afabilidad y buen tratamiento. En esto estaba tan cebado, que casi me hiciera poner en olvido lo que más deseaba.

Pasóseme aquella noche sin sentirla, no se me hizo media hora, gracias a la buena cama. Y a la mañana, bien que con dolor de mi corazón -que aquel entonces era mi monte Tabor-, llamé a Sayavedra, que me diera de vestir y para que, como tan curial en aquella ciudad, me fuera enseñando las cosas curiosas della, en especial y primero la Iglesia Mayor, porque, después de oída misa y encomendádonos a Dios, todo se nos hiciese dichosamente…. [Larga y detallada descripción de su recorrido por Florencia]

Tantos milagros hace cada día, es tanto el concurso de la gente que le tiene devoción, y tanta la limosna que allí se distribuye a pobres, que me maravillé mucho cómo no eran ricos todos. Por ellos me vino a la memoria entonces el otro, que me dijeron haber dejado la famosa manda de la albarda, haciéndoseme poco cuanto en ella se halló, respeto de lo que pudo ganar y dejar un tal supuesto. Y como sea notoria verdad que el hijo de la gata ratones mata, mil veces me ocurrieron a la memoria cosas de mi mocedad: que si, como llegué a Roma, hubiera venido allí con mis embelecos, tiña, lepra y llagas, pudiera dejar un mayoradgo. […]

Desto se admiró Sayavedra mucho. De allí me llevó a la plaza de palacio, donde vi en medio della un valeroso príncipe sobre un hermoso caballo de bronce, tan al vivo y bien reparado, que parecían tener almas y atrevimiento. […] [Más descripciones de los sitios de Florencia]

No quise dejar de saber y ver la cerca desta ciudad, que tan admirable riqueza encierra, y hallé tener en circuito cinco millas, muy poco más a menos. Tiene diez puertas y cincuenta y una torres. Toda la ciudad está del muro adentro, que no tiene arrabales. Pasa por medio della el río Arno, encima del cual hay cuatro famosísimas puentes, labradas de piedra, fuertes y espaciosas.

Y siendo lo dicho en todo estremo bien hecho, compite con ello el buen gobierno, costumbres y trato general. Con justísima razón se llamó Florencia, como flor de las flores y flor de toda Italia, donde florecen más tantas cosas en junto y cada una en singular: las artes liberales, la caballería, las letras, la milicia, la verdad, el buen proceder, la crianza, la llaneza y, sobre todo, la caridad y amor para con forasteros.

Ella, como madre verdadera, los admite, agrega, regala y favorece más que a sus proprios hijos, a quien a su respeto podrán llamar madrasta.

El tiempo que allí residí vine a inferir por los efectos las causas, conociendo cuáles eran los habitadores, por la política con que son gobernados y en la observancia que a sus leyes tienen y en cuán inviolablemente son guardadas. Allí verdaderamente se saben conocer y estimar los méritos de cada uno, premiándolos con justas y debidas honras, para que se animen todos a la virtud y no estimen los príncipes a pequeña gloria, que deben conocerla por la mayor que se les puede dar, cuando se dice dellos que con sus famosas obras compiten las de sus vasallos.

Conocí juntamente ser verdad lo que me había referido Sayavedra cerca de los ánimos

encontrados. Allí vi algo de lo mucho que sobra en otras partes, invidia y adulación, que todo lo andan y siempre residen donde hay deseo de privanzas y por acrecentarlas, en grave daño de todos, unos y otros; finos contadores de lo ajeno, lindos geómetras para delinear lo que cada uno puede y lo que no puede. Quédese aquí esto, que, pues con tanta perfeción se ha pintado una ciudad tan ilustre y generosa, no ha sido buena consideración haberla tiznado con un borrón tan feo.

 

CAPÍTULO II

GUZMÁN DE ALFARACHE VA EN SIGUIMIENTO DE ALEJANDRO, QUE LE HURTÓ LOS BAÚLES. LLEGA EN BOLONIA, DONDE LO HIZO PRENDER EL MISMO QUE LO HABÍA ROBADO

 

CAPÍTULO IV

CAMINANDO A MILÁN GUZMÁN DE ALFARACHE, LE DA CUENTA SAYAVEDRA

DE SU VIDA

A Milán caminábamos con tanta priesa como miedo; que como es alto de cuerpo, de lejos lo devisaba y siempre con su sombra me temblaba el corazón, recelando el peligro en que él mismo me había puesto. Porque siempre creí que ninguna culpa quedó sin pena ni malo sin castigo. Ya deseaba que naciesen con alas los caballos, para que volara el mío. Mas, pobre de mí, que lo mismo fuera, pues también las tuvieran los otros para darnos alcance. Todo lo vía lleno de malezas, en todo temía peligro y más en la tardanza.

Yo con mis pensamientos y Sayavedra con los suyos, íbamos mudos ambos, aunque con gran diferencia, que sólo el mío era de verme puesto en salvo y Sayavedra deseando saber lo que había de tocar de las monedas.

Fuemos caminando grande rato, hasta que por despedir el temor, que tanto me atribulaba,

olvidándolo con algún entretenimiento, pareciéndome ser tan de locos callar mucho por los caminos como hablar mucho en las plazas, dije a Sayavedra que tratásemos alguna cosa o me contase algún cuento de gusto. Entonces él, hallando su bola en medio de los bolos, tomó por donde quiso y dijo: -De un cuento quisiera yo que hubiera sido el gusto de la ganancia; mas yo confío que haber venido a servir a Vuestra Merced será no sólo para satisfación de mi deuda, pero aun para gran exceso de granjería.

Holguéme de oírle y que me hubiese tocado en aquella tecla y así le respondí:  -Hermano Sayavedra, lo pasado pasado, que no hay hombre tan hombre que por aquí o por allí no tenga un resbaladero. Todos vivimos en carne y toda carne tiene flaqueza. Otros la tienen por otros caminos, como diste tú en éste. Dios guarde mi juicio, que no sé lo que será de mí. Tan ocasionado me veo como el que más, para cometer cualquier atrevimiento; que quien dio en el pasado que no fue menos que hurto ganar con engaño la miseria de aquellos pobretos, que quizá era todo el remedio de sus vidas, no perdonara un talego si lo hallara huérfano de padre y madre, aunque tuviera mil escudos y, pues dimos en esto y de tu entendimiento conozco que se te alcanza cualquier lance, creo que habrás echado de ver que ni trato en Indias ni soy Fúcar. Soy un pobre mozo como tú, desamparado de su comodidad por las causas que bien sabes, y no con más ni mejor oficio del que has visto. Ya que no tengo de hacer vileza ni tener mal trato, a lo menos he de procurar honrosamente mi sustento, como lo debe hacer cualquier hombre de bien, sin dejarme caer punto del en que mis padres me dejaron y mi fortuna me puso. Que si el embajador mi señor me tuvo en su casa y le serví, fue por el amor que me tuvo desde niño y por la instancia que hizo con mis padres, cuyo conocimiento fue muy antiguo un tiempo que se conocieron en París, y así me pidió, diciéndoles que me quería hacer hombre. Mas ya que aquello me sucedió y de su casa salí, no pienso volver más a ella, si no fuere descansado y rico. Dondequiera se amasa buen pan y ya el de Roma me tiene muy ahíto. Y no será maravilla que todos busquemos manera de vivir, como la buscan otros de menos habilidad. [...]

Paréceme dar asiento a esto, como primera piedra del edificio, y después trataremos de lo que se fuere más ofreciendo. Todo lo que cayere o se nos viniere a las manos, así de frutos caídos como por caer, se harán tres partes iguales, de todas las cuales tendrás tú la una y la otra será para mí; la tercera será para gastos de avería, que no todas veces hace buen tiempo ni podremos navegar a viento en popa ni con bonanza, para las calmas. Y si arribáremos, es bien que no nos falten bastimentos, y, si embistiéremos o diéremos en bajío, no falte batel en que salvarnos. Esta parte se pondrá siempre por sí. Ha de ser como un erario para socorro de necesidades. Que, si con tiento vamos, pues entendimiento no falta y entendemos algo del pilotaje, no me contento menos que con un regimiento de mi tierra y hacienda con que pasar descansadamente, antes de seis años. Alarga el ánimo a lo mismo, que también tendrás otro tanto con que poder volver a Valencia. No andes a raterías, hurtando cartillas, ladrón de coplas, que no se saca de tales hurtos otro provecho que infamia. En resolución, morir ahorcados o comer con trompetas: que la vida en un día es acabada y la de los trabajos es muerte cotidiana. Cuanto más que, si nos diéremos buena maña, presto llegaremos a mayores y no tendremos que temer, porque serán todos los meses de a treinta días y, como son a escuras todos los gatos negros, entenderémonos a coplas, que un lobo a otro nunca se muerde. Aquí tienes tu tercio de lo pasado, si lo quisieres luego, que no es justo retener a nadie su hacienda. Hágate Dios bien con lo que fuere tuyo y dénos gracia; que con tal pie y buena estrella se funde la compañía, que no vengamos a manos de piratas, que no tienen ojo a más que desflorar lo guisado y comer el hervor de la olla.

Con esto y mostrarme liberal fue asegurarle la persona que no me dejase. Porque, habiendo de buscar marisco, no pudiera hallar compañero más a propósito ni tan bueno. Demás que, siendo igual mío, era criado y me reconocía por amo, que no es pequeña ventaja para cualquiera cosa llevar la mano.

Él quedó tan rendido como agradecido, y de uno en otro lance venimos a dar en preguntarle yo la causa que le había movido a robarme, y dijo:

-Señor, ya no puedo, aunque quisiese, dejar de hacer alarde público de mi vida, tanto por la merced recebida con tanta liberalidad en todo lo pasado, como por ser notoria y que con quien se ha de vivir ha de ser el trato llano, sin tener algo encubierto. Que no sólo a confesores, letrados y médicos ha de tratarse siempre verdad; pero entre los de nuestro trato jamás faltó entre nosotros mismos, para podernos conservar. Y cumpliendo con tantas obligaciones, Vuesa Merced sabrá que soy valenciano, hijo de padres honrados, que aún podrá ser conocerlos algún día por la fama, que ya,sea Dios loado, son difuntos. Fuemos dos hermanos y entrambos desgraciados, ya fuese porque de niños quedamos consentidos, ya porque, dejándonos llevar de los impulsos de nuestro apetito, sin hacerles la debida resistencia, consentimos en esta tentación, que mejor diría dimos en esta flaqueza, no creyendo los daños venideros; antes con el cebo de presentes gustos, hasta que ya resueltos una vez a ello, no se pudo volver atrás. El otro mi hermano es mayor que yo y, aunque ambos y cada uno teníamos razonable pasadía, mas aun eso no nos puso freno. Tanta es o fue la fuerza de nuestra estrella y tanto el de la mala inclinación a no esquivarnos della, que, pospuesto el honor, con más deseo de ver tierras que de sustentarle, salimos a nuestras aventuras. Mas porque pudiera ser no sucedernos de la manera que teníamos pensado y para en cualquier trabajo no ser conocidos ni quedar con infamia, fuemos de acuerdo en mudar de nombres. Mi hermano, como buen latino y gentil estudiante, anduvo por los aires derivando el suyo. Llamábase Juan Martí. Hizo de Juan, Luján, y del Martí, Mateo; y, volviéndolo por pasiva, llamóse Mateo Luján. Desta manera desbarró por el mundo y el mundo me dicen que le dio el pago tan bien como a mí. Yo, como no tengo letras ni sé más que un monacillo, eché por estos trigos y, sabiendo ser caballeros principales los Sayavedras de Sevilla, dije ser de allá y púseme su apellido; mas ni estuve jamás en Sevilla ni della sé más de lo que aquí he dicho. Desta manera salimos en un día juntos peregrinando; empero cada uno tomó luego por su parte. Dél me dicen algunos, que de vista le conocen, haberlo visto en Castilla y por el Andalucía muy maltratado, que de allí pasó a las Indias, donde también le fue mal. Yo tomé otra diferente derrota.

Fuime a Barcelona, de donde pasé a Italia con las galeras. Gasté lo que saqué de mi casa. Halléme muy pobre y, como la necesidad obliga muchas veces, como dicen, a lo que el hombre no piensa, rodando y trompicando con la hambre, di comigo en el reino de Nápoles, donde siempre tuve deseo de residir, por lo que de aquella ciudad me decían. Anduve por todo él, gastando de lo que no tenía, hecho un muy gentil pícaro, de donde di en acompañarme con otros como yo; y de uno en otro escalón salí muy gentil oficial de la carda. Híceme camarada con los maestros. Lleguéme a ellos por cubrirme con su sombra en las adversidades. Así les anduve subordinado, porque mi pobreza siempre fue tanta que nunca tuve caudal con que vestirme, para poner tienda de por mí. No por falta de habilidad, que mejor tijera que la mía no la tiene todo el oficio. Pudiera leerles a todos ellos cuatro cursos de latrocinio y dos de pasante. Porque me di tal maña en los estudios, cuando lo aprendí, que salí sacre. Ninguno entendió como yo la cicatería. Fui muy gentil caleta, buzo, cuatrero, maleador y mareador, pala, poleo, escolta, estafa y zorro. Ninguno de mi tamaño ni mayor que yo seis años, en mi presencia dejó de reconocerse bajamanero y baharí. Mas como por antigüedad y reputación tenían tiranizado el nombre de famosos Césares ellos, y a nosotros los pobretos nos traían de casa en casa, fregando la plata, haciendo los ojeos, buscando achaques, preguntando en unas partes: «¿vive aquí el señor Fulano?», «¿han menester vuestras mercedes un mozo?», «¿quieren comprar un estuche fino?», era de los que cortábamos a las mujeres, que, haciéndolos aderezar con cintas nuevas, los íbamos a vender. Otras veces fingíamos entrar a orinar y, si acertábamos con la caballeriza, donde nunca faltaba la manta de la mula, la almohaza o criba, la capa del mozo y el trabón, cuando más no podíamos, y, si acaso allí nos vían, luego bajándonos a el suelo, soltando la cinta de los calzones, nos poníamos a un rincón y, en diciéndonos «Ladrón, ¿y qué hacéis vos aquí?», nos levantábamos atacando y respondíamos: «Mire Vuestra Merced cómo y con quién habla, que no hay aquí algún ladrón; halléme necesitado de la persona y entréme aquí dentro.» Unos lo creían, otros no; empero pasábamos adelante. Otras veces tomábamos por achaque, y no malo, entrarnos por toda la casa, hasta hallar en qué topar y, si nos vían, luego pedíamos limosna. Con estos y otros achaques no había clavo en pared que no contásemos o quitásemos: nada tenía seguridad. Yo era rapacejo delgadillo, de pocas carnes, trazador y sobre todo ligero como un gamo. Acechaba de día el trabajo de la noche, sin empacharme por el tiempo y a pesar del sueño. Asistíamos de día como buenos cristianos en las iglesias, en sermones, misas, estaciones, jubileos, fiestas y procesiones.

Íbamos a las comedias, a ver justiciados y a todas y cualesquier juntas donde sabíamos haber concurso de gente, procurándonos hallar a la contina en el mayor aprieto, entrando y saliendo por él una y mil veces, porque de cada viaje no faltaba ocupación provechosa. Ya sacábamos las dagas, lienzos, bolsas, rosarios, estuches, joyas de mujeres, dijes de niños. Cuando más no podía, con las tijeras, que siempre andaban en la mano, del mejor ferreruelo que me parecía y del más pintado gentilhombre le sacaba por detrás o por un lado, si acaso con el aprieto se le caía, para tres o cuatro pares de soletas. Y lo que yo desto más gustaba era verlos ir después hechos un retrato de San Martín, con media capa menos, dándole vueltas y haciendo gente. Y así se iban corridos, viendo cortadas las faldas por vergonzoso lugar. Cuando esto no bastaba, nos llegábamos a las colgaduras de seda o tela de oro, que nunca reparábamos en hacerles cortesía más a esto que a esotro; antes a más moros más ganancia, y por lo bajo dellas le sacábamos a una pieza o dos, como teníamos la ocasión y tiempo, lo que mejor podíamos. Y en los aires hacíamos dello cuerpos a mujeres, bolsos, manguitas a niños, y otras mil cosas a este tono, acomodándolo siempre como no se perdiese hilo en aquello que más y mejor podía servir. Poco a poco nos venimos acercando a la ciudad, con la fama de que venía nuevo virrey, que a las tales fiestas, a toros y ferias, caminábamos de cien millas, cuando era necesario. La costa del camino era siempre poca, que de los unos lugares íbamos proveídos para los otros de muy buenas gallinas, capones, pollos, palomas duendas, jamones de tocino y algunas alhajas que con facilidad se nos venían a la mano. Porque, como para tomar buena posada se procuraba entrar siempre con sol, en aquel breve tiempo, hasta las horas de recogernos, recorríamos los portillos de todo el pueblo y cuanto había dentro, con achaque de ir pidiendo «Para un estudiante pobre que vuelve a su tierra necesitado», no tanto por lo que nos habían de dar cuanto por lo que les habíamos de quitar, dando vista por los gallineros, para trazar cómo mejor poderlos despoblar.

Demás que para las ventas y cortijos llevaba sedales fuertes; con finos anzuelos y con un cortezoncito de pan y seis granos de trigo se nos venían a las manos, y jamás eché lance que dejase de sacar peje como el brazo. Y a mal mal suceder, cuando se caía la casa y no se hallaba qué comer, a lo menos una muy bella posta de ternera no nos podía faltar, como la quisiésemos, de la primera y más pintada que hallábamos en el camino. Luego que a Nápoles llegamos, anduvo los primeros días muy bueno el oficio. Trabajóse mucho, muy bien y de provecho. Vestíme de manera que con la presencia pudiera entretener la reputación de hombre de bien y engañar con la pinta. Y si como la entrada que hicimos de juego de cañas, de oro y verde, solene y bien sazonada de sal, no se nos percudiera después a los fines por mi poco sufrimiento, de allí quedara en buen puesto; mas harto hice con escapar el pellejo y sanas las aldabas. Yo tuve la culpa que me saliesen los huevos güeros; mas, Dios loado, que pudiera ser el daño mayor y aqueso me puso consuelo. Uno de mis camaradas era de la tierra, criado de un regente del Consejo Colateral y sus padres le habían servido. Diósele a conocer, fuele a besar las manos y no las volvió vacías; porque, holgándose de verlo, le ofreció de hacer toda merced, y no a el fiado, sino diciendo y haciendo. Que pocas veces y en pocos acontece comer en un plato y a una mesa. Mas, cuando es el ánimo generoso, siempre se huelga de dar, y más le crece cuanto más le piden. Porque siempre fue condición del dar hacer a los hombres claros, cuanto los vuelve sujetos el recebir. Luego lo acomodó en algunos negocios, a la verdad honrados y dignos de otro mejor sujeto.

Andábamos a su sombra, hechos otros virreyes de la tierra, sin haber en toda ella quien se nos atreviera. Con este abrigo nos alargábamos a cosas en que por ventura nuestros ánimos no bastaran solos. Era él nuestra lengua. Decíanos dónde habíamos de acudir y cómo lo habíamos de hacer, a qué horas tendríamos mayor seguridad, por dónde podríamos entrar y de qué personas nos habíamos de recelar. Que, como diremos, los que hacen los hurtos más famosos, más calificados y de importancia, son los llegados a las justicias. Fáltales temor, tienen favor sobrado, llega la necesidad, ofrécese ocasión: remédielo Dios todopoderoso. Iba yo un día luchando a brazo partido con el pensamiento, deseoso de hallar en qué poder entretenerme, porque casi era mediodía y no habíamos ensartado aguja ni dado puntada. Pues volver a casa manivacío, sin haber llevado la provisión por delante y que por ventura los compañeros tuviesen ya labrada la miel, me llamaran zángano, que se la quería comer mis manos lavadas; teníamoslo por caso de menos valer, ir a mesa puesta sin llevar por delante la costa hecha. Vi una casa de buena traza, y a lo que parecía mostraba ser de algún hombre honrado ciudadano. Entréme por ella, como si fuera mía; que nunca el tímido fue buen cirujano. Aun allá dicen las viejas a los medrosos en España, por manera de hablar, cuando uno va con espacio:

«Anda, anda, que parece que vas a hurtar.» Dondequiera y siempre me parecía entrar por mi casa o que iba con vara de justicia y mandamiento de contado. Miré a una y otra parte, deseando hallar en qué topasen los ojos que diese quehacer a las manos. Quiso la fortuna depararles encima de un bufete una saya grande negra, de terciopelo labrado, de que pudiera bien sacar tres pares de vestidos, calzones y ropillas; porque tenía más de quince varas y podían encajárselos aunque fueran los mocitos más curiosos de la tierra. Estuve avizorando por todo aquello si podría sacar aquella prenda sin costas ni daño de barras, y en toda la casa ni en parte della sentí haber quien impedírmelo pudiese. Metíla debajo del brazo y en dos cabriolas me puse de pies en la puerta de la calle. Cuando a ella llegué, llegaba también el señor de la casa, el cual era Maestredata en la ciudad, y, viéndome salir asobarcado, preguntóme quién era y por lo que llevaba. En aquel punto mismo saqué de la necesidad el consejo y sin turbarme, antes con rostro alegre, le dije: «Quiere mi señora que se le tome un poco de alforza en esta saya y se la recoja de cintura, porque no le hace buen asiento por delante, y mándame que se la traiga luego.» Él me dijo: «Pues por vida vuestra, maestro, que se haga presto y de vuestra mano.» Con esto salí la calle abajo, dando más vueltas que una culebra, ya por aquí, ya por acullá, por desmentir el rastro. Después vine a saber, por mi mal, que luego como en casa entró, sintió alborotado el bodegón, revuelto el palomar y las mujeres a manga por hombro, dando y tomando sobre 'daca la saya', 'toma la saya', y la saya que no parecía: 'tú la quitaste', 'aquí la puse', 'acullá la dejé', 'quién salió', 'quién entro', 'ninguno ha venido de fuera', 'pues parecer tiene', 'los de casa la tienen', 'tú me la pagarás'. Andaba una grita y algazara, que se venían los techos a el suelo sin entenderse los unos con los otros. En esto entró el dueño, conociendo su yerro en haberme dejado salir con ella, y reportando a su mujer le dijo que un ladrón la llevaba, contándole lo que comigo había pasado a su misma puerta. Salióme a buscar; mas con mi buena diligencia me desparecí por entonces, dando con la persona en salvo y poniendo la prenda en cobro. Luego aquella noche me fui a casa del gran Condestable, con deseo de poder ejecutar un lance que algunos días antes había hecho en borrón; aunque lo traía ya en blanco y hilvanado, nunca tuve ocasión para poderlo sacar en limpio hasta entonces. Juntábanse allí muchos caballeros a jugar y de ordinario se solían hacer tres o cuatro mesas, asistiendo de noche a ellas un paje o dos de guarda. Sobre cada tabla estaba puesta su carpeta de seda y dos candeleros de plata. Yo llevaba comigo contrahechos un par, de muy gentil estaño, y tales, que de los finos a ellos no se hiciera diferencia, no más en la color que de la misma hechura, buscados a propósito para el mismo efeto. Llevé también dos velas y, todo bien cubierto, me puse a un rincón de la sala, según otras veces lo había hecho, aguardando lance y dando a entender ser criado de alguno de aquellos caballeros. Dos que jugaban a los cientos en una de aquellas mesas pidieron velas. No había más allí de un paje, y tan dormido, que habiéndolas ya dos veces pedido, no recordaba ni respondía. Yo acudí luego y, aderezando mis velas acá fuera, levantado el ferreruelo por cima del hombro, como criado de casa, las metí en los candeleros que llevaba y los de plata debajo del brazo, con que me fui recogiendo hasta la posada; en donde, juntándolos con algunas otras piezas de plata que había recogido, por quitarme de achaques y pesadumbres, 'si son míos o si son tuyos', 'daca señas', 'toma señas', 'de dónde lo compraste', 'quién te lo vendió', acogíme a lo seguro: hice de todo una pasta y en un muy gentil tejo lo llevé a mi capitán, para que con su autoridad y buen crédito lo vendiese. Hízolo así. Sacó su quinto, según le pertenecía, y diome la resta en reales de contado, sin defraudarme un cabello. Ya era entre nosotros orden que anuestra cabeza le habíamos de acudir con aquella parte de todo lo que se trabajase, y esos eran sus derechos, tan bien pagados y ciertos, como los de su Majestad en lo mejor de las Indias. Con esta gabela éramos dél amparados en cualquier peligro. Ninguno piense maxcar a dos carrillos, que no hay dignidad sin pinsión en esta vida. Cada cual tiene sus dos hileras de dientes y muelas; todos quieren comer; en todo hay pechos y derechos y corren intereses. Una mano lava la otra y entrambas la cara. Si me dan el capón, justo será que le dé una pechuga. Y no hay dinero mejor empleado que en un ángel de guarda semejante. Palas hay tan tiranos y desalmados, que luego estafan y lo aplican todo para sí; quieren el pan y las maseras, el trabajo y el provecho, sin dejarnos otra cosa que el peligro y la pena dél, si nos cogen. Álzansenos a mayores, como Pizarro con las Indias. Cuando mucho nos dan y grande merced nos hacen es de los escamochos, lo que no les vale de provecho, reservando para sí la gruesa del beneficio, como lo hizo Alejandro comigo. Y después, cuando nos avizoran en el agonía, cálanse las gavias y no conocen a nadie. Mas entre nosotros con este milanés había muy buena orden. Porque de ninguna manera no quería llevarnos más de su solo quinto. Y si alguna vez, teniendo necesidad, nos pedía le prestásemos algo a buena cuenta y se lo dábamos, luego lo asentaba en su libro, poniéndolo en el ha de haber y a la margen un ojo, a descontar. No, no: buena cuenta teníamos en todo siempre; ayudase a cada uno su buena fortuna. Mis compañeros no holgaban, que, como buenos caseros, jamás vinieron las manos en el seno. Éramos cuatro, tres a la faena y el capitán para nuestra defensa. Íbamos algunas veces llevándole por delante, para, si alguno de nosotros diese salto en vago, hallándolo con el hurto en las manos, que hubiese quien lo abonase o volverse por él, dándole dos o tres pescozones, enviándolo de allí, diciendo: «Andad para bellaco ladrón y voto a tal que, si más os veo hurtar, que os he de hacer echar a galeras.» Creían con esto los presentes que serían aquéllos gente honrada y piadosa. Pasábamos con aquella fortuna. Otros había tan pertinaces y duros, que con una cólera de fieras nos apretaban demasiado, no dejándonos de la mano hasta hacernos prender. A éstos llegaban y les decían: «Deje Vuestra Merced a este bellaco ladrón, déle cien coces y no le haga prender; es un pobreto y se comerá en la cárcel de piojos. ¿Qué gana Vuestra Merced en hacerle mal? ¡Tirad de aquí, bellaco!» Y con esto nos daban un rempujón que nos hacían hocicar, por sacarnos de sus brazos. Empero, si todavía porfiaba no queriéndonos largar, hacíamos nuestra diligencia en desasirnos y volvíamoslo pendencia, diciendo que mentía, que tan hombres de bien éramos como él. Ellos en la fuga se metían de por medio, en son de meter paz, ayudándonos a despartir y ponernos en libertad, y si necesario era, cuando no podían, derramaban el poleo: del aire buscaban achaque, incitando con palabras a venir a las obras, hasta que con el alboroto mayor se sosegaba el menor y así nos escabullíamos. Otras veces, que íbamos huyendo con el hurto, si alguno venía corriendo tras de nosotros y dándonos alcance, salíale un compañero de través a detenerlo poniéndosele delante y preguntando sobre qué había sido la pesadumbre, no dejando pasar de allí, a modo de querer poner paz y sosegarlo. Y por muy poquita demora que de cualquier manera hubiese, les tomábamos grandísima ventaja. Porque demás de la que siempre hace quien huye a quien corre, pone alas en los pies el miedo en casos tales. Los que corren se cansan presto naturalmente con el corto ánimo de hacer mal, que los desmaya, no obstante que quieran y lo procuren; mas esles imposible forzar a la naturaleza, la cual siempre favorece a los que desean salvarse. De una o de otra manera, siempre los detenían. Otras veces nos abonaban, cuando había pasado la palabra con el hurto y no se nos hallaba, porque ya lo teníamos de allí tres calles o cuatro.

De manera que sus buenas palabras, intercesiones y abonos hacían que fuésemos libres de la mala opinión que se nos achacaba. En todas maneras, por acá o por acullá, hacíamos nuestra hacienda, pesase a quien pesase, que para todo había traza. Mas una vez que me descuidé, saliendo un poco a mariscar sin escolta y por el campo, no me la cubrirá pelo ni se me caerá tan presto de encima. Mis pecados, y otro no, me sacaron a pasear un día por fuera de la ciudad. Y como cerca de un arroyo estuviese sobre la yerba tendida mucha ropa y el dueño della tras de un poco de repecho, a la sombra de una pared, parecióme que ya debía de estar bien enjuta o a lo menos que cuanto para mi menester con aquello bastaba. Diome gana de doblar dos o tres camisas buenas, que me pareció me vendrían bien, y con facilidad lo hice. Mas envolvílas; no quise pararme allí a doblarlas, por hacerlo en mi posada con mayor comodidad y espacio. El dueño, que era una mujer de la maldición, por estar, como dije, vueltas las espaldas, no pudo verme; mas no faltó quien, doliéndole poco las mías y como a paso largo me iba trasponiendo, le dio el soplo. Levantó la buena lavandera el tiple, que lo ponía en el cielo, y, dejando una muchacha suya en guarda de lo que allí le quedaba, dio a correr en pos de mí.

De manera que, viéndome perdido, con todo el disimulo del mundo, sin volver el rostro ni más mudanza que si comigo no las hubiera, dejé caer en el suelo la mercadería y pasé de largo con el paso compuesto, sin alborotarme. Yo creí que la mala hembra, teniendo ya lo que le faltaba en sus manos, por ventura se holgaría; mas no lo hizo así, que, si primero daba gritos, eran entonces voces con que hundía el campo todo. No era lejos de la ciudad ni en parte tan sola que dejasen de oírlo muchachos. Juntáronse tantos y con ellos tantos gozques, que parecían enjambres. A la grita dellos me pescaron vivo unos mancebos, de cuyo poder ya fue imposible defenderme. Desde aquel día comencé a tomar tema contra esta gentecilla menuda, que nunca más me pudieron entrar de los dientes adentro. Destruyéronme con perseguirme.

Cuando aquesto me decía Sayavedra, me vino en la memoria un famoso borracho de Madrid, el cual, como lo acosasen los muchachos y lo maltratasen mucho, cuando llegó a la boca de una calle se bajó por dos piedras y, arrimándose a una esquina, les dijo: «Ta, ta, Vuestras Mercedes no han de pasar adelante, suplícoles que se vuelvan, que yo doy la merced por ya recebida.» Si éste hiciera otro tanto, quizá que se volvieran, como lo hicieron con el otro.

Dijo luego: -Y en verdad que dondequiera que se junta esta mala canalla, ningún hombre de bien puede hacer cosa buena. Ya voy huyendo dellos como de la horca, y faltó poco para subirme a ella, porque de sus manos me saco la justicia y me pusieron tras la red. Cuando esto me sucedió, luego hice dar aviso a mi capitán, que apenas alcanzó el bramo cuando en dos pies ya estaba comigo, informándome bien de lo que había de hacer y decir. De allí se fue a el notario. Hablóle, diciendo conocerme por hijo de padres muy honrados y nobles en España, que no era posible creerse cosa semejante de un caballero como yo y, en caso que fuera verdad, no era mucho de maravillar que con la mocedad, viéndome, si acaso lo estaba, con alguna necesidad o apretado de la hambre, me hubiese atrevido para redimirla; empero que todo era de poca o ninguna consideración y ratería de que no se debiera hacer caso, tanto por su poca sustancia, cuanto por mi mucha calidad y de mi linaje. Con estas buenas palabras y su mejor favor, me puso dentro de dos horas a la puerta de la cárcel. A Dios pluguiera que no, ni en aquellas otras tres, hasta que fuera muy bien de noche; mas, pues así sucedió, sea su bendito nombre loado para siempre. El pecado, portero que siempre me perseguía en los umbrales de las casas, no se olvidó entonces en los de la cárcel. Pues antes que me dejase sacar el pie a la calle, a la misma salida di de ojos con el Maestredata, que andaba solicitando la soltura de un preso. Como me vio y conoció, diome tal rempujón adentro, que me hizo caer de espaldas en el suelo y, cargándose sobre mí, dijo al portero que echase el golpe. Hízolo y quedéme dentro. Volviéronme a encerrar. Púsome acusación, apretándome de manera que ruegos ni el interés de la saya fueron parte para que se bajase de la querella. Era hombre que podía. Hiciéronse todas las posibles diligencias. Ni me valió información de hidalguía ni mi poca edad, para que a buen librar y como si me lo dieran de limosna, por vía de transación y concierto y con todo el favor del mundo, me dieron una pesadumbre -y tal, que no se me caerá para siempre. Por camisas fue y sin ella me sacaron de medio cuerpo arriba, echándome desterrado de allí para siempre. Con lo cual se quedó el majadero sin la saya. Ved a lo que llega un hombre necio batanado que quiso más hacerme mal que cobrar su hacienda. A mí me fue forzoso dejar la tierra y compañía. Recogí la pobreza que había llegado y salí de allí, vagando por toda Italia, hasta llegar a Bolonia, donde me recibió en su servicio Alejandro. El cual tiene por trato salir a corredurías fuera de su tierra y, en haciendo la cabalgada, se vuelve a sagrado con ella.

Cuando nos hallamos en Roma en el fracaso de Vuestra Merced, sólo era nuestro fin aguardar que se levantase alguna pelaza, de donde con seguridad pudiéramos alzar algún par de capas o sombreros; mas como no hubo tiempo, trazamos luego de hacer el hurto, haciéndome cabeza de lobo, como siempre tenían costumbre, para sacar ellos en todo mal suceder las manos limpias.

Esto me venía diciendo, cuando llegamos a el fin de la jornada. Quedóse así la plática, entrándonos en la hostería, donde se nos dio lo necesario para pasar luego el camino adelante.

 

CAPÍTULO IX

NAVEGANDO GUZMÁN DE ALFARACHE PARA ESPAÑA, SE MAREÓ SAYAVEDRA;

DIOLE UNA CALENTURA, SALTÓLE A MODORRA Y PERDIÓ EL JUICIO. DICE QUE ÉL

ES GUZMÁN DE ALFARACHE Y CON LA LOCURA SE ARROJÓ A LA MAR,

QUEDANDO AHOGADO EN ELLA

Trujimos tan próspero tiempo a la salida de Génova, que, cuando el sol salió el martes, habíamos doblado el cabo de Noli, como está dicho, y hasta llegar a las Pomas de Marsella tuvimos favorable viento. Allí esperamos hasta la prima rendida, siéndonos todo siempre apacible, porque corría un fresco levante, con el cual navegamos hasta el siguiente día en la tarde, que se descubrió tierra de España, con general alegría de cuantos allí veníamos.

La fortuna, que ni es fuerte ni una, sino flaca y varia, comenzó a mostrarnos la poca constancia suya en grave daño nuestro, y -hablando aquí agora por los términos y lenguaje que a los marineros entonces les oí- cubrióse todo el cielo por la banda del maestral con oscuras y espesas nubes, que despedían de sí unos muy gruesos goterones de agua. Faltónos este viento, comenzando a entristecer los corazones, que parecía tener encima dellos aquella negregura tenebrosa; lo cual visto por los consejeros y pilotos, hicieron junta en la popa, con ánimo de prevenirse de remedio contra tan espantosas amenazas. Cada uno votaba lo que más le parecía importante; mas viendo cargar el viento en demasía, sin otra resolución alguna ni esperarla, fue menester amainar de golpe la borda, que llaman ellos la vela mayor, y, poniéndola en su lugar, sacaron otra más pequeña, que llaman el marabuto, vela latina de tres esquinas a manera de paño de tocar. Hicieron a medio árbol tercerol, previniéndose de lo más necesario. Pusieron los remos encima de los filares. A los pasajeros y soldados los hicieron bajar a las cámaras, muy contra toda su voluntad. Comenzaron a calafatear las escotillas de proa, no faltando en todo la diligencia que importaba para salvar las vidas que tan a peligro estaban.

Cerróse la noche y con ella nuestras esperanzas de remedio, viendo que nada se aplacaba el temporal. Por lo cual, para evitar que los daños no fuesen tantos, mandaron poner fanales de borrasca. La mar andaba entonces por el cielo, abriéndose a partes hasta descubrir del suelo las arenas. Fue necesario poner en el timón de asistencia un aventajado. El cómitre se hizo atar a el estanterol en una silla, determinado de morir en aquel puesto sin apartarse del, o de sacar en salvamento la galera.

Allí le preguntábamos algunos a menudo, y muchas más veces de las que él quisiera, si corríamos mucho riesgo. Ved nuestra ceguera, que lo creyéramos más de su boca que de la vista de ojos, donde ya se nos representaba la muerte. Mas parecíanos de consuelo su mentira, como la del médico suele ser para el del afligido y enfermo padre que pregunta por la salud y vida del hijo, si por ventura ya es difunto, y responde que tiene mejoría. Desta manera, por animarnos decía que todo era nada, y dijo verdad, para lo que después a cabo de poco sobrevino. Porque no dejándonos el viento pedazo de la vela sano, y tanto, que fue necesario subir el treo, que es otra vela redonda con que se corren las tormentas, quiso nuestra desgracia que viniese sobre nosotros una galera mal gobernada y, embistiéndonos por la popa, nos echó gran parte a la mar, y diolo a tiempo que juntamente saltó el timón en que sólo teníamos esperanza, viéndonos faltos della y dél, ya rendidos a el mar y sin remedio. Mas para no dejar de usar de todos los que pudieran en alguna manera dárnoslo, hicieron pasar los dos remos de las espaldas a las escalas, de donde nos íbamos gobernando con grandísimo trabajo. ¿Qué pudiera yo aquí decir de lo que vi en este tiempo? ¿Qué oyeron mis oídos, que no sé si se podría decir con la lengua o ser creído de los estraños? ¡Cuántos votos hacían! ¡A qué varias advocaciones llamaban! Cada uno a la mayor devoción de su tierra. Y no faltó quien otra cosa no le cayó de la boca, sino su madre. Qué de abusos y disparates cometieron, confesándose los unos con los otros, como si fueran sus curas o tuvieran autoridad con que absolverlos. Otros decían a voces a Dios en lo que le habían ofendido y, pareciéndoles que sería sordo, levantaban el grito hasta el cielo, creyendo con la fuerza del aliento levantar allá las almas en aquel instante, pareciéndoles el último de su vida.

Desta manera padeció la pobre y rendida galera con los que veníamos en ella, hasta el siguiente día, que con el sol y serenidad cobramos aliento y todo se nos hizo alegre. Verdaderamente no se puede negar que de dos peligros de muerte se teme mucho más el más cercano, porque del otro nos parece que podríamos escapar; empero en mí esta vez no temí tanto aquesta tormenta ni sentí el peligro, respeto del temor de arribar: no por el mar, mas por la infamia. Harto decía yo entre mí, cuando pasaban estas cosas, que por mí solo padecían los más, que yo era el Jonás de aquella tormenta.

Sayavedra se mareó de manera que le dio una gran calentura y brevemente le saltó en modorra. Era lástima verle las cosas que hacía y disparates que hablaba, y tanto que a veces en medio de la borrasca y en el mayor aflicto, cuando confesaban los otros los pecados a voces, también las daba él, diciendo: -¡Yo soy la sombra de Guzmán de Alfarache! ¡Su sombra soy, que voy por el mundo!

Con que me hacía reír y le temí muchas veces. Mas, aunque algo decía, ya lo vían estar loco y lo dejaban para tal. Pero no las llevaba comigo todas, porque iba repitiendo mi vida, lo que della yo le había contado, componiendo de allí mil romerías. En oyendo a el otro prometerse a Montserrate, allá me llevaba. No dejó estación o boda que comigo no anduvo. Guisábame de mil maneras y lo más galano -aunque con lástima de verlo de aquella manera-, de lo que más yo gustaba era que todo lo decía de sí mismo, como si realmente lo hubiese pasado.

Últimamente, como de la tormenta pasada quedamos tan cansados, la noche siguiente nos acostamos temprano, a cobrar la deuda vieja del sueño perdido. Todos estábamos tales y con tanto descuido, la galera por la popa tan destrozada, que levantándose Sayavedra con aquella locura, se arrojó a la mar por la timonera, sin poderlo más cobrar. Que cuando el marinero de guardia sintió el golpe, dijo a voces: «¡Hombre a la mar!» Luego recordamos y, hallándolo menos, le quisimos remediar; mas no fue posible, y así se quedó el pobre sepultado, no con pequeña lástima de todos, que harto hacían en consolarme. Sinifiqué sentirlo, mas sabe Dios la verdad.

Otro día, cuando amaneció, levantéme luego por la mañana, y todo él casi se me pasó recibiendo pésames, cual si fuera mi hermano, pariente o deudo que me hiciera mucha falta, o como si, cuando a la mar se arrojó, se hubiera llevado consigo los baúles. «Aquesos guarde Dios -decía yo entre mí-; que los más trabajos fáciles me serán de llevar.» No sabían regalo que hacerme ni cómo -a su parecer- alegrarme; y para en algo divertirme de lo que sospechaban y yo fingía, pidieron a un curioso forzado cierto libro de mano que tenía escrito y, hojeándolo el capitán, vino a hallarse con un c[a]so que por decir en el principio dél haber en Sevilla sucedido, le mandó que me lo leyese.

Y, pidiendo atención, se la dimos y dijo: «-En Sevilla, ciudad famosísima en España y cabeza del Andalucía, hubo un mercader estranjero, limpio de linaje, rico y honrado, a quien llamaban Micer Jacobo. Tuvo dos hijos y una hija de una señora noble de aquella ciudad. Ellos dotrinados con mucho cuidado, en virtud y crianza y en todo género de letras tocantes a las artes liberales, y ella en cosas de labor, con exceso de curiosidad, por haberse criado en un monasterio de monjas desde su pequeña edad, a causa de haber fallecido su madre de su mismo parto…..[Cuento intercalado de Dorotea y Bonifacio]

Desembarcamos en Barcelona, donde diciéndole a mi amigo el capitán Favelo que había votado en la tormenta de no hacer tres noches en parte alguna de toda España hasta llegar a Sevilla y visitar la imagen de Nuestra Señora del Valle, a quien me había ofrecido y héchole cierta promesa, si de allí escapase, llególe a el alma perder mi compañía. Mas no pude hacer otra cosa, que temí no viniesen en mi seguimiento con alguna saetía o algún otro bajel. Compré tres cabalgaduras en que llevar mi persona y los baúles. Recebí un criado y, diciendo ir mi viaje, sin que alguno supiese lo contrario, nos despedimos como para siempre.

 

Libro tercero de la Segunda Parte de

Guzmán de Alfarache

 

DONDE REFIERE TODO EL RESTO DE SU MALA VIDA, DESDE QUE A ESPAÑA

VOLVIÓ HASTA QUE FUE CONDENADO A LAS GALERAS Y ESTUVO EN ELLAS

 

CAPÍTULO PRIMERO

DESPEDIDO GUZMÁN DE ALFARACHE DEL CAPITÁN FAVELO, DICIÉNDOLE IR A SEVILLA, SE FUE A ZARAGOZA, DONDE VIO EL ARANCEL DE LOS NECIOS

 

CAPÍTULO II

SALE GUZMÁN DE ALFARACHE DE ZARAGOZA; VASE A MADRID, ADONDE HECHO MERCADER LO CASAN. QUIEBRA CON EL CRÉDITO, Y TRATA DE ALGUNOS ENGAÑOS DE MUJERES Y DE LOS DAÑOS QUE LAS CONTRAESCRITURAS CAUSAN,

Y DEL REMEDIO QUE SE PODRÍA TENER EN TODO

Luego que a casa llegué, me fui derecho a el pozo y, fingiendo quererme refrescar, porque mi criado no sintiera mi desgracia, le hice sacar dos calderos de agua. Con el uno me lavé las manos y con el otro la boca, que casi la desollé y no estaba bien contento ni satisfecho de mí. En toda la noche no pude cobrar sueño, considerando en la verdad que la mujer me había confesado, que me acordaría de sus manos para en toda mi vida. Ved si la dijo, pues aún hago memoria dellas para los que de mí sucedieren. Yo aseguro que no se hizo tanta de las de la griega Helena ni de la romana Lucrecia. Cuando daba en esto, la conversación de la otra me destruía. Quería olvidarlo todo y acudía por el otro lado la memoria del guijarro; alterábaseme otra vez el estómago. ¿Qué ha de ser esto desta noche? ¿Cuándo habemos de acabar con tantos? Que si de una parte me cerca Duero, por otra Peñatajada.

Decía, considerando entre mí: «Si aquesta pequeña burla, no más de por haberlo sido, la siento tanto, ¿cómo lo habrán pasado mis parientes con la pesada que les hice? ¿Cuando aquesto así duele, qué hará con guindas?»

Ya lo pasaba en esto, ya en lo que había de hacer el siguiente día, cómo y de qué me había de vestir; si había de arrojar la cadena del día de Dios, de las fiestas terribles; por dónde había de pasear, qué palabras me atrevería a decir para moverla, o qué regalo le podría enviar con que obligarla.

Luego volvía diciendo: «¿Si mañana hallase aquella mozuela, qué le haría? ¿Pondríale las manos? No. ¿Quitaréle lo que llevare? Tampoco. Pues tratar su amistad, menos.» Pues decíame yo a mí: «¿Para qué la quiero buscar? Ya conozco las buenas y diestras manos que trae por la tecla. Váyase con Dios. Allá se lo haya Marta con sus pollos. Que a fe que si le sobrara, que no se pusiera en aquel peligro.»

Mirábame a mí, conocíame, volvía considerando a solas: «¿Cuáles quejas podrá dar el carnicero lobo del simple cordero? ¿Qué agua le pone turbia, para que tanto dél se agravie? No puedo traer en una muy valiente acémila el oro, plata, perlas, piedras y joyas, que traigo robadas de toda Italia, ¡y acuso a esta desdichada por una miseria que me llevó, quizá forzada de necesidad! ¡Oh condición miserable de los hombres, qué fácilmente nos quejamos, cuán de poco se nos hace mucho y cómo muy mucho lo criminamos! ¡Oh majestad immensa divina, qué mucho te ofendemos, qué poco se nos hace y cuán fácilmente lo perdonas! ¡Qué sujeción tan avasallada es la que tienen los hombres a sus pasiones proprias! Y pues lo mejor de las cosas es el poderse valer dellas a tiempo, y conozco que se debe tener tanta lástima de los que yerran, como invidia de los que perdonan, quiéromela tener a mí. Allá se lo haya: yo se lo perdono.»

Así me amaneció. Ya la luz entraba escasamente por unas juntas de ventanas, cuando también por ellas pareció haber entrado un poco de sueño. Dejéme llevar y traspúseme hasta las nueve, sin decir esta boca es mía. No tanto me holgué por haber dormido, como de quedar dispuesto a poder velar la noche siguiente, sin quedar obligado a pagar por fuerza el censo en lo mejor de mi gusto, si acaso acertara otra vez a cobrarlo.

Levantéme satisfecho y deseoso. Fuime a misa, visité la imagen de Nuestra Señora del Pilar, que es una devoción de las mayores que hoy tiene la cristiandad. Gasté aquel día en paseos. Vi mi viuda, que saliendo a la ventana, se puso en el balcón a lavar las manos. Quisiera que aquellas gotas de agua cayeran en mi corazón, para si acaso pudieran apagar el fuego dél. No me atreví a hablar palabra. Púseme a una esquina. Miréla con alegres ojos y rostro risueño. Ella se rió y, hablando con las criadas que allí estaban dándole la toalla con la fuente y jarro, sacaron las cabezas afuera y me miraron.

Ya con esto me pareció hecho mi negocio. Atiesé de piernas y pecho y, levantado el pescuezo, dile dos o tres paseos, el canto del capote por cima del hombro, el sombrero puesto en el aire y llevando tornátiles los ojos, volviendo a mirar a cada paso, de que no poco estaban risueñas y yo satisfecho. Tanto me alargué, tan descompuesto anduve, como si fuera negocio hecho y corriera la casa por mi cuenta, y a todo esto estuvo siempre queda, sin quitarse de la ventana.

Paseábanla muchos caballeros de muy gallardos talles y bien aderezados; empero, a mi juicio, ninguno como yo. A todos les hallé faltas, que me parecían en mí ventajas y sobras. A unos les faltaban los pies, y piernas a otros; unos eran altos, otros bajos, otros gordos, otros flacos, los unos gachos y otros corcovados. Yo sólo era para mí el solo, el que no padecía ecepción alguna y en quien estaba todo perfeto y sobre todo más favorecido, porque a ninguno mostró el semblante que a mí. Acercóse la noche, levantóse de la ventana, volvió la vista hacia donde yo estaba y entróse adentro.

Fuime a la posada, rico y pensativo en lo que había de hacer. Quiso venir el huésped a tenerme conversación; pero, como ya de nada gustaba más de mis contemplaciones, díjele que me perdonase, que me importaba ir fuera. Cené y, tomando mi espada, salí de casa en demanda de mi negocio.

Veréis cuál sea la mala inclinación de los hombres, que con haber hecho aquel discurso en favor de la mujer que me llevó aquella miseria, me picaban tábanos por hallarla y di cien vueltas aquella noche por la propria calle, pareciéndome que pudiera ser volver a verla otra vez en el mismo puesto, sin saber por qué o para qué lo hacía, mas de así a la balda, hasta hacer hora. Ya, cuando vi que lo era, fuime mi calle adelante, y a el entrar en la del Coso, por una encrucijada casi frontera de la casa de mi dama, devisé desde lejos dos cuadrillas de gente, unos a la una parte y otros a la otra.

Volvíme a retirar adentro y, parado a una puerta, consideraba: «Yo soy forastero. Esta señora tiene las prendas y partes que todo el mundo conoce. Pues a fe que no está la carne en el garabato por falta de gato. No es mujer ésta para no ser codiciada y muy servida. Éstos aquí no están esperando a quien dar limosna. Yo no sé quién son o lo que pretenden, si son amigos y todos una camarada, o si alguno dellos es interesado aquí. Si me cogen por desgracia en medio, no digo yo manteado, acribillado y como del coso agarrochado, por ventura me dejaran muerto. La tierra es peligrosa, los hombres atrevidos, las armas aventajadas, ellos muchos, yo solo. Guzmán, ¡guarte no sea nabo! Y si son enemigos y quieren sacudirse, yo no los he de poner en paz; antes he de sacar la peor parte, ya sea por aquí, ya por allí. Volvámonos a casa, que es lo más cierto. Más a cuento me viene mirar por mis baúles y salirme de lugar que no conozco ni soy conocido. Que a quien se muda, Dios le ayuda.»

Di la vuelta en dos pies y en cuatro trancos llegué a mi posada. Recogíme a dormir con mejor gana y menos penas que la noche pasada. Que verdaderamente no hay así cosa que más desamartele, que ver visiones. Desta manera me determiné a salir de allí el siguiente día y así lo hice.

Víneme poco a poco acercando a Madrid, y, cuando me vi en Alcalá de Henares, me detuve ocho días, por parecerme un lugar el más gracioso y apacible de cuantos había visto después que de Italia salí. Si la codicia de la Corte no me tuviera puestas en los pies alas, bien creo que allí me quedara, gozando de aquella fresquísima ribera, de su mucha y buena provisión, de tantos agudísimos ingenios y otros muchos entretenimientos. Empero, como Madrid era patria común y tierra larga, parecióme no dejar un mar por el arroyo. Allí al fin está cada uno como más le viene a cuento. Nadie se conoce, ni aun los que viven de unas puertas adentro. Esto me arrastró, allá me fui.

Estaba ya todo muy trocado de como lo dejé. Ni había especiero ni memoria dél. Hallé poblados los campos; los niños, mozos; los mozos, hombres; los hombres, viejos, y los viejos, fallecidos; las plazas, calles, y las calles muy de otra manera, con mucha mejoría en todo. Aposentéme por entonces muy a gusto, y tanto, que sin salir de la posada estuve ocho días en ella divertido con sólo el entretenimiento de la huéspeda, que tenía muy buen parecer, era discreta y estaba bien tratada.

Hízome regalar y servir los días que allí estuve con toda la puntualidad posible. En este tiempo anduve haciendo mi cuenta, dando trazas en mi vida, qué haría o cómo viviría. Y al fin de todas ellas vence la vanidad. Comencé mi negocio por galas y más galas. Hice dos diferentes vestidos de calza entera, muy gallardos. Otro saqué llano para remudar, pareciéndome que con aquello, si comprase un caballo, que quien así me viera, y con un par de criados, fácilmente me compraría las joyas que llevaba. Púselo por obra. Comencé a pavonear y gastar largo. La huéspeda no era corta, sino gentil cortesana. Dábame cañas a las manos en cuanto era mi gusto.

Aconteció que, como frecuentasen mi visita muchas de sus amigas, una dellas trujo en su compañía una muchachuela de muy buena gracia, hermosa como un ángel y, con ser tan por estremo hermosa, era mucho más vellosa. Hícele el amor; mostróse arisca. Dádivas ablandan peñas. Cuanto más la regalé, tanto más iba mostrándoseme blanda, hasta venir en todo mi deseo. Continué su amistad algunos días, en los cuales nunca cesó, como si fuera gotera, de pedir, pelar y repelar cuanto más pudo, tan sútil y diestramente cual si fuera mujer madrigada, muy cursada y curtida; empero bastábale la dotrina de su madre. Pidióme una vez que le comprase un manteo de damasco carmesí, que vendía un corredor a la Puerta del Sol, con muchos abollados y pasamanos de oro, y no querían por él menos de mil reales. Pareciéndome aquello una excesiva libertad (porque, aunque me tenía un poco picado, no lo había hecho tan mal con ella que ya no le hubiese dado más de otros cien escudos y que, si así me fuese dejando cargar a su paso, en tres boladas no quedara bolo enhiesto), no se lo di. Enojóse: no se me dio nada. Sintióse: dime por no entendido. Indignáronse madre y hija: callé a todo, hasta ver en qué paraba. No me vinieron a visitar ni yo las envié a llamar. Entraron en consejo con mi huéspeda, que fueron todas el lobo y la vulpeja y tres al mohíno.

Veis aquí, cuando a mediodía estaba comiendo muy sin cuidado de cosa que me lo pudiera dar, donde veo entrar por mi aposento un alguacil de corte. «¡Ah cuerpo de tal! Aquí morirá Sansón y cuantos con él son. Mi fin es llegado», dije. Levantéme alborotado de la mesa y el alguacil me dijo: -Sosiéguese Vuestra Merced, que no es por ladrón.

-«Antes no creo que puede ser por otra cosa» -dije entre mí-. ¿Ladrón dijistes? Creí que lo decía por donaire y por esa causa quería prenderme.

Turbéme de modo, que ni acertaba con palabra ni sabía si huir, si estarme quedo. Teníanme tomada la puerta los corchetes, la ventana era pequeña y alta de la calle. No pudiera con tanta facilidad arronjarme por ella, que primero no me cogieran y, cuando pudiera escapar de sus manos, me matara. Últimamente, con toda mi turbación, como pude le pregunté qué mandaba. Él, con la boca llena de risa y muy sin el cuidado que yo estaba, metiendo la mano en el pecho sacó dél un mandamiento en que me mandaban prender los alcaldes por lo que ni comí ni bebí.

«Por estupro» -diréis-. «Válgate la maldición por hembra, y a mí, si sé lo que te pides y no mientes como cien mil diablos.» Juréle ser falsedad y testimonio. El alguacil, riéndose, me dijo que así lo creía; empero que no podía exceder del mandamiento ni soltarme. Que tomase la capa y me fuese con él a la cárcel. Vime desbaratado. Yo tenía los baúles cuales ya podrás imaginar. Mis criados no eran conocidos. Estaba en posada, donde me habían hecho la cama y quizá para tener achaque de robarme. Si allí los dejaba, quedaban como en la calle, y, si los quería sacar, no sabía dónde ponerlos. Pues ir a la cárcel es como los que se van a jugar a la taberna en la montaña, que comienzan por los naipes y acaban borrachos con el jarro en las manos. Pensando ir por poco, pudiera ser salir por mucho.

Estaba que no sabía lo que hacerme. Aparté a solas a el alguacil. Roguéle que por un solo Dios no permitiese mi perdición. Díjele que aquella hacienda quedaba en riesgo y perdida; que diese traza cómo no se me hiciese agravio, porque me robarían y que sólo aquese había sido el intento de aquella gente. Era hombre de bien, que no fue pequeña ventura, discreto, cortesano; sabía mi verdad, como quien conocía bien a la parte. Prometí de pagárselo muy a su gusto. Díjome que no tuviese pena, que haría lo que pudiese por servirme. Dejó allí los criados en mi guarda y salió a buscar a la parte, que habían con él venido y estaban en el aposento de la huéspeda. Fue y volvió con unos y otros medios.

Amenazólas que, si no lo hacían, había de jurar en mi favor la verdad y descubrir la bellaquería, si no se contentaban con lo que fuese bueno. Ellas, que vieron su pleito mal parado, lo dejaron todo en sus manos y concertónos en dos mil reales, que le fue por juramento a la madre que le había de pagar el manteo con el doblo y no la tendría contenta. Mas yo sé que lo quedó, porque no se lo debía. Paguéselos y, yéndonos a el oficio del escribano, se bajaron de la querella.

Costóme todo hasta docientos ducados y en media hora lo hicimos noche; mas no tuve aquélla en la posada ni más puse pie de para sacar mi hacienda y al punto alcé de rancho. Fuime a la primera que hallé, hasta que busqué un honrado cuarto de casa con gente principal. Compré las alhajas que tuve necesidad y puse mis pucheros en orden.

Cuando andaba en esto, encontréme una mañana con el mismo alguacil en las Descalzas y, después de haber ambos oído una misma misa, nos hablamos y juréle por el Sacramento que allí estaba que tal cargo no tuve aquella mujer, y díjome:

-Caballero, no es necesario ese juramento para lo que yo sé, cuanto más para lo que aquí es muy público. Yo conozco aquella mozuela, y con esta demanda que puso a Vuestra Merced son tres las querellas que ha dado en esta Corte por el mismo negocio. Dio la primera ante el vicario de la villa, de un pobre caballero de epístola, que vino aquí a cierto negocio. Era hijo de padres honrados y ricos. El cual, por bien de paz, les dejó en las uñas hasta la sotana y se fue, como dicen, en camisa. Después lo pidieron otra vez en la villa, querellándose a el teniente de un catalán rico, de quien también pelaron lo que pudieron; pero éste jurada se la tiene, que no le dejará la manda en el testamento. Agora se querelló, a los alcaldes, de Vuestra Merced, y si no fuera por parecerme de menor inconveniente pagarles aquel dinero que consentirse ir preso dejando su hacienda desamparada, verdaderamente no lo consintiera, hiciera mi oficio; empero del mal el medio. Que, aunque sin duda Vuestra Merced saliera libre, no pudiera ser con tanta brevedad, que no pasase algún tiempo en pruebas y respuestas. Con esto escusamos prisiones, grillos, visitas, escribanos, procuradores, daca la relación, vuelve de la relación. Que todo fuera dilación, vejación y desgusto. Más barato se hizo de aquella manera y con menos pesadumbre.

»Lo que como hidalgo y hombre de bien puedo a Vuestra Merced asegurar es que he servido a Su Majestad con esta vara casi veinte y tres años, porque va ya en ellos. Y que de todos cuantos casos he visto semejantes a éste, no he sabido de tres en más de trecientos, que se hayan pedido con justicia; porque nunca quien lo come lo paga o por grandísima desgracia. Siempre suele salir horro el dañador y después lo echan a la buena barba. Siempre suele recambiar en un desdichado, de quien pueden sacar honra y dineros o marido a propósito para sus menesteres. Él es como la seca, que el daño está en el dedo y escupe debajo del brazo. La causa es porque o luego el delincuente huye o es persona tal a quien sería de poca importancia pedirlo. Estas mozuelas ándanse por esas calles o en casa de sus amigas o en las de sus padres. Entra en la cocina el mozo, tiene lugar de hablarlas y ellas de responderle. Ambos están de las puertas adentro. Sóbrales el tiempo, no les falta gana, llega la ocasión y dejan asentada la partida. Y como sucede las más veces aquesto con gente pobre y luego él, en oliendo el tocino, se sale de casa y no parece, cuando los padres lo alcanzan a saber, para no quedarse sin el fruto de sus trabajos, danle una fraterna y ellos mismos andan después a ojeo y la echan a la mano a persona tal, que saquen costo y costas de su mercadería. Y así viene quien menos culpa tiene a lavar la lana.

Entonces le pregunté: -Pues dígame Vuestra Merced, suplícole, si nunca los tales casos acontecen sino a solas, ¿quién hay que jure con verdad, si ella no da gritos para que se vea la fuerza y acude gente que los halle a entrambos en el acto?

Respondióme: -No es necesario ni en tales casos piden a el testigo que diga si los vio juntos, que sería infinito. Basta que depongan que los vieron hablar y estar a solas, que la besó, que los vieron abrazados o de las puertas adentro de una pieza, o tales actos que se pueda dellos presumir el hecho. Porque con esto y la voz que ella misma se pone de haber sido forzada, hallándola ya las matronas como dice, bastan para prueba. Yo vi en esta corte un caso muy riguroso y el mayor que Vuestra Merced habrá oído. Aquí estuvo una dama muy hermosa y forastera, la cual venía ladrada de su tierra, no con otro fin que a buscar la vida. Tratóse como doncella y en ese hábito anduvo algunos días. Pretendióla cierto príncipe y, habiéndole hecho escritura por ochocientos ducados, en que con él concertó su honor, diciendo quererlos para su casamiento, no pagándoselos a el plazo, ejecutó y cobró. Después de allí a pocos años, que no pasaron cuatro, siendo favorecida de cierto personaje, hizo un escabeche, con que, habiendo tratado con cierto estranjero, querelló dél. Y alegando el reo contra ella la escritura original y la paga del interés, lo condenaron y pagó. Allá dijo que no hubo, que sí hubo. En resolución, la mujer en cada lugar cobraba dos y tres veces lo que no vendía, y desta manera pasaba. Vuestra Merced no se tenga por mal servido en lo hecho, porque libró muy bien. Que a fe que los testigos decían ensangrentados, aunque no lo quedó ella.

Despedímonos y fuese. Yo quedé admirado de oír semejante negocio. De allí me fui deslizando poco a poco en la consideración de cuán santa, cuán justa y lícitamente había proveído el Santo Concilio de Trento sobre los matrimonios clandestinos. ¡Qué de cosas quedaron remediadas! ¡Qué de portillos tapados y paredes levantadas! Y cómo, si la justicia seglar hiciera hoy otro tanto en casos cual el mío, no hubiera el quinto ni el diezmo de las malas mujeres que hay perdidas. Porque real y verdaderamente, hablándola entre nosotros, no hay fuerza, sino grado. No es posible hacerla ningún hombre solo a una mujer, si ella no quiere otorgar con su voluntad. Y si quiere, ¿qué le piden a él?

Diré lo que verdaderamente aconteció en un lugar de señorío en el Andalucía. Tenía un labrador una hija moza, de quien se enamoró un mancebo, hijo de vecino de su pueblo, y, habiéndola gozado, cuando el padre della lo vino a saber, acudió a una villa, cabeza de aquel partido, a querellarse del mozo. El alcalde tuvo atención a lo que decían y, después de haber el hombre informádole muy a su placer del caso, le dijo: «¿Al fin os querelláis de aquese mozo, que retozó con vuestra muchacha?» El padre dijo que sí, porque la deshonró por fuerza.

Volvió el alcalde a preguntar: «Y decidme, ¿cuántos años tiene él y ella?» El padre le respondió: «Mi hija hace para el agosto que viene veinte y un años y el mozuelo veinte y tres.»

Cuando el alcalde oyó esto, enojado y levantándose con ira del poyo, le dijo: «¿Y con eso venís agora? ¡Él de veinte y tres y ella de veinte y uno! Andá con Dios, hermano. ¡Ved qué gentil demanda! Volvedos en buen hora, que muy bien pudieron herlo.»

Si así se les respondiese con una ley en que se mandase que mujer de once años arriba y en poblado no pudiese pedir fuerza, por fuerza serían buenas. No hay fuerza de hombre que le valga, contra la que no quiere. Y cuando una vez en mil años viniese a ser, no se había de componer a dinero ni mandándolos casar -salvo si no le dio ante testigos palabras dello-, no había de haber otro medio que pena personal, según el delito, y que saliese a la causa el fiscal del rey, para que no pudiese haber ni valiese perdón de parte. Yo aseguro que desta manera ellos tuvieran miedo y ellas más vergüenza. Porque quitándoles esta guarida, desconfiadas, no se perderían. Si fue su voluntad, ¿qué piden? Si no tienen, que no engañen….

…Pagué lo que no pequé, troqué lo que no comí. Puse mi casa, recogíme con lo que tenía, porque temía no me sucediese con otra huéspeda lo que con la pasada. Y porque también recelaba que aquel collar y cinta que me había enviado el tío, siendo piezas de tanto valor, pudieran ser por la fama descubiertas, quíseme retirar a solas a mi casa y en parte donde con secreto pudiese deshacerlo. Así lo hice. Desclavé las piedras a punta de cuchillo, quité las perlas, puse cada cosa de por sí. Metí en un grande crisol todo el oro, no de una vez, que no cupo, sino en seis o siete, y así lo fundí, yéndolo aduzando con un poco de solimán, que yo sabía un poquito del arte. Y teniendo un riel prevenido, lo fue de mi espacio haciendo barretas.

Parecióme cordura que por sus hechuras no quedase deshecha la mía, y tuve por mejor perderlas que perderme. Híceme tratante con aquellas piedras, informándome muy bien primero del valor dellas y de cada una, haciéndolas engastar en cruces, en sortijas, en arracadas y otras joyas, donde mejor se podían acomodar, diferenciado el engaste. De manera que con el oro mismo y las proprias piedras hice diferentes piezas, que unas vendidas, otras fiadas a desposados, y rifadas muchas, perdí muy poco de lo que de otra manera se pudiera ganar y con menos pesadumbre de riesgo.

Mi caudal crecía, porque ya me había hecho muy gentil mohatrero. Crédito no me faltaba, porque tenía dinero. Dábanse junto a mi casa unos solares para edificar. Parecióme comprar uno, por tener una posesión y un rincón proprio en que meterme, sin andar cada mes con las talegas de las alcomenías a cuestas, mudando barrios. Concertéme, paguélo en reales de contado y cargáronme dos de censo perpetuo en cada un año. Labré una casa, en que gasté sin pensarlo ni poderme volver atrás más de tres mil ducados. Era muy graciosa y de mucho entretenimiento. Pasaba en ella y con mi pobreza como un Fúcar. Y así acabara, si mi corta fortuna y suerte avarienta no me salieran a el encuentro, viniéndose a juntar el tramposo con el codicioso.

Como mi casa estaba tan bien puesta, mi persona tan bien tratada y mi reputación en buen punto, no faltó un loco que me codició para yerno. Parecióle que todo yo era de comer y que no tenía dentro ni pepita que desechar. Aun ésta es otra locura, casar los hombres a sus hijas con hijos de padres no conocidos. Mirá, mirá, tomá el consejo de los viejos: «A el hijo de tu vecino mételo en tu casa.» Sabes qué mañas, qué costumbres tiene, si tiene, si sabe, si vale; y no un venedizo, que pudieran otro día ponérselo desde su casa en la horca, si acaso lo conocieran.

Era también mohatrero como yo, que siempre acude cada uno a su natural. Tanto se me vino a pegar, que me llegó a empegar. Casóme con su hija y otra no tenía. Estaba rico. Era moza de muy buena gracia. Prometióme con ella tres mil ducados. Dije de sí.

Él, como era vividor, sólo buscaba hombre de mi traza, que supiese trafagar con el dinero. Y en aquesto tuvo razón, porque mucho más vale un yerno pobre que sepa ser vividor, que rico y gran comedor. Mejor es hombre necesitado de dineros, que dineros necesitados de hombre.

Aqueste se aficionó de mí. Tratáronse los conciertos y efetuáronse las bodas. Ya estoy casado, ya soy honrado. La señora está en mi casa muy contenta, muy regalada y bien servida. Pasáronse algunos días, y no fueron muchos, cuando, llevándonos mi suegro un domingo a comer a su casa, después de alzadas mesas, que nos quedamos los tres a solas, díjome así:

-Hijo, como ya con los años he pasado por muchos trabajos y veo que sois mozo y estáis a el pie de la cuesta, para que lleguéis a lo alto della descansado y no volváis a caer desde la mitad, os quiero dar mi parecer, como quien tanto es interesado en vuestro bien; que de otra manera, no tenía para qué daros parte de lo que pretendo. Lo primero habéis de considerar que, si un maravedí sacardes del caudal con que tratáis, que se os acabará muy presto, cuando sea muy grueso. También habéis de hacer cómo con vuestro buen crédito paséis adelante. Y, si habéis de ser mercader, seáis mercader, poniendo aparte todo aquello que no fuere llaneza, pues no se negocia ya sino con ella y con dinero: cambiar y recambiar. Yo procuraré iros dando la mano cuanto más pudiere siempre. Y porque, lo que Dios no quiera, si alguna vez diere vuelta el dado y no viniere la suerte como se desea, purgaos en salud, preveníos con tiempo de lo que os puede suceder. Otorgaránse luego dos escrituras y dos contraescrituras. La una sea confesando que me debéis cuatro mil ducados, que os presté, de la cual os daré luego carta de pago como la quisierdes pintar. Y ambas las guardaremos para si fueren menester; aunque mucho mejor sería que tal tiempo nunca llegase ni lo viésemos por nuestra puerta. La otra será: yo haré que os venda mi hermano quinientos ducados que tiene de juro en cada un año y haráse desta manera. No faltará un amigo cajero, que por amistad haga muestra del dinero, para que pueda el escribano dar fe de la paga, o ahí lo tomaremos y nos lo prestarán en el banco a trueco de cincuenta reales. Y cuando se haya otorgado la escritura de venta, vos le volveréis a dar a él poder en causa propria, confesando que aquello fue fingido; mas que real y verdaderamente siempre los quinientos ducados fueron y son suyos.

Parecióme muy bien, por ser cosa que pudiera importar y nunca dañar. Hízose así como lo trazó el maestro y como aquel que de bien acuchillado sabía cómo se había de preparar el atutia, pues ya tenía el camino andado y con la misma traza se había enriquecido.

Desta manera fui negociando algún tiempo, siendo siempre puntual en todo. Y como la ostentación suele ser parte de caudal por lo que a el crédito importa, presumía de que mi casa, mi mujer y mi persona siempre anduviésemos bien tratados y en mi negociación ser un reloj. Era la señora mi esposa de la mano horadada y taladrada de sienes. Yo por mi negocio le comencé a dar mano y ella por el suyo tomó tanta, que con sus amigas en banquetes, fiestas y meriendas, demás de lo exorbitante de sus galas y vestidos, con otros millares de menudencias, que como rabos de pulpos cuelgan de cada cosa déstas, juntándose con la carestía que sucedió aquellos primeros años y la poca corresponsión que hubo de negocios, ya me conocí flaqueza, ya tenía váguidos de cabeza y estaba para dar comigo en el suelo. Faltaba muy poco para dejarme caer a plomo.

Nadie sabe, si no es el que lo lasta, lo que semejante casa gasta. Si en este tiempo se hiciera la ley en que dieron en Castilla la mitad de multiplicado a las mujeres, a fe que no sólo no se lo dieran, empero que se lo quitaran de la dote. Debían entonces de ayudarlo a ganar; empero agora no se desvelan sino en cómo acabarlo de gastar y consumir.

Hacienda y trato tenía yo solo para ser brevemente muy rico, y con la mujer quedé pobre. Como sólo mi suegro sabía tan bien como yo el debe y ha de haber de mi libro, no me faltaba el crédito, porque todos creyeron siempre que aquellos quinientos ducados eran míos. Con aquella sombra cargué cuanto más pude, hasta que, no pudiendo sufrir el peso, me asenté como edificio falso.

Llegábase ya el tiempo de las pagas, que, aunque siempre corre, para los que deben vuela y es más corto. Vime apretado. No podía sosegar ni tener algún reposo. Fuime a casa de mi suegro a darle cuenta de mi cuidado. Él me alentó cuanto más pudo, diciendo que no desmayase, pues teníamos el remedio a las manos, de puertas adentro de nuestra casa.

Tomó la capa y fuímonos mano a mano los dos a el oficio de un escribano de provincia, grande amigo suyo, y llevándolo a Santa Cruz, que es una iglesia que está en la misma plaza, frontero de la cárcel y de los oficios, allí le hicimos en secreto relación del caso. Y dijo mi suegro:

-Señor N., este negocio le ha de valer a Vuestra Merced muchos ducados, y en la pesadumbre pasada que yo tuve bien sabe que no me llevó blanca ni derechos algunos de los que me tocaban en cuanto el pleito duró. Mi yerno debe por otra escritura, primera que la mía, mil ducados, y está presentada y hechas diligencias en otro oficio; empero queremos que todo pase ante Vuestra Merced y en esta consideración ha de tratarnos como a sus amigos y servidores. Que yo quiero, no sólo no dejar de satisfacer esta merced, empero aquí mi hijo, el día que saliere, dará para guantes docientos escudos y yo quedo por su fiador. El escribano dijo:

-Haráse todo de la manera que Vuestra Merced fuere servido. Preséntese luego esa escritura de los cuatro mil ducados y concertaremos la décima con un amigo a quien daremos cuenta desta pretensión, para que lo haga por cualquiera cosa que le demos, y lo más déjese a mi cargo.

Mi suegro presentó su obligación y lleváronme preso. Ejecutóme toda la hacienda. Salió luego mi mujer con su carta de dote, con que ocuparon tanto paño, que faltaba mucho para cumplir el vestido. Porque, habiéndose ambos echado sobre la casa, obligaciones y muebles, no quedó ni se halló en

qué hincar el diente, que joyas y dineros ya los teníamos puestos en cobro. Cuando me vieron mis acreedores preso, acudió cada uno, embargándome por lo que le tocaba, presentando sus escrituras y contratos ante diferentes escribanos; empero, saliento a esto el nuestro, pidió que como a originario e habían todos de acumular a el que pasaba en su oficio, por ser el más antiguo y donde primero se pidió. Así lo mandaron los alcaldes, viendo ser cosa justificada.

Como vieron el mal remedio que con mis bienes tenían, acudieron luego a embargar los quinientos ducados de renta. Salió su dueño y defendiólos. Dijo el tío de mi mujer ser suyos. Comenzóse a trabar sobre todo un pleitecillo que pasaba de mil y quinientas hojas, así escrituras de obligaciones como testamentos, particiones, poderes y otra multitud grande que se vino a juntar de papeles. Cada uno que lo pedía para llevarlo a su letrado, como había de pagar a el escribano tantos derechos, temblaba. Pagábanlo unos; empero había otros que, viendo el pleito mal parado y metido a la venta la zarza, no lo querían y deseaban que se diesen medios en la paga, por no hacer más costas y echar la soga tras el caldero.

Vían que ya una vez puesto en aquello, no habían de salir con ello; antes me ayudaban a negociar, por ser el daño inremediable de otra manera. Pedí esperas por diez años. Fuéronmelas concediendo algunos. Juntóseles luego mi suegro y, como cargó a su parte la mayor, hicieron a los menos pasar por lo que los más; con que salí de la cárcel, quedando el escribano el mejor librado.

Deste bordo, aunque me puse braguero, fue de plata. Quedéme con mucha hacienda de los pobres que me la fiaron engañados en mi crédito. Hice aquella vez lo que solía hacer siempre; mas con mucha honra y mejor nombre. Que, aunque verdaderamente aquesto es hurtar, quédasenos el nombre de mercaderes y no de ladrones. En esto experimenté lo que no sabía de aqueste trato. Estas tretas hasta entonces nunca las alcancé. Parecióme cautela dañosísima y digna de grande remedio. Porque con las contraescrituras no hay crédito cierto ni confianza segura, siendo lo más perjudicial de una república, por causarse dellas la mayor parte de los pleitos, con las cuales muchos vienen de pobres a quedar muy ricos, dejando a los que lo eran perdidos y por puertas. Y siendo la intención del buen juez averiguar la verdad entre los litigantes para dar a cada uno su justicia, no es posible, porque anda todo tan marañado, que los que del caso son más inocentes quedan los más engañados y por el consiguiente agraviados.

La causa es porque, cuando quien trata el engaño, comienza dando traza en su cautela, es lo primero que hace tomarle a la verdad los pasos y puertos, de manera que nunca se averigüe, con lo cual, faltando esta luz, queda ciego el juez y sale triumfando la mentira del que no tiene justicia. Yo sé que no faltará quien diga que son las contraescrituras importantes para el comercio y trato; pero sé que le sabré decir que no son. Quien quisiere ayudar a otro con su crédito, déselo como fiador y no como encubridor de su malicia. [...]

Todas aquellas veces que el mercader pobre se quiere meter a mayor trato, pide para su crédito a un su pariente o amigo le dé algún juro de importancia o hacienda en confianza. De lo cual hace contraescritura, en que confiesa que, no obstante que aquello parece suyo, real y verdaderamente no lo es, y que se lo volverá siempre, cada y cuando que se lo pida. Con esto halla quien le fíe su hacienda. Ved quién somos, pues para los negros de Guinea, bozales y bárbaros, llevan cuentecitas, diles y caxcabeles; y a nosotros con sólo el sonido, con la sombra y resplandor destos vidritos nos engañan.

Si el trato sale bien, bien: vuélveseles a sus dueños lo que recibieron dellos; y si mal, hácenlo trampa y pleito de acreedores. Todo va con mal. El que dio la hacienda en confianza, vuelve a cobrarla con la contraescritura y los demás quédanse burlados. Cuando no quiere alguno pagar lo que debe, antes de llegar el plazo en que ha de pagar la deuda, vende o traspasa su hacienda en confianza, con alguna contraescritura. Y sucede que, cuando llega el plazo, es ya muerto el deudor que hizo la cautela, y el verdadero acreedor no puede cobrar. Porque aquel de quien se hizo confianza, encubre y calla la contraescritura, quédase con todo y va el difunto a porta inferi.

Para engañar con su persona, si quiere tratar de casarse con mucha dote, hace lo mismo: busca haciendas en confianza y como después de casado crecen las obligaciones y no pueden con el gasto, cobra lo suyo su dueño y quedan los desposados padeciendo necesidad. Luego, conocido el engaño, falta el amor y algunas y aun muchas veces llegan a las manos, porque la mujer no consiente que se venda su hacienda o no quiere obligarse a las deudas del marido.

Todo lo cual tendría facilísimo remedio, mandando que no hubiese tales contraescrituras ni valiesen, deshaciéndose las hechas, con que cada uno volviese a tomar en sí lo que desta manera tiene dado. Sabríase a el cierto la hacienda que tiene cada cual, si se le puede fiar o confiar; escusaríanse de los pleitos la mitad, por ser desta naturaleza y tener de aquí su principio los más de los que se siguen por Castilla.

CAPÍTULO III

PROSIGUE GUZMÁN DE ALFARACHE CON EL SUCESO DE SU CASAMIENTO, HASTA QUE SU MUJER FALLECIÓ, QUE VOLVIÓ A SU SUEGRO LA DOTE

¿Habéis bien considerado en qué labirinto quise meterme? ¿Qué me importa o para qué gasto tiempo, untando las piedras con manteca? ¿Por ventura podrélas ablandar? ¿Volveré blanco a el negro por mucho que lo lave? ¿Ha de ser de algún fruto lo dicho? Antes creo que me quiebro la cabeza y es gastar en balde la costa y el trabajo, sin sacar dello provecho ni honra. Porque dirán que para qué aconseja el que a sí no se aconseja. Que igual hubiera sido haberles contado tres o cuatro cuentos alegres, con que la señora doña Fulana, que ya está cansada y durmiéndose con estos disparates, hubiera entretenídose.

Ya le oigo decir a quien está leyendo que me arronje a un rincón, porque le cansa oírme. Tiene mil razones. Que, como verdaderamente son verdades las que trato, no son para entretenimiento, sino para el sentimiento; no para chacota, sino para con mucho estudio ser miradas y muy remediadas. Mas, porque con la purga no hagas ascos y la dejes de tomar por el mal olor y sabor, echémosle un poco de oro, cubrámosla por encima con algo que bien parezca. Vuélvome al punto de donde hice la digresión. Ya me alcé a mayores con lo más que pude, que fue mucho menos de lo que yo quisiera y había menester. Porque para grande carga es necesario grandes fuerzas. Que los que sobre arena fundan torres, muy presto dan con el edificio en tierra. Los que se hubieren de casar, ellos han de tener qué comer y ellas han de traer qué cenar. No son dote cuatro paredes y seis tapices, cuando para la primera entrada tengo de gastar en joyas y aderezos aquello con que busco mi vida. Gástase lo principal y quédome después con la necesidad: porque quien compra lo que no ha menester vende lo que ha menester. ¿De qué fruto es para un pobre hombre negociante seis pares de vestidos a su esposa, en que consume todo el caudal que tiene? ¿Por ventura podrá después tratar con ellos?

Estaba la señora mi mujer mal acostumbrada y poco prática en miserias. En casa de su padre lo había pasado bien y con mucho regalo, y en mi poder no menos hacíansele los trabajos muchos y duros. Con lo poco que me quedó volví a dar mis mohatras, con aquella libertad sicut erat in principio. Yo fiaba y mi suegro compraba, y a el contrario, como caían las pesas; empero nunca la mercadería salía de casa. Lo más ordinario era oro hilado, algunas veces plata labrada, joyas de oro, encajando bien las hechuras y con ello algunas bromas de que no se podía salir y habíamos comprado a menos precio.

Ganábase con que menos malpasar. Todo era poco, por serlo también el caudal, y así poco a poco nos los íbamos comiendo y consumiendo; empero a la dote no se tocaba. Siempre andaba en pie, por ser posesiones a quien jamás mi mujer consintió que se llegase, ni aun por lumbre. Dábamos la hacienda fiada por cuatro meses con el quinto de ganancia. El escribano -que lo teníamos a propósito y conocido, como lo habíamos menester- daba siempre fe del entrego de las mercaderías. Tomábalas luego en sí el corredor, que era nuestra tercera persona y una misma comigo y con el escribano. Llevábalas en su poder y dentro de dos horas llevaba el dinero a su dueño, con aquello menos en que decía que lo vendía; y quedábasenos en casa, recebía su carta de pago y a Dios con todos.

Teníamos por costumbre valernos de un ardid sutilísimo [...].

Yo bien sé que todo el tiempo que desto traté verdaderamente nunca me confesé y, si lo hice, no como debía ni más de para cumplir con la parroquia, porque no me descomulgasen. ¿Queréislo ver? Pues considerad si allí prometía la restitución, cuando lo tuviese y mejor pudiese, y juntamente la emienda de la vida, si entonces corrían quince, veinte y más obligaciones, y nunca fui a decir ni a hacer diligencia con los obligados en ellas, diciéndoles cómo aquella contratación fue ilícita y usuraria, que por descargo de mi conciencia, y para dignamente recebir el sacramento de la comunión, les quería rebatir y bajar todo lo que lícitamente no pude llevar. Si cuando me vinieron a pagar tampoco se lo volví, ¿qué intención fue aquesta? ¡Pardiós, mala!

Esto era lo que debía hacer. No lo hice ni hoy se hace. Dios nos dé conocimiento de nuestras culpas; cierto sé, si entonces acabara la vida, que corría el alma ciento de rifa. Gente maldita son mohatreros: ni tienen conciencia ni temen a Dios. [...]

Esperaba un día en que ordenar los que me quedaban por vivir. Nunca llegó, porque siempre me fié de mí, pareciéndome que, aunque pudiera con todos mentir, no a lo menos a mí mismo. Veis aquí cómo de confiarse uno de sí hace que se olvide de Dios, de donde nade perderse las haciendas y las almas. El enemigo mayor que tuve fue a mí mismo. Con mis proprias manos llamé a mis daños. De la manera que las obras buenas del bueno son el premio de su virtud, así los males que obra un malo vienen a serlo de su mayor tormento. Mis obras mismas me persiguieron; que los tratos ni los hombres fueran poca parte. Pero permite Dios que aquello que tomamos por instrumento para ofenderle, aqueso mismo sea nuestro verdugo.

No tanto sentía ya que me faltase la hacienda, que bien me sabía yo que los bienes y riqueza de fortuna con ella vienen y tras ella se van y que, cuanto más favorable se mostrare, menor seguro tiene. Sólo sentía que aquello mismo que había de ser mi alivio, mi mujer, aquella que con instancia pidió a su padre que la casase comigo y para ello puso mil terceros, el otro yo, la carne de mi carne y hueso de mis huesos, ésa se levantase contra mí, persiguiéndome sin causa, no más de por verme ya pobre. Y que llegase a tal punto su aborrecimiento, que contra toda verdad me levantase que estaba amancebado, que era un perdido y que con estas causas hallase favor con que tratar de apartarse de mí, no faltando letrado que se lo aconsejase, firmándolo de su nombre, que podía.

¡Dolor cruel! Verdaderamente, cuanto el matrimonio contraído es malo de desanudar, cuando está mal unido, es peor de sufrir. Porque la mujer sediciosa es como la casa que toda se llueve, y tanto cuanto resplandece más en prudencia y buen gobierno, cuando se quiere acomodar con la virtud, tanto más queda oscura, insufrible y aborrecida en apartándose della. ¡Qué facilidad tienen para todo! ¡Qué habilidad escotista para cualquiera cosa de su antojo! No hay juicio de mil hombres que igualen a solo el de una mujer, para fabricar una mentira de repente. Y aunque suelen decir que el hombre que apetece soledad tiene mucho de Dios o de bestia, yo digo que no es tanta la soledad que el solo padece, cuanta la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto.

Caséme rico: casado estoy pobre. Alegres fueron los días de mi boda para mis amigos y tristes los de mi matrimonio para mí. Ellos los tuvieron buenos y se fueron a sus casas; yo quedé padeciéndolos malos en la mía, no por más de por quererlo así mi mujer y ser presuntuosa. Era gastadora, franca, liberal, enseñada siempre a verme venir como abeja, cargado de regalos. No llevaba en paciencia verme salir por la mañana y que a mediodía volviese sin blanca. Perdía el juicio cuando vía que lo pasado faltaba. Pues ya -¡pobre de mí!- cuando del todo se acabó el aceite y sintió que se ardían las torcidas, cuando no habiendo qué comer ni adónde salirlo a buscar, se sacaban de casa las prendas para vender, ¡aquí era ello! Aquí perdió pie y paciencia. Nunca más me pudo ver. Aborrecióme, como si fuera su enemigo verdadero.

Ni mis blandas palabras, amonestaciones de su padre ni ruego de sus deudos, conocidos, ni de parientes, fueron parte para volverme a su gracia. Huía de la paz, porque la hallaba en la discordia; amaba la inquietud, por ser su sosiego; tomaba por venganza retirarse a solas, faltándome a la cama y mesa, y aun dejaba de comer muchas veces, porque sabía lo bien que la quería y que con aquello me martirizaba. No sabía ya qué hacerme ni cómo gobernarme, porque todo tenía dificultad en faltando la causa de su gusto, que sólo consistía en el mucho dinero.

Verdaderamente parece que hay mujeres que sólo se casan para hacer ensayo del matrimonio, no más de por su antojo, pareciéndoles como casa de alquiler: si me hallare bien, bien, y si mal, todo será hacerlo bulla, que no han de faltar un achaque y dos testigos falsos para un divorcio.[...]

Con todos hablo. Métanse la mano en el seno los que lo causan y los que lo favorecen, que todos andan en una misma renta. ¡Quién las ve los días de la boda, cómo todo anda de trulla! ¡Qué solícitos andan hasta el señor desposado, qué contentos y cómo gustan de los entretenimientos, de las mesas espléndidas! ¡Está la cama hecha de lana nueva, suave y blanda: háceseles dulce!

Acábese la moneda, falten las galas, no anden las cosas a una mano, como arroz: luego se corta la leche, al momento se pierde la gracia de muchos años, como con un pecado mortal. Sucédeles lo que a mí, que me perdí, no por inhabilidad ni falta de solicitud, que buena traza y mañas tuve; mas fue por lo que poco antes dije: son castigos de Dios, que, como es infinito, no tiene arancel ni está su poder limitado a castigar esto por esto y esotro por estotro. En una cosa nos dice sentencia cierta y pena de pecado, constituida ya para él, demás de otras que tocan a el alma y las que nacen de las circunstancias. La mía fue hacienda mal ganada, que me había de perder y perderla.

Pues ya, si acaso se casa una mujer y se halla después que la engañaron, porque su marido no tenía la hacienda que le dijeron y le fue necesario sacar las donas fiadas y a pocos días llega el mercader de la seda pidiendo lo que se le debe y el sastre por las hechuras o el alguacil por uno y otro: no hay de qué pagar y, si lo hay, es más forzoso comer, que con eso no se puede trampear ni dejarlo para otro día, por ser mandamiento de no embargante.

Aquí deshacen la rueda los pavones mirándose a los pies. Comiénzanse a marchitar las flores, acábaseles la fuga, el gusto y la paciencia. Hacen luego un gesto como quien prueba vinagre. Y si les preguntásedes entonces qué tienen, qué han o cómo les va de marido, responderán tapándose las narices: «¡Cuatridiano es, ya hiede! No alcen la piedra, no hablemos dél, dejémoslo estar, que da mal olor, trátese de otra cosa.» ¡Pues cómo, cuerpo de mi pecado, señora hermosa! No se queja Lázaro en el sepulcro de tus miserias, de donde no puede salir, dentro de las oscuras y fuertes cárceles, en el sepulcro de tus importunaciones, envestido en la mortaja de tu gusto, que siempre te lo procura dar a trueco, riesgo y costa del suyo, ligadas las manos y rendido a tu sujeción, tanto cuanto tú lo habías de estar a la suya; calla él, que tiene a cuestas la carga y ha de socorrer la necesidad y por ventura por ti está en ella y la padece; no se queja de verse ya podrido de tus impertinencias, viéndose metido entre los gusanos de tus demasías, que le roen las entrañas, tus desenvolturas en salir, tus libertades en conservar, tus exorbitancias en gastar y desperdiciar, en ir entonando tu condición, que tiene más mixturas y diferencias que un órgano; ¿y de cuatro días te hiede?[…]

Dale Dios marido -digo de otros- quieto, de buena traza, honrado, que con toda su diligencia busca un real con que la sustente y no le falte para sus untos y copetes. ¿Por qué de cuatro días dice que ya hiede? ¿Por qué te afliges y enfadas en que te traten dél? Murmuras de sus buenas obras, finges que te las finge, regulando por tu corazón el suyo. No quieres que lo desentierren y desentiérrasle tú hasta los huesos de todo su linaje, mintiendo y escandalizando a quien te oye, poniéndole mala voz, publicando a gritos lo que ni tú con verdad sabes ni en él cabe, no más de por injuriarlo y afrentarlo. Haces como mujer: eres mudable, y quiera Dios que tus mudanzas no nazcan -cuando esto anda desta traza- de ofensas cometidas contra Dios, contra él y contra ti.

Ya, pues aquí he llegado sin pensarlo y en este puerto aporté, quiero sacar el mostrador y poner la tienda de mis mercaderías, como lo acostumbran los aljemifaos o merceros que andan de pueblo en pueblo: aquí las ponen hoy, allí mañana, sin asiento en alguna parte y, cuando tienen vendido, vuélvense a su tierra. Vendamos aquí algo desta buena hacienda, saquemos a plaza las intenciones de algunos matrimonios, tanto para que se desengañen de su error las que por tales fines los intentan, como para que sepan que se saben, y es bien que les digamos lo mal que hacen, pues verdaderamente hacen mal, y luego nos volveremos a nuestro puesto.

Algunas toman estado, no con otra consideración más de para salir de sujeción y cobrar libertad. Parécele a la señora doncella que será libre y podrá correr y salir, en saliendo de casa de sus padres y entrando en las de sus maridos; que podrán mandar con imperio, tendrán qué dar y criadas en quien dar. Háceseles áspera la sujeción; paréceles que casadas luego han de ser absolutas y poderosas, que sus padres las acosan, que son sus verdugos y que serán sus maridos más que cera blandos y amorosos. Lo cual nace de no recatarse los padres en los tratos con sus mujeres. Viven como brutos, levantan los deseos en las hijas, encienden los apetitos, dan con ellas al traste. Porque como son imprudentes, no distinguen: abrazan todo lo suave y dulce, pensando hallarlo en toda parte, no creyendo que hay amargo ni acedo, sino en sólo sus padres. Esto las inquieta, trayéndolas desasosegadas, desvanecidas y sin juicio. Como miran esto, ¿por qué no ponen los ojos en la otra su amiga, que se casó con un marido celoso y áspero, que no sólo nunca le dijo buena palabra, pero no le concedió salida gustosa, ni aun a misa, sino muy de madrugada con una saya de paño, en un manto revuelta, como si fuera una criada, y sobre todo, no como a su mujer, empero como a esclava fugitiva la trata?

Piensa que los casamientos, ¿qué son sino acertamientos, como el que compra un melón, que si uno es fino, le salen ciento pepinos o calabazas? ¿No ha visto a la otra su conocida, que se casó con un jugador, que no le ha dejado sábanas en cama que no las haya puesto en la mesa del juego? ¿No consideró de la otra su vecina lo que padece con su marido amancebado, que no hay mañana de cuantas Dios amanece, que no amanezca la espuerta colmada en casa de su amiga y en la suya propria están pereciendo de hambre? ¿No le han dicho de algunos que, cuando por las puertas de sus casas entran, ajustan los ojos con los pies y no los alzan para otra cosa que reñir y castigar sin causa ni otra consideración más de por su mala digestión?

¿Piensan por ventura que son todas adoradas y queridas de sus maridos, como de sus padres? Pues yo les aseguro que vi a el mejor marido, ido; y que no vi padre que no fuese padre. ¡Pocos maridos! Milagro ha sido el que no faltó en alguna de las obligaciones del matrimonio. Y no conocí padre que dejase jamás de serlo, aunque fuese muy malo el hijo.

Otras lo hacen, que no tienen padres, por salir de la mano de sus tutores, creyendo que con ellos están vendidas y robadas. Hacen su cuenta y dicen entre sí que, como aquél dispende su hacienda, lo haría mejor su marido, que por no desposeerse y dársela se olvida de ponerla en estado, que mañana le dará una enfermedad y se quedará ella muerta y ellos con su dinero. Dicen con esto: «¡Cuánto mejor sería que aquesto que tengo lo gocen mis hijos, que no mis enemigos que me desean la muerte por heredarme! Casarme quiero y sea con un triste negro. Que no lo ganaron mis padres para que lo comiesen mis tutores, trayéndome como me traen, rota y hecha pedazos, hambrienta y deseosa de un real con que comprar alfileres.» Esto las precipita y, tomando el consejo de la que primero se lo da, les parece que, pues le dice aquello aquella su amiga, que lo hace por quererla bien; y da con ella en un lodazal, de donde nunca quedan limpias en cuanto viven. Porque hicieron eleción de quien vistió su persona, regaló su cuerpo, engordó sus caballos, aderezó sus criados, gastó en las fiestas, dejando su mujer a el rincón. Y lo que propuso y deseaba dejar a sus hijos, la hacienda, ya, cuando viene a estar cargada dellos, no tiene real que darles ni dejarles, porque todo lo llevó el viento. Y si se temía que por heredarla sus deudos le deseaban quitar la vida, ya su marido no menos, porque con deseo de mudar de ropa limpia, cansado de tanta mujer, que nunca le faltó de cama y mesa, desea, y aun por ventura lo procura, meterla debajo de la tierra, y así la pobre nunca consigue lo que con su imaginación propone.

Tratan otras livianas de casarse por amores. Dan vista en las iglesias, hacen ventana en sus casas, están de noche sobresaltadas en sus camas, esperando cuando pase quien con el chillido de la guitarrilla las levante. Oye cantar unas coplas que hizo Gerineldos a doña Urraca, y piensa que son para ella. Es más negra que una graja, más torpe que tortuga, más necia que una salamandra, más fea que un topo, y, porque allí la pintan más linda que Venus, no dejando cajeta ni valija de donde para ella no sacan los alabastros, carmines, turquesas, perlas, nieves, jazmines, rosas, hasta desenclavar del cielo el sol y la luna, pintándola con estrellas y haciéndole de su arco cejas... ¡Anda, vete, loca!, que no se acordaba de ti el que las hizo y, si te las hizo, mintió, para engañarte con adulación, como a vana y amiga della. Quien te hizo esas coplas, te hizo la copla. Guarte dél, que con aquel jarabe las va curando a todas. A cada una le dice lo mismo.

Leyó la otra en Diana, vio las encendidas llamas de aquellas pastoras, la casa de aquella sabia, tan abundante de riquezas, las perlas y piedras con que los adornó, los jardines y selvas en que se deleitaban, las músicas que se dieron y, como si fuera verdad o lo pudiera ser y haberles otro tanto de suceder, se despulsan por ello. Ellas están como yesca. Sáltales de aquí una chispa y, encendidas como pólvora, quedan abrasadas.

Otras muy curiosas, que dejándose de vestir, gastan sus dineros alquilando libros y, porque leyeron en Don Belianís, en Amadís o en Esplandián, si no lo sacó acaso del Caballero del Febo, los peligros y malandanzas en que aquellos desafortunados caballeros andaban por la infanta Magalona, que debía de ser alguna dama bien dispuesta, les parece que ya ellas tienen a la puerta el palafrén, el enano y la dueña con el señor Agrajes, que les diga el camino de aquellas espesas florestas y selvas, para que no toquen a el castillo encantado, de donde van a parar en otro, y, saliéndoles a el encuentro un león descabezado, las lleva con buen talante donde son servidas y regaladas de muchos y diversos manjares, que ya les parece que los comen y que se hallan en ello, durmiendo en aquellas camas tan regaladas y blandas con tanta quietud y regalo, sin saber quién lo trae ni de dónde les viene, porque todo es encantamento. Allí están encerradas con toda honestidad y buen tratamiento, hasta que viene don Galaor y mata el gigante, que me da lástima siempre que oigo decir las crueldades con que los tratan, y fuera mejor que con una señora déstas los hubieran enviado a Castilla, donde por sólo verlos pagaran muchos dineros con que tuvieran bastante dote para casarse, sin andar por tantas aventuras o desventuras, y así se deshace todo el encantamento.

No falta otro tal como yo, que me dijo el otro día que, si a estas hermosas les atasen los libros tales a la redonda y les pegasen fuego, que no sería posible arder, porque su virtud lo mataría. Yo no digo nada y así lo protesto, porque voy por el mundo sin saber adónde y lo mismo dirán de mí.[…]

Mujeres hay también que sólo se casan por ser galanas de corazón y para poderlo andar, ver y ser vistas, vestirse y tocarse cada día de su manera, pareciéndoles que, porque vieron a la otra un día de fiesta o toda la semana engalanarse, que luego en siendo casada la traerá su marido de aquella manera y, si mejor, no menos; y que, como a la otra trotalotodo, le darán a ella licencia para poder andar deshollinando barrios.

Aquí entra la pendencia. Porque, si no le sucede como lo piensa o porque su marido no gusta o no quiere que su mujer esté más vestida ni desnuda que para él, y que, si el otro lo consiente, quizá no hace bien y se lo murmuran y no quiere que con él se haga otro tanto, por el mismo caso que no la dejan vestir y calzar, holgar y pasear como la que más y mejor, no queda piedra sobre piedra en toda la casa, forma traiciones con que vengarse de su desdichado marido. Que, de bien considerado, conociendo quien ella es, teme que si le diese licencia y alas, le acontecería como a la hormiga, para su perdición: así no se atreve ni consiente. Sólo esto basta para que luego ella se arañe y mese, llamándose la más desdichada de las mujeres, que a Dios pluguiera que, cuando nació, su madre la ahogara, o la hubieran echado antes en un pozo que puéstola en tan mal poder, que sola ella es la malcasada, que Fulanilla es una tal y que su marido la trae como una perla regalada, que no es menos ella ni trujo menos dote, ni se casara con él, si tal pensara. Deshónralo de vil, bajo, apocado: que mejores criados tuvo su padre, que no mereció descalzarle la jervilla. «¡Desventurada de mí! ¡Cómo en ese regalo me criaron, para eso me guardaron, para que viniésedes vos a traerme desta suerte, hecha esclava de noche y de día, sirviendo la casa y a vuestros hijos y criados! […]

Cásanse otras para que con la sombra del marido no sean molestadas de las justicias ni vituperadas de sus vecinas o de otras cualesquier personas. Ya ésta es bellaquería, suciedad y torpeza. ¿Qué se puede más decir? Son libres, deshonestas y sin honra. Hacen como los hortolanos, que ponen un espantajo en la higuera, para que no lleguen los pájaros a los higos. Ellos allí están de manifiesto, para quien el hortolano quisiere y los pagare; pero los pájaros no los piquen, ésos no toquen a ellos, no ha de haber quien las corrija, quien las reprehenda ni quien abra la boca para decirles palabra: porque hay espantajo en la higuera, está el marido en casa. Ellas bien pueden dar o vender su honra y persona como quisieren o como más gustaren, a vista de todos; pero no quieren que haya justicia que las castigue. Pues aconteceráles lo que a las viñas, que tendrán guarda en tiempo de fruto; empero presto llegará la vendimia y quedarán abiertas, hechas pasto común, para que los ganados la huellen, quedando rozadas y perdidas. Hermana, que son caminos ésos del infierno. Que te llevará Dios el marido, por tus disoluciones y desvergüenzas, para que con ese azote seas castigada, saliendo en pública plaza tus maldades. En la balanza que trujiste la honra dél andará la tuya presto. Mas mirad a quién se lo digo ni para qué me quiebro la cabeza. No temió a su marido, perdió a Dios la vergüenza y quiérosela poner con estos disparates, que no son otra cosa para ella. […]

Todos estos matrimonios permite Dios; pero en los más mete su parte, y no la peor, el diablo. Bueno y santo es el sacramento; pero tú haces del casamiento infierno. Para quietud se instituyó; tú no la quieres ni la tienes y antes andas echándole traspiés para dar con él en el suelo. No tome ni ponga la doncella o la viuda su blanco en la libertad, en el salir de sujeción de padres o tutores. No se deje llevar del vano amor. Déjese de su torpeza la que sigue a su sensualidad. Y crean, si no lo hicieren, que sucederles mal a las unas y a las otras, el no salir los maridos como pensaron y desearon, ser esclavas después de casadas, tenerlas encerradas, el darles mala vida, perdérseles la hacienda, cargar de hijos, vaciarse la bolsa, sobrevenir trabajos, jugar el desposado, amancebarse, tratarlas mal y después morir a sus manos, nace de los malos fines que tomaron, de adelantar su calidad o su cantidad o por otros ya dichos: por eso sólo se perdieron. […]

Quédese aquí esto como fin de sermón y volvamos a mi casamiento, que no debiera. Padecí con mi esposa, como con esposas, casi seis años; aunque los cuatro primeros nos duró tierno el pan de la boda, porque todo era flor. Mas cuando íbamos de cuesta, que acudimos a el mediano y faltaba dinero para él; cuando la basquiña de tela de oro y bordada, ya se vendía el oro y no quedaba tela ni aun de araña que no se vendiese, y de razonable paño fuera bien recebida; cuando ya no pude más, que me subía el agua por encima de la boca, porque nunca me consintió vender posesión suya ni mía; ni había crédito en la tienda para dos maravedís de rábanos; vime tan apretado, que por el consejo de mi suegro quise usar de medios de algún rigor.

¡Buenas noches nos dé Dios! Comenzó fuera de todo tono a levantar tal algazara, que, como si fuera cosa de más momento, acudieron a socorrerla los vecinos, hasta que ya no cabían en toda la casa. Venido a saber la verdad, quiso Dios que no fue nada. Vían mi razón. Volvíanse a salir. Empero no por eso dejaba ella sus lamentaciones, que había para cien semanas santas. Era forzoso, para no venir a malas, dejarla, por no quedar obligado, en oyéndola, responderle con palabras y obras. Tomaba la capa, salíame de casa, dejábala en sus anchos, que hiciese y dijese, hasta que más no quisiese. Y de aquesto se irritaba en mayor cólera, ver que despreciaba lo que me decía. Y puedo confesar con verdad que de todo el tiempo que con ella viví, jamás me acusé de ofensa que le hiciese. Dar Dios los bienes o quitarlos es diferente materia, por no ser en manos de los hombres pasar con ellos adelante ni estorbar que no vuelvan atrás. No se llamará perdido el que pone sus medios conforme lo hicieron otros, con que quedaron remediados, y siente mal quien lo piensa. Sólo es perdido aquel que se distrae con mujeres, con el juego, con bebidas y comidas, con vestidos demasiados o con otros vicios.

Entiéndame, señor vecino. Con él hablo. Bien sabe por qué se lo digo y quisiérale decir que quizá por su temeridad y mal consejo está desde acá en los infiernos. Haga penitencia y mire cómo vive, para que no muera.

De modo que no el bien o mal suceder son causas de discordias ni se deben mover por eso entre casados. Que no tiene un marido más obligación que a poner toda su diligencia y trabajo. El suceso, espere lo que viniere; que harto hace quien le tiene la dote bien parada y mejorada, sin habérsela vendido ni malbaratado.

Ella sin duda no se debía de confesar y, si se confesaba, no decía la verdad, y si la decía, la debía de adulterar de modo que la pudiesen absolver. Engañábase a sí la pobre, pensando engañar a los confesores.

No faltaban con esto alguna gentecilla ruin, de bajos principios y fundamentos y menos entendimientos, que por adular y complacerla, le ayudaban a sus locuras, favoreciéndolas, no dándome oído ni sabiendo mi causa. Y éstos fueron los que destruyeron mi paz y a ella la enviaron a el infierno. Porque de una enfermedad aguda murió, sin mostrar arrepentimiento ni recebir sacramento.

En dos cosas pude llamarme desgraciado. La primera, en el tal matrimonio, pues de mi parte puse todos los medios posibles en la guarda de su ley. La segunda, en que, ya que lo padecí tanto tiempo y perdí mi hacienda, no me quedó carta de pago, un hijo con que valerme de la dote. Aunque no me puedo desto quejar, pues en haberme faltado, la desdicha me hizo dichoso. Que no hay carga que tanto pese como uno destos matrimonios.

Y así lo dio bien a sentir un pasajero, el cual, yendo navegando y sucediéndole una gran tormenta, mandó el maestre del navío que alijasen presto de las cosas de más peso para salvarse, y, tomando a su mujer en brazos, dio con ella en la mar. Queriéndolo después castigar por ello, escusábase diciendo que así se lo mandó el maestre y que no llevaba en toda su mercadería cosa que tanto pesase, y por eso lo hizo.

Veis aquí agora mi suegro, que nunca comigo tuvo alguna pesadumbre, antes me acariciaba y consolaba como si fuera su hijo y, volviéndose de mi bando contra su hija, la reprehendía. Tanto que, viendo cómo no aprovechaba, nunca quiso entrarle por sus puertas; empero, cuando más aborrecida la tuvo, al fin era su hija, que son los hijos tablas aserradas del corazón: duelen mucho y quiérense mucho. Sintió su falta; pero quedamos muy en paz. Enterramos a la malograda, que así se llamaba ella. Hicimos lo que debíamos por su alma, y a pocos días tratamos de apartar la compañía, porque quiso que le volviese lo que me había dado con su hija. No halló resistencia en mí. Dile cuanto me dio, muy mejorado de como me lo entregó. Agradeciómelo mucho. Dímonos nuestros finiquitos, quedando muy amigos, como siempre lo fuimos.

CAPÍTULO IV

VIUDO YA GUZMÁN DE ALFARACHE, TRATA DE OÍR ARTES Y TEOLOGÍA EN

ALCALÁ DE HENARES, PARA ORDENARSE DE MISA, Y, HABIENDO YA CURSADO, VUÉLVESE A CASAR

[…] Salí con sola intención de visitar esta santa casa. Hícelo y a el entrar en la iglesia vi un corrillo de mujeres y entre ellas algunas de muy buena suerte. Llevóme la costumbre a la pila del agua bendita, zabullí la mano dentro, dime con una poca en la frente; pero siempre los ojos en el pie de hato. Sin mirar a el altar ni considerar en el sacramento, asenté la rodilla en el suelo, sacando adelante la otra pierna, como ballestero puesto en acecho. En lugar de persignarme, hice por cruces un ciento de garabatos y fuime derecho adonde vi la gente; mas antes que llegase, vi que se levantaron y, saliendo de allí, se fueron por entre los álamos adelante a la orilla del río y sobre un pradillo verde, haciendo alfombra de su fresca yerba, se sentaron en ella.

Seguíalas yo de lejos, hasta ver dónde paraban, y, viéndolas con un poco de reposo, que ya sacaban de las mangas algunas cosas que llevaron para merendar, me fui acercando a ellas. Eran una viuda mesonera con sus dos hijas, más lindas que Pólux y Cástor. Iban con otras amigas, no de poca buena gracia; mas la que así se llamaba, que era la hija mayor de la mesonera, de tal manera las aventajaba, que parecía traerlas arrastradas; eran estrellas, pero mi Gracia el sol.

Yo era conocidísimo. Había más de seis años que residía en Alcalá, siempre muy bien tratado, tenido por uno de los mejores estudiantes della y acreditado de rico. Las mozuelas eran triscadoras y graciosas. Ya querían comenzar a merendar, cuando burlando quise meterme de gorra; empero de veras me la echaron, pues por ellas me la puse.

Dejando esto en este punto, antes de continuarlo conviene advertiros que con los gastos de los estudios en libros, en grados y vestirme, íbamos casi ajustando la cuenta yo y mi hacienda: teníala, pero tan poca, que no pudiera con ella ordenarme. Y como antes de tomar el grado de bachiller en teología era necesario tener órdenes y esto era imposible, por faltarme capellanía, no tuve otro remedio que acudir a pedírselo a mi suegro, con quien siempre me comuniqué, porque nunca hasta entonces había faltado el amistad. Él me puso ánimo, dándome consejo y remedio juntos, que quien puede, poco hace cuando aconseja, si no remedia. Dijo que me haría donación de las posesiones de la dote de mi mujer, diciendo dármelas para que se fundase cierta capellanía que yo sirviese por su alma y que por otra parte le hiciese declaración de la verdad, obligándome a volvérselas cada y cuando que me las pidiese. Aun hasta para en esto son malas estas contraescrituras, pues dan lugar contra lo establecido por santos Concilios, corriendo tan descaradamente, sin temor de las gravísimas penas y censuras en que se incurre por semejante simonía. ¡Válgame Dios! y cómo a tan grave daño se debiera cortar el hilo; mas, por no hacerlo yo a el mío que llevo, agradecíselo mucho, beséle las manos, viendo cuán de buena voluntad se quería ir comigo mano a mano paseando hasta el infierno, por tenerme compañía. ¿Diré aquí algo? Ya oigo deciros que no, que me deje de reformaciones tan sin qué ni para qué. No puedo más; pero sí puedo.

«¿Guzmán, amigo, esto por ventura corre por tu cuenta ni nada dello?» «No, por cierto.» «¿Piensas que tú solo eres el primero que lo siente o que serás el último en decirlo? Di lo que te importa y hace a tu propósito, que dejaste las mozas merendando, el bocado en la boca y a los demás suspensos de las palabras de la tuya. Vuélvenos a contar tu cuento; quédese aquese así, para quien hiciere a el suyo.»

«Razón pides, no te la puedo negar y, pues con tanta facilidad te la concedo, concédeme perdón de aquesta culpa, que ya vuelvo.»

Yo estaba ya en el punto que has oído, los cursos casi pasados, la capellanía fundada para ordenarme y tomar el grado dentro de tres meses. Esto era en febrero. Las órdenes habían de ser por las primeras témporas y el grado a principio de mayo. Tenía esta rapaza decir y hacer, nombre y obras. Toda era gracia, y juntas las gracias todas eran pocas para con la suya. Toda ella era una caja de donaires. En cuanto hermosa, no sé cómo más encarecerte su belleza que callando. Cantaba suavísimamente a una vigüela, tañíala con mucha diestreza. Tenía gran discreción. Era viva de ingenio y ojos; risa formaba con ellos dondequiera que los volvía, según se mostraban alegres. Puse los míos en ellos, y parece que los rayos visuales de ambos, reconcentrados adentro, se volvieron contra las almas. Conocíle afición y creyóla de mí. Desposeyóme del alma y díjeselo a voces mirándola.

Empero la boca siempre callada, que nunca se abrió a otra palabra por entonces, que a pedirle por merced si me la querían hacer en convidarme. Ofreciéronme todas cada una su parte de merienda y aun casi por fuerza me quisieron obligar a recebirlas.

Cuando les di las gracias de su buen comedimiento, hube -muy de mi grado y constreñido de ser mandado- de coger el manteo y, sentado encima, de alcanzar parte y no pequeña, porque me regalaban a porfía. Siéndoles agradecido, haciendo la razón a los brindis, me valió por bastante cena. Cuando hubieron acabado, sacó la criada la vihuela que debajo del manto llevaba, y dándomela Gracia con toda la suya, de su mano a la mía, me mandó que tañese, porque querían bailar. Hiciéronlo de manera, con tanta diestreza y arte y con tanta excelencia de bien mi prenda, que no me quedó alguna que allí no se rematase.

Cuando cansadas quisieron reposar un poco, volviendo a poner la vihuela en las manos de quien la recebí, supliquéle que un poco cantase, y sin algún melindre, templándola con su voz, lo hizo de manera que parecía suspender el tiempo, pues, no sintiéndose lo que tardó en ello, llegó la noche.

Hízose hora de volver a sus casas. Acompañélas todo el camino, trayendo a mi dama de la mano. Vime a los principios perdido, sin saber por dónde comenzar, hasta que, conocida della mi cortedad o temor, no sé si con cuidado trompezó del chapín; acudíle los brazos abiertos y recebíla en ellos, alcanzándole a tocar un poco de su rostro con el mío. Cuando ya estuvo en pie, lo tomé de allí, culpando a mis ojos de haberle hecho mal con ellos. Respondióme de modo que me obligó a replicarle y, como la llevaba de mano, apretésela un poco y riéndose dijo que, por más que apretase, no sacaría della jugo. De aquí tomé mayor atrevimiento en el hablar, de manera que, haciendo que nos quedábamos atrás por no poder más andar, íbamos tratando de nuestros amores, digo yo de los míos y ella riéndose dello, tomándolo en pasatiempo.

Era taimada la madre, buscaba yernos y las hijas maridos. No les descontentaba el mozo. Diéronme cuerda larga, hasta dejarlas dentro de su casa. Donde, cuando llegamos, me hicieron entrar en su aposento, que tenían muy bien aderezado. Llegáronme una silla. Hiciéronme descansar un poco y, sacando una caja de conserva, me trujeron con ella un jarro de agua, que no fue poco necesaria para el fuego del veneno que me abrasaba el corazón. Mas no aprovechó. Ya era hora de despedirme. Hícelo, suplicándoles me diesen su licencia para recebir aquella merced algunas veces. Ellas dijeron que se la haría en servirme de aquella casa y conocerían en ello mis palabras, cuando correspondiesen a las obras.

Despedíme, dejélas; no las dejé, ni me fui, pues, quedándome allí, llevé comigo la prenda que adoraba. «¿Qué noche queréis que sea para mí ésta? ¿Qué largas horas, qué sueño tan corto, qué confusión de pensamientos, qué guerra toral, qué batalla de cuidados, qué tormenta se ha levantado en el puerto de mi mayor bonanza? -dije-. ¿Cómo en tan segura calma me sobrevino semejante borrasca, sin sentirla venir ni saberla remediar? Me veo perdido. Incierta es la esperanza del remedio.» Pues ya, cuando amaneció, que me fui a las escuelas, ni supe si en ellas entré ni palabra entendí de cuanto en la lición dijeron. Volvíme a la posada, sentéme a la mesa y quedábanseme los bocados en la boca helados, con tanto descuido de lo que hacía, que puse cuidado a mis compañeros y admiración en el pupilero, que creyó ser principio de alguna enfermedad gravísima y no estuvo engañado, pues de allí resultó mi muerte. Preguntóme qué tenía. No supe responderle más de que sin duda el corazón se recelaba de algún gravísimo daño venidero, porque desde el día pasado lo sentía caído en el cuerpo, que casi no me animaba. Díjome que no fuese Mendocina, ni diese a la imaginación tales disparates, que olvidase abusiones, que aquello no era otra cosa que abundancia de mal humor que presto se gastaría. Como ya yo sabía que no se medicinaba mi mal con yerbas, disimulélo y dije, por no dar a sentir mi desdicha: -Señor, así será y así lo haré; mas mucho me fatiga.

Levantéme de la mesa; empero no de comer y, subiendo a mi aposento, fue tanto lo que me apretó aquella congoja, que, dejándome caer encima de la cama, la boca y ojos en el almohada, vertí por ellos mucha copia de lágrimas, enterrando los suspiros entre la lana. Sentíme con esto algo aliviado y con el deseo de ver el médico de mi salud, tomando el manteo y dejando la lición, me fui a su casa.

No puedo en solas dos palabras dejar por decir que no hay ejercicio alguno que no quiera ser continuado y que faltarle un punto de su ordinario es un punto que se suelta de una calza de aguja, que por allí se va toda. Con esta lición que perdí, perdí todos cuatro cursos y a mí con ellos. Pues de una en otra dejé de continuarlas, no dándoseme por ellas un comino.

Habíame ya matriculado amor en sus escuelas. Gracia era mi retor, su gracia era mi maestro y su voluntad mi curso. Ya no sabía más de lo que quería que supiese. Comencé riendo y acabé llorando. De burlas les pedí un bocado de la merienda; de veras lo hallé después atravesado a la garganta. Fue de veneno que me quitó el entendimiento y como sin él anduve más de tres meses, dando de mí una muy grande nota, que un tan famoso estudiante quisiese así perderse. Y movido el retor de lástima, cuando lo supo quiso ponerme remedio y fue dañarme más, que, viéndome de todas partes apretado y más de mi pasión propria, reventé, sin poderme resistir. Ya nuestros amores iban muy adelante, los favores eran grandes, las esperanzas no cortas, pues las dejaban a mi voluntad, queriendo recebirla por esposa. Troquemos plazas y tome la mía el más cuerdo del mundo: hállase sujeto en prisiones tan fuertes y con tan justas causas para rendirse, siéntase acosado, queriéndoselo impedir, y déme luego consejo. No supe otro medio. Dejélo todo por lo que pensé que fuera mi remedio.

La madre me ofreció su casa y su hacienda. Era mujer acreditada en el trato, tenía mucho y buen despacho, ganaba bien de comer, regalábame mucho, servíame a el pensamiento, trayéndome aseado, limpio y oloroso, mirado y respetado como señor de todo. Nunca creí que aquello pudiera faltar. Quise quitarme de malas lenguas, que ya me levantaban lo que, si fuera verdad, quizá no me perdiera. Señores míos, con perdón de Vuestras Mercedes, caséme.

No ha sido mala cuenta la que di de tantos estudios, de tantas letras, de verme ya en términos de ordenarme y graduarme, para poder otro día catedrar, por lo menos, porque pudiera, según la opinión que tuve. Y ya en la cumbre de mis trabajos, cuando había de recebir el premio descansando dellos, volví de nuevo como Sísifo a subir la piedra. Considero agora lo que muchas veces entonces hice. ¡Cómo sabe Dios trocar los disinios de los hombres! ¡Cómo ya hecho el altar, puesta la leña, Isac encima, el cuchillo desnudo, el brazo levantado descargando el golpe, impide la ejecución!

«Guzmán, ¿qué se hicieron tantas velas, tantos cuidados, tantas madrugadas, tanta continuación a las escuelas, tantos actos, tantos grados, tantas pretensiones?» Ya os dije, cuando en mi niñez, que todo avino a parar en la capacha, y agora los de mi consistencia en un mesón, y quiera Dios que aquí paren.

CAPÍTULO V

DEJA GUZMÁN DE ALFARACHE LOS ESTUDIOS, VASE A VIVIR A MADRID, LLEVA SU MUJER Y SALEN DE ALLÍ DESTERRADOS

 

CAPÍTULO VI

LLEGARON A SEVILLA GUZMÁN DE ALFARACHE Y SU MUJER. HALLA GUZMÁN A SU MADRE YA MUY VIEJA, VÁSELE SU MUJER A ITALIA CON UN CAPITÁN DE GALERA, DEJÁNDOLO SOLO Y POBRE. VUELVE A HURTAR COMO SOLÍA

Como los que se escapan de algún grave peligro, que pensando en él siempre aún les parece no verse libres, me acuerdo muchas veces y nunca se me olvida mi mala vida -y más la del discurso pasado-, el mal estado, poca honra, falta de respeto que tuve a Dios todo aquel tiempo que seguí tan malos pasos. Admirándome de mí, que fuese tan bruto y más que el mayor de los hombres, pues ninguno de todos los criados en la tierra permitieran lo que yo: haciendo caudal de la torpeza de mi mujer, poniéndola en la ocasión, dándole tácita licencia y aun expresamente mandándole ser mala, pues le pedía la comida, el vestido y sustento de la casa, estándome yo holgando y lomienhiesto.

¡Terrible caso es y que pensase yo de mí ser hombre de bien o que tenía honra, estando tan lejos della y falto del verdadero bien! ¡Que por tener para jugar seis escudos, quisiese manchar los de mis armas y nobleza, perdiendo lo más dificultoso de ganar, que es el nombre y la opinión! ¡Que, profanando un tan santo sacramento, usase de manera dél que, habiendo de ser el medio para mi salvación, lo hiciese camino del infierno, por sólo tener una desventurada comida o por un triste vestido! ¡Que me pusiese a peligro que a espalda vuelta y aun rostro a rostro, me lo pudiesen dar por afrenta, obligándome a perder por ello la vida!

Que un hombre no pueda más, que lo sepa y disimule, o por el mucho amor o por el mucho dolor o por no dar otra campanada mayor, no me admira. Y no solamente pudiera no ser esto vicio; mas virtud y mérito, no consintiéndolo ni dando favor o entrada para ello. Mas que, como yo, no sólo gustaba dello, mas que, si necesario era, les echaba, como dicen, la capa encima, no sé si estaba ciego, si loco, si enhechizado, pues no lo consideraba, o cómo, si lo consideré, no le puse remedio,antes lo favorecía. ¡Oh loco, loco, mil veces loco! ¡Qué poco se me daba de todo, sin reparar en lo mal que se compadecían honra y mujer guitarrera ni que diese solaz a otros que a mí con ella!

Suelen los hombres para obligar a las damas darlas músicas y cantarles en las calles; pero mi mujer enamoraba los hombres yéndoles a tañer y a cantar a sus casas. Bien claro está de ver que tales gracias de suyo son apetecibles. ¿Pues cómo, convidando con ellas, no me las habían de codiciar? ¿Qué juicio tiene un hombre que a ladrones descubre sus tesoros? ¿Con qué descuido duerme o cómo puede nunca reposar sin temor que no se los hurten? ¡Que fuese yo tan ignorante, que, ya que pasaba por semejante flaqueza, viniese por interés a dar en otra mayor, loar en las conversaciones en presencia de aquellos que pretendían ser galanes de mi esposa, las prendas y partes buenas que tenía, pidiéndole y aun mandándole que descubriese algunas cosas ilícitas, pechos, brazos, pies y aun y aun... -quiero callar, que me corro de imaginarlo- para que viesen si era gruesa o delgada, blanca, morena o roja! ¡Que ya todo anduviese de rompido, que aquello que en otro tiempo abominaba, con el uso y frecuentación se me hiciese fácil y entretenimiento! ¡Que le consintiese visitas y aun se las trujese a casa y, dejándolas en ella, me volviese a ir fuera, y sobre todo quisiese hacerlos tontos a todos, para que me diesen a entender que creían ser aquello bueno y lícito, siendo depravado y malo! ¡Que la hiciese salir a solicitar comisiones y buscarme ocupaciones a casa de personajes que la codiciaban, y que me diese por desentendido de la infamia con que a su casa volvía con ellas o sin ellas! ¡Que, dándole tantos banquetes, joyas, dineros y vestidos quisiera yo creyesen se los daban a humo muerto y por sus ojos bellidos, por amistad sola, sencilla, sin doblez y sin otra pretensión! ¿Qué puedo responderme o qué podía esperarse de mí, que no sólo lo consentía, mas juntamente lo causaba?

Tuvo mucha razón el que, viéndome algo medrado en Madrid, en la cárcel y en mi presencia dijo: «Veisme a mí aquí, que ha tres años que estoy preso por ladrón, por falsario, por adúltero, por maldiciente, por matador y otras mil causas que me tienen acumuladas, que con todas ellas muero de hambre; y el señor Guzmán, con sólo dar a su mujer una poca de licencia, vive libre, descansado y rico.» ¿Qué podréis creer que sentí? ¡Oh maldita riqueza, maldito descanso, maldita libertad y maldito sea el día que tal consentí, ya fuese por amor, por necesidad, por privanza o algún otro interés! Mas para que se conozca el paradero que tiene lo que así se granjea y el desdichado fin de tales gustos, contaré mis desdichas, discurso de mi amarga vida y en mi mal empleada.

Caminábamos a Sevilla, como dicen, al paso del buey, con mucho espacio, porque se le mareabaen el coche una falderilla que llevaba mi mujer, en quien tenía puesta su felicidad y era todo su regalo, que es cosa muy esencial y propria en un dama uno destos perritos y así podrían pasar sin ellos como un médico sin guantes y sortija, un boticario sin ajedrez, un barbero sin guitarra y un molinero sin rabelico. Cuando allá llegamos, con el deseo de aquellos peruleros y de ver nuestra casa hecha otra de la Contratación de las Indias, barras van, barras vienen, que pudiera toda fabricarla de plata y solarla con oro, ya me parecía verlos asobarcados con barras, las faltriqueras descosidas con el peso de los escudos y reales, todo para ofrecer a el ídolo. Con aquello me vengaba del que nos enviaba desterrados y entre mí le decía: «¡Oh traidor, que por donde me pensaste calvar te dejé burlado! A tierra voy de Jauja, donde todo abunda y las calles están cubiertas de plata, donde, luego que llegue, nos vendrán a recebir con palio y mandaremos la tierra.» Con estos y otros tales pensamientos, a el emparejar con San Lázaro, se me refrescó en la memoria cuanto allí me pasó cuando de Sevilla salí.

Vi la fuente donde bebí, los poyos en que me quedé dormido, las gradas por donde bajé y subí. Vi su santo templo y deste acá fuera dije: «¡Ah glorioso santo! Cuando de vos me despedí, salí con lágrimas, a pie, pobre, solo y niño. Ya vuelto a veros y me veis rico, acompañado, alegre y hombre casado.» Representóseme de aquel principio todo el discurso de mi vida, hasta en aquel mismo punto. Acordéme de la ventera y venta, donde me dieron aquella buena tortilla de huevos y el machuelo de Cantillana; mas ya lo había dejado a la mano derecha. Entré por aquella calzada real. Dimos vuelta por el campo, cercando la ciudad hasta el mesón de los carros, donde por fuerza los míos habían de parar. Y como todos aquellos eran pasos muchas veces andados en mi niñez y tierra conocida donde recebí el ser, alegróseme la sangre, como si a mi madre misma viera.

Reposamos allí aquella noche, no muy bien; mas a la mañana me levanté con el sol para

buscar posada y despachar mi ropa del aduana y también a procurar si por ventura hubiera quien de mi madre nos dijese. Mas, por buena diligencia que hice, no fue de provecho ni della tuve rastro. Creí hallarlo todo como lo había dejado, mas aun sombra ni memoria dello había. Que unos mudados, ausentes otros y los más muertos, no había piedra sobre piedra. Dejélo hasta más de propósito, por la priesa que tenía entonces de acomodarme. Y andando buscando adónde, vi una cédula sobre la puerta de una casa en los barrios de San Bartolomé. Pedí que me la enseñasen, vila y parecióme buena por entonces. Concertéla por meses y, pagando aquél adelantado, hice pasar a ella toda mi ropa. Descansamos dos días, comiendo y durmiendo, hasta que ya le pareció a Gracia que no era justo haber llegado a ciudad tan ilustre, de tanta fama por todo el mundo, y dejar de salir a pasearla.

Fuime a Gradas. Concertéle un escudero de quien se acompañase, por que supiese andar las calles y fuese adonde más gustase, sin rodear o perderse ni andar preguntando, y en más de quince días no dobló el manto, que mañana y tarde siempre salía y nunca se cansaba ni hartaba de ver tantas grandezas. Porque, aunque se había hallado bien todo el tiempo que residió en Madrid y le parecía que hacía la corte ventajas a todo el mundo, con aquella majestad, grandezas de señores, trato gallardo, discreción general y libertad sin segundo, hallaba en Sevilla un olor de ciudad, un otro no sé qué, otras grandezas, aunque no en calidad -por faltar allí reyes, tantos grandes y titulados-, a lo menos en cantidad. Porque había grandísima suma de riquezas y muy en menos estimadas. Pues corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes, y con poca estimación la dispensaban francamente.

A pocos días llegó la cuaresma y vio la semana santa de la manera que allí la celebran, las limosnas que se hacen, la cera que se gasta. Quedó pasmada y como fuera de sí, no pareciéndole que aquello pudiera ser y exceder mucho en las obras a lo que antes le habían dicho con palabras. Ya en este tiempo y pocos días después que a la ciudad llegué, con mucha solicitud, por señas y rodeos vine a saber de mi madre y se pudo decir haberla hallado por el rastro de la sangre. Pues tratando mi mujer con otras amigas damas y hermosas, preguntando por ella, vino a saber cómo asistía en compañía de una hermosa moza, de quien se sospechaba ser madre por el buen tratamiento que le hacía y respeto con que la trataba. Mas verdaderamente no lo era ni tuvo más que a mí. Lo que acerca desto hubo sólo fue que, como se viese sola, pobre y que ya entraba en edad, crió aquella muchacha para su servicio. Y salióle acaso de provecho y así se valían las dos como mejor podían.

Yo, cuando supe della hice mucha instancia para traerla comigo, por la mala gana con que dejaba su mozuela, tanto por haberla criado, cuanto por no venir a manos de nuera. Y siempre que se lo rogaba, me respondía que dos tocas en un fuego nunca encienden lumbre a derechas; que no era tanto el dolor que con la soledad padecía un solo, cuanto la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto, que, pues, nunca nuera se llevó a derechas con su suegra, que mejor pasaría mi mujer sola comigo que con ella. Mas el amor de hijo pudo tanto, que la hice venir en mi deseo.

Era mi madre, deseaba regalar y darle algún descanso. Que, aunque siempre se me representaba con aquella hermosura y frescura de rostro con que la dejé cuando della me fui, ya estaba tal, que con dificultad la conocieran. Halléla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer. Consideraba en ella lo que los años estragan. Volvía los ojos a mi mujer y decía: «Lo mismo será désta dentro de breves días. Y cuando alguna mujer escape de la fealdad que causa la vejez, a lo menos habrá de caer por fuerza en la de la muerte.» De mí figuraba lo mismo; empero, en estas y otras muchas y buenas consideraciones que siempre me ocurrían, hacía como el que se detiene a beber en alguna venta, que luego suelta la taza y pasa su camino. Poco me duraban. Túvelas en pie siempre; nunca les di asiento en que reposasen. Porque las que había en la posada estaban ocupadas de la sensualidad y apetito.

A instancia mía se vinieron a juntar suegra y nuera. Mi madre ya la conocistes y, si no de vista, por sus famosas obras, pudiérasele sujetar cualquiera otra de muy gallardo entendimiento, así por serlo el suyo como por la dotrina con que fue criada y sobre todo las experiencias largas de sus largos años. Dábale buenos consejos: que no admitiese mocitos de barrio, que demás de infamar, decía dellos que son como el agua de por San Juan, quitan el provecho y ellos no lo dan; acaban en sus casas de comer, no tienen qué hacer, viénense a la nuestra, quieren que los entretengan en buena conversación, estánse allí toda la tarde, tres necios en plata y un majadero en menudos, no con más fundamento que ser del barrio. De pajes de palacio y estudiantes decía lo mismo: son como cuervos, que huelen la carne de lejos y de otra cosa no valen que para picarla y pasearla. Decíale que hiciese cruces a su puerta para los casados: que de ningún enemigo podría resultarle algún otro mayor daño, porque las mujeres con el celo hacen muchos desconciertos y, cuando más no pueden, se van a un juez y con cuatro lágrimas y dos pucheritos alborotan el pueblo y descomponen el crédito.

Tan ajustada la tenía y tales leciones le daba, como aquella que del vientre de su madre nació enseñada. Sacábala siempre tras de sí, no dejando estación por andar, fiesta por ver ni calle por pasear. Cuando venían a casa, unas veces volvían con amadicitos, otras con alanos, y dellos escogían los que más a mi madre le parecían de provecho, que como tan baquiana en la tierra, todo lo conocía, y como sabia, todo lo tracendía. Decía de los caballeritos que ni por lumbre: porque por el yo me lo valgo, mi alcorzado y copete, mi lindeza lo merece, aun creían que les habían de convidar con ello y hacerles una reverencia. Harto hizo y trabajó porque no la conociesen los de la plaza de San Francisco, temiéndose de su trato. Pues, en comenzando los escribanos de la justicia, no paraban hasta el que asiste al cajón, a quien les parecía debérseles todo de derechos. Empero no pudieron escaparse dellos, que por bien o por mal, por fieros y amenazas, como absolutos y disolutos -digo algunos- hacen más tiranías que Totile ni Dionisio, como si no hubiese Dios para ellos.

La flota no venía, la ciudad estaba muy apretada, cerradas las bolsas y nosotros abiertas las bocas, muriendo de hambre, vendiendo y comiendo y sobre todo pechando. Íbamos mal, porque aun con esto a cada repelón destocaban la muchacha, por cada niñería nos hacían mil fieros. No había pícaro que no se nos atreviese, unos con «mi señor don Fulano» y otros con «don Zutano». Mi mujer andaba temerosa y muy cansada de tanta suegra, porque comigo estuvo siempre con tanta libertad y se hallaba con ella sujeta, sin ser señora de su voluntad. Si la una hablaba, la otra rezongaba. De cada pulga fabricaban un pueblo. Levantábase tal tormenta, que por no volverme a ninguna de las partes tomaba la capa en viendo los delfines encima del agua; salíame huyendo a la calle y dejábalas asidas de las tocas. Tanto se indignaba mi mujer que no volviese por ella, pareciéndole que, a tuerto o a derecho, ayude Dios a los nuestros, que con razón o sin ella me había de poner contra mi madre; mas no era lícito. Fueme cobrando tal odio, aborrecióme tanto que, hallándose con la ocasión de cierto capitán de las galeras de Nápoles, que allí estaban, trocó mi amor por el suyo y, recogiendo todo el dinero, joyas de oro y plata con que nos hallábamos entonces, alzó velas y fuese a Italia, sin que más della supiese por entonces.

Yo había oído decir que aquel era verdaderamente loco que buscaba su mujer habiéndosele ido, o que a el enemigo se le había de hacer la puente de plata por donde huyese. Parecióme que solo me iría mejor que mal acompañado. Que, aunque sea verdad que todo lo consentía y dello comía, ya me cansaba, porque cada cual me acosaba. ¡Ved la fuerza del uso! Como siempre me crié sujeto a bajezas y estuve acostumbrado a oír afrentas, niño y mozo, también se me hacían fáciles de llevar cuando era hombre. Mi mujer se me fue; merced me hizo, porque, fuera de la obligación de consentirla, estaba libre del pecado cotidiano. Yo no la eché; por su gusto se ausentó. Seguirla era imposible, por el riesgo que corría si a Italia volviera. Recogíme con mi madre. Fuimos vendiendo para comer las alhajas que nos quedaron; mas, como nos quedaron más días que alhajas, al cabo de poco nos dieron alcance. San Juan y Corpus Christi cayeron para mí en un día. Faltó qué vender, dinero con que comprar. Halléme roto, sin qué me vestir ni otro remedio con que lo ganar, sino con el antiguo mío. Salíame las noches por esas encrucijadas y, cuando a mi casa volvía, venía cubierto con dos o tres capas, las que con menos alboroto y riesgo podía cativar. A la mañana, ya entre los dos, amanecían hechas rodillas. Dábamoslas a vender en Gradas o buscábamos modo como mejor salir dellas.

No le contentó este trato a mi madre, por no haberlo jamás usado y por no verse afrentada en su vejez. Así acordó de volverse a su tienda con la mozuela que antes tenía. La cual, así se alegró cuando la vio en su casa, como si por sus puertas entrara todo su remedio. Yo me acomodé con otras camaradas para pasar la vida, en cuanto se llegase otro mejor tiempo. Servíales de dar trazas, ayudábales con mi persona en las ocasiones. Íbamos por las aldeas y pueblos comarcanos. Nunca faltaba por los trascorrales algunas coladas, que con las canastas mismas trasponíamos en los aires. Teníamos en los arrabales y en Triana casas conocidas, adonde sin entrar en la ciudad hacíamos alto y después, poco a poco, lavado y enjuto, lo íbamos metiendo, ya por las puertas o por cima de los muros, después de media meche, cuando la justicia estaba retirada. Para los vestidos de paño y seda que resgatábamos, teníamos roperos conocidos a quien lo dábamos a buen precio, sin que perdiésemos blanca del costo. Y una vez entregados, ya sabían bien que aquellos eran bienes castrenses, ganados en buena guerra y que los habían de disfrazar para que nunca fuesen conocidos, o su daño. Que no teníamos más obligación que darle la mercadería enjuta y bien acondicionada, puesta las puertas adentro de sus casas, libres de aduana y de todos derechos, y allá se lo hubiesen. La ropa blanca tenía buena salida, por la buena comodidad que se ofrecía las noches en el baratillo; ganábase de comer honrosamente y de todo salíamos bien.

Una temporada del invierno fueron las aguas tan continuas, que nadie salía de su casa ni daba lugar a que se la visitásemos. Andábamos estrechos de dineros. Como pasando por una calle viese que se había caído toda la delantera de una casa, pregunté cúya era. Dijéronme ser de una señora viuda. Fue a su casa y díjele que, pues allí no había morador, me diese licencia para entrarme dentro y se la guardaría. Ella, temerosa de que no se me cayese toda encima, dijo que mirase bien lo que hacía, porque se venía por el suelo. Y respondíle que no importaba, porque allí había un aposento alto, seguro, en que poderme recoger, que los pobres no tenían qué temer ni qué perder, pues aun traen sobrada la vida. Diome licencia de muy buena gana y dentro de cuatro días ya no le había dejado por quitar puerta ni cerradura. Otro día me fui a la plaza de San Salvador y hice pregonar que quien quisiese comprar cuatro mil o cinco mil tejas, que yo se las vendería. No se hallaba entonces una por ningún precio. Vinieron a mí desalados tres o cuatro albañíes, y a cuál primero las había de comprar, no faltó sino acuchillarse. Concertélas a cinco maravedís y, llevándolos a mi casa, les enseñé los tejados, diciendo ser yo el mayordomo y que mi ama quería hacer la casa de terrados. A vueltas de los míos, también les enseñé algunos de los vecinos paredaños de donde las habían de quitar. Diéronme seiscientos reales a buena cuenta de lo que montasen hasta cinco mil y quedaron de venir para otro día. Cuando tuve mi dinero cobrado, fuime a la señora de la casa y díjele que por qué consentía tan grande lástima, que su mayordomo había vendido ya las puertas todas y las tejas de los tejados. Ella se alborotó, diciendo que no tenía mayordomo ni sabía quién tal pudiese haber hecho. Yo entonces le dije:

-Pues para que Vuestra Merced vea quién lo hace, ya me han mandado salir della y hoy me mudo a otra parte, porque mañana por la mañana vendrán a quitar y a llevar las tejas. Mande Vuestra Merced enviar o ir allá y verán lo que pasa.

Con esto me despedí della y otro día desde lejos, puesto a una esquina, me puse a ver el alboroto, que fue muy para ver: los unos a destejar, la buena señora por defender su hacienda. En resolución, dio querella del albañí pobre y, no sólo no quitó las tejas, empero le pagó las puertas. Con esto pasé algunos días encerrado en casa, con muy gentil brasero, hasta que ya no me buscaban, pasado aquel primero movimiento.

Hacíase un día en San Augustín una fiesta y, como las tales lo eran para nosotros, acudí a ella y sentíle a un hidalgo bulto de dineros en la faltriquera, debajo de la espada, y a el pasar por un paso estrecho levantésela un poco, y metiendo la garra, dile tumbo en ella sin que real se me escapase. Mas la inquietud me impedía poder sacar la mano llena, que venía colmada, y fue forzoso caérseme mucha parte dellos en el suelo. Pues, como estaba ladrillado el claustro y hiciesen a el caer mucho ruido, dejélos caer todos y, metiendo la mano en mi faltriquera, allí en un punto saqué della un lienzo y, dando voces a la gente que se desviase, porque por sacar aquel lienzo se me había derramado aquel dinero, todos hicieron lugar, y el buen señor a quien se los había robado, movido de caridad, oyendo mis lástimas, que decía irlos a pagar a un mercader, se bajó comigo a el suelo y me los ayudó a recoger, sin que faltase blanca. Dile las gracias por ello y fuime muy contento a mi casa. De aquí le nació el pico a el garbanzo: este hurtillo fue mi perdición, siendo el último que hice y el que más caro de todos me costó. Porque, aunque algunas veces me habían tenido preso por semejantes heridas, de todas había salido a buen puerto. Con dineros negociaba cuanto quería y allí no se trata de otra cosa, sino de buscar de comer cada uno; mas esta vez no me valieron trunfos que los había ya renunciado.

Como me vi con dineros, quise prevenir, primero que se gastasen, de dónde valerme de otros. Porque, siempre que con mi habilidad podía socorrer la necesidad, no buscaba pesadumbres. Yo me hallaba con algunos bolsos de los que había cortado y algunas piececillas que dentro dellos había cogido. Di a guarnecer uno, el mejor que me pareció y, metiéndole dentro seis escudos en tres doblones de oro, cincuenta reales en plata, un dedal de plata y cuatro sortijas, lo llevé a mi madre y se lo enseñé muy de espacio y aun se lo di por escrito, que lo fuese decorando, sin que se le pudiese olvidar letra, por lo que importaba la buena memoria. Y bien instruida en lo que después había de hacer, me fui a la celda de cierto famoso predicador, en opinión de un santo, y díjele:

-Padre mío, yo soy un pobre forastero, vine a esta ciudad y estoy en ella muy necesitado. Deseo de acomodarme, si hallase alguna casa honrada donde tuviese una poca de quietud en el alma, que sólo eso pretendo y no repararía en el salario, porque con un honesto vestido y una limitada comida para poder pasar, no tengo ni quiero más granjería. Y aunque me veo tan afligido y roto, que por mal vestido no hallaré quien de mí se quiera servir y pudiera muy bien valerme, socorriendo mi necesidad en esta ocasión, tengo por mejor padecerla esperando en el Señor, que condenar mi alma ofendiendo a su divina majestad en usurpar a nadie su hacienda. No permita el Señor que bienes ajenos me saquen de trabajos corporales, dejándome dañada la conciencia. Yo salí esta mañana de mi casa para ir a buscar dónde trabajar, con qué comprar un pan que comer, y me hallé aquesta bolsa en medio de la calle. Quise ver qué tenía dentro y, cuando sentí ser dineros, la volví a cerrar con temor de mi flaqueza, no me obligase a hacer cosa ilícita. Vuestra paternidad la reciba y, pues el domingo ha de predicar, la publique: podría ser que pareciese su dueño y tener della más necesidad que yo. Ayúdele Dios con ella, que no quiero más bienes de aquellos con que su divina majestad mejor ha de ser de mí servido.

El fraile, cuando me oyó y vio tan heroica hazaña, creyó de mí ser algún santo, sólo le faltó besarme la ropa, y con palabras del cielo me dijo:

-Hermano mío, dadle a Dios muchas gracias, que os ha dado claro entendimiento y sciencia de lo poco que valen los bienes de la tierra. Confiad que quien os ha comunicado ese tal espíritu, también os dará lo que le cuesta menos y tiene dada su palabra. El que a los gusanillos, a las más desventuradas y tristes gusarapas y sabandijuelas no falta, también os acudirá con todo aquello de que os viere necesitado. Esta es obra sobrenatural y divina, que pone admiración a los hombres y da motivo a los ángeles que le alaben, por haber criado tal hombre. Don suyo es, reconocédsela y dadle por todo alabanzas, perseverando en la virtud. Yo haré lo que me pedís y volvé por acá un día de la semana que viene, que yo confío en el Señor que os ha de hacer mucho bien y merced.

Cuando aquesto me decía daba lanzadas en el corazón, porque, considerada su santidad y

sencillez con mi grande malicia y bellaquería, pues con tan mal medio lo quería hacer instrumento de mis hurtos, reventáronme las lágrimas. Creyó el buen santo que por Dios las derramaba y también como yo se puso tierno. Esto se quedó así hasta el domingo, que fue día de Todos los Santos. Y cuando fue a predicar, gastó la mayor parte de su sermón en mi negocio, encareciendo aquel acto, por haber sucedido en un sujeto de tanta necesidad. Exagerólo tanto, que movió a compasión a cuantos allí se hallaron para hacerme bien. Así le acudieron con sus limosnas que me las diese. Luego lunes por la mañana, mi madre fue a la portería. Preguntó por aquel padre, diciendo tener con él un caso importantísimo. Y como la vio el portero tan angustiada, se lo llamó al momento. Cuando se vio con él, asióle de las manos y de los hábitos, echándose de rodillas por el suelo, hasta querer besarle los pies y díjole que la bolsa era suya, que se la diese por un solo Dios. Diole las señas de todo, como quien bien las tenía estudiadas. Y el fraile se la entregó, conociendo ser verdaderas. Cuando mi madre la vio en sus manos, abrióla y, sacando un doblón de los tres que dentro tenía, se lo dio a el padre, que me lo diese de hallazgo, y cuatro reales para dos misas a las ánimas de purgatorio, a quien dijo que la tenía encomendada. Cobró con esto su bolsa y llevómela luego a la posada sin faltar ni un alfiler de toda ella, que aun con cuidado le metí dentro un papelillo dellos, por que pareciese todo ser cosa de mujer.

Después de pasado esto, de allí a dos días, miércoles por la tarde, fui a visitar a mi fraile, que ya me tenía un cofre lleno de vestidos, que pudiera bien romper diez años, y dineros que gastar por algunos días. Diómelo con alegre rostro y mandóme que volviese otro día, que tenía una buenacomodidad que darme. Fuime y volví cuando me había dicho y después de preguntarme si sabía escrebir y que lo enteré de mi habilidad, me dijo que cierta señora que tenía su marido en las Indias, buscaba una persona tal, que le administrase su hacienda en la ciudad y en el campo, que si era cosa de mi gusto, le avisase para que tratase dello. Yo, luego después de darle las gracias, dije: -Padre mío, lo que toca el trabajo de mi persona, la solicitud y fidelidad que se debe, sólo eso podré ofrecer; empero no soy desta tierra ni tengo quien me conozca. Si esa señora me tiene de fiar su hacienda, querrá juntamente quien a mí me fíe y no lo tengo. Sólo este inconveniente hallo. Vea vuestra paternidad lo que fuere servido que haga.

Él respondió que sería mi fiador y por aquello no lo dejase. Acetélo de buena voluntad, viendo ir por aquel camino mi negocio bien guiado. Que no hay cosa tan fácil para engañar a un justo como santidad fingida en un malo.

CAPÍTULO VII

DESPUÉS DE HABER ENTRADO GUZMÁN DE ALFARACHE A SERVIR A UNA SEÑORA, LA ROBA. PRÉNDENLO Y CONDÉNANLO A LAS GALERAS POR TODA SU VIDA

[…]

Si no, vedlo agora con cuánta facilidad engañé a este santo. Y no fue sólo este daño el que hice; mas otro mayor se siguió, que fue dejarle falida la opinión. A lo menos pudiéralo quedar, cuando tan bien zanjada no la tuviera. Que instrumento había yo sido y causa tuve dada de harto perjuicio contra su buena reputación. Asentóme con aquella señora, creyendo de mí que la sirviera con toda fidelidad según pudo presumirse de los actos que mostré de tanta perfeción. Diome mucho crédito con el abundante caudal del suyo. Recibióme con voluntad en su servicio, fióme su hacienda y familia, diome un muy honrado aposento, regalada cama y todo servicio. Acaricióme, no como a criado, mas como a un deudo y persona de quien creía que le haría Dios por mí muchas mercedes. Pedíame algunas veces le rezase un Avemaría por la salud y buen suceso de su esposo. Respondíale a todo como un oráculo, con tanta mortificación, que le hacía verter lágrimas.

Con esto la engañé, la robé y sobre todo la injurié, ofendiendo su casa. Pues teniendo en ella para su servicio una esclava blanca, que yo mucho tiempo creí ser libre, tal en cautelas o peor que yo, me revolví con ella. No sé cómo nos olimos, que tan en breve nos conocimos. A pocos días entrado en casa, no había orden para poderla echar de mi aposento, en son de santa para los demás y por todo estremo disoluta comigo, como si fuera criada en la casa más pública del mundo, y con tal sagacidad, que otro que yo entre todos los criados ni su ama misma le alcanzaron a conocer aquel secreto. Y con él me regalaba tanto, que siempre abundaba mi caja de colaciones, como si fuera una confitería. Proveíame de toda ropa blanca, bien aderezada, olorosa y limpia. Su señora gustaba dello, porque a los dos nos tenía por santos. Dábame dineros que gastase, sin que yo tampoco supiese al cierto de dónde los había, quién o cómo se los daba. Bien que se me traslucían algunas cosas; mas, por no caer de mi punto, no quise ser curioso en apurarla; y para nunca perderla en cuanto yo allí estuviese y mejor poder obligarla, íbala sustentando con palabras y esperanzas, que teniendo con qué, buscaría manera como ahorrarla y me casaría con ella. Esto le hacía desvelar y enloquecer en mi servicio. Porque, según el amor que le fingí, aunque muy astuta, siempre lo tuvo por cierto, como si yo no fuera hombre y ella esclava.

No sabía mi ama de más hacienda ni más poseía de aquello que yo le daba. La de la ciudad estaba en mi mano, y juntamente gobernaba la del campo y toda la esquilmaba. Porque mi disinio era hacer una razonable pella y dar comigo lejos de allí a buscar nuevo mundo. Queríame pasar a las Indias y aguardaba embarcación, como quiera que fuese; mas no lo pude lograr. Que, conociendo mi ama su cierta perdición, que los caseros le decían haberme ya pagado, los pastores que vendía los ganados, el capataz que sacaba los vinos de las bodegas y que de todo no vía blanca, porque me alzaba con ello, determinóse a comunicarlo a solas con un hidalgo deudo suyo. Díjole la mala cuenta que daba, que le pusiese conveniente remedio. Él, sin decirme palabra, ya cuando yo andaba en vísperas de alzar las eras, muy descuidado y libre de tal suceso, estando durmiendo la siesta con mucho reposo, dio un alguacil sobre mí, prendióme y, sin decir por qué ni cómo, sino que allá me lo dirían, me llevó a la cárcel.

Esto se hizo porque no se alborotase la casa ni el barrio con algunas libertades mías, cuando supiese por cúya orden me prendían. Iba yo por el camino suspenso y mentecapto. Ya juzgaba si fuese requisitoria de Italia, ya si de mis acreedores en Castilla o si de mis nuevos hurtos no purgados en aquella ciudad. Y aunque de cualquiera cosa déstas me pesaba, sentía mucho perder aquel pesebre. Que con el mal nombre faltaría mi estimación y no me acudirían como antes. Mas ¡paciencia! ¡Gracias a Dios, que ya esta desgracia sucedió a tiempo que me halló de corona! Que, como mi madre vivía por sí, poco a poco le iba llevando cuanto recogía y ella me lo guardaba. Después abrieron mi caja y no hallaron en ella más que una bula del año pasado y trastos viejos. Acudieron a la cárcel a pedirme cuenta. Dila tan mala como se puede presumir de quien sólo cobraba y nunca pagaba. No hay tales cuentas como las en que se reza. Hiciéronme terrible cargo. Quedóse la data en blanco. Acudieron al fraile, dándole parte del caso. Él, como prudente, ni condenó ni absolvió, hasta darme un oído y juzgar después de informado de ambas partes. Vínome a visitar a la cárcel. Neguéselo todo a pie juntillo, afirmando ser falso testimonio que me levantaban y estar tan inocente, que ninguno lo era más en el mundo de aquel negocio, y así esperaba en Dios que, como libró a Josef y a Susana, no se descuidaría de mi verdad ni dejaría perecer mi justicia; más que todo aquello y castigos mayores merecían mis culpas, por otras ofensas contra su divina majestad cometidas.

El buen religioso no sabía qué ni a quién había de dar crédito. Quedó perplejo y, en caso de duda, se acostó por entonces a la parte del caído, socorriendo a lo más flaco. Estúvome consolando con palabras, prometiéndome su solicitud en mi defensa, encomendando mis negocios al Señor, que me librase y tuviese de su mano. Despidióse de mí. Fuese al oficio del escribano para quererme abonar, pidiéndole por caridad que mirase mucho por mi causa, que me tenía sin duda por varón santo. Mas cuando el escribano le oyó decir esto, riéndose mucho dello sacó los procesos que contra mí tenía y, haciéndole relación de las causas, diciéndole quién yo era, los hurtos que había hecho y, embelecos de que usaba, corrióse y con toda la sencillez del mundo, sin creer que me dañaba, le contó el caso que con él me había pasado y por el orden que me había conocido, de donde había resultado acreditarme tanto porque no lo tuviesen por hombre falto que se movía sin causas en mi defensa. Cuando el escribano le oyó, sintió en el alma mi maldad, que así hubiese querido burlar a un tan grave personaje. Indinóse contra mí de manera, con un coraje tan encendido, que si en su mano fuera, me ahorcara luego. Dejó el oficio, fue a casa del teniente, hízole relación de palabra y tal que lo puso de su misma tinta. Y afrentado dello, como si les hubieran dado poder en causa propria, me cogieron a cargo, haciéndome de aquél otro nuevo y mandándome agravar prisiones, dijeron a el alcaide que me tuviera en un calabozo.

No me cogió tan desnudo este día, que me faltasen dineros con que sustentar la tela y hacer la guerra. Mas es la cárcel de calidad como el fuego, que todo lo consume, convirtiéndolo en su propria sustancia. Largas experiencias hice della y por mi cuenta hallo ser un molino de viento y juego de niños. Ninguno viene a ella que no sea molinero y muela, diciendo que su prisión es por un poco de aire, un juguete, una niñería. Y acontece a veces traer a uno déstos por tres o cuatro muertes, por salteador de caminos o por otros atrocísimos y feos delitos. Ella es un paradero de necios, escarmiento forzoso, arrepentimiento tardo, prueba de amigos, venganza de enemigos, república confusa, infierno breve, muerte larga, puerto de suspiros, valle de lágrimas, casa de locos donde cada uno grita y trata de sola su locura. Siendo todos reos, ninguno se confiesa por culpado ni su delito por grave. Son los presos della como la parra de uvas, que, luego que comienzan a madurar, cargan avispas en cada racimo y sin sentirse los chupan, dejándole solamente las cáscaras vacías en el armadura, y, según el tamaño, así acude la enjambre.

Cuando traen a uno preso, le sucede lo proprio. Cargan en él oficiales y ministros hasta no dejarle sustancia. Y cuando ya no tiene qué gastar, se lo dejan allí olvidado. Y esto sería menos mal, respeto de otro mayor que acostumbran, dándole luego con la sentencia, como a pobre, dejándolo perdido y desbaratado. Luego como lo entregan al primer portero, en la puerta principal de la calle le hacen el tratamiento que su bolsa merece; que aquel portero hace como el que compra, que nunca repara en la calidad que tiene quien vende, sino en lo que vale la cosa que le venden. Así él, no se le da un real que sea el preso quien fuere; sólo repara en lo que le diere. Cuando el caso no es de calidad ni tiene pena corporal que nazca de atrocidad, como sería muerte, hurto famoso, pecado feo y otros cuales aquestos, déjanlo andar por la cárcel, habiéndoselo pagado.

Era mi prisión primera, hasta que diera fianzas de estar a derecho por aquella deuda. Ya me conocían. Todos nos entendíamos. Éramos camaradas. Contentélos y quedéme abajo con ellos; aunque siempre tuve ojo a si pudiese con buen seguro coger la puerta y esperaba mejor comodidad para hacerlo. Mas desde que asomé por vistas de la cárcel y después de ya dentro della, estuve rodeando de veinte procuradores, que con su pluma y papel escrebían mi nombre y la causa de mi prisión, facilitándola todos. El uno decía ser su amigo el juez, el otro el escribano, el otro que dentro de dos horas haría que me diesen en fiado. Decía otro que mi negocio era cosa de burla, que por los aires me haría soltar luego con seis reales. Cada uno se hacía señor de la causa y decía pertenecerle: aquéste, porque me acompañó desde que me vio traer preso y se previno comigo del negocio; aquél, porque yo le rogué que me fuese a llamar a un mi amigo escribano, allí junto a la cárcel; otro, porque fue quien primero escribió y tenía ya hecha petición para el teniente. Mas de todos ellos entre mí me reía, porque los conocía y sabía su trato, que sólo viven de coger de antemano lo que pueden y después con dos yuntas de bueyes no les harán dar paso. Y hubo alguno dellos que, teniendo poder para defender a un ladrón, entró a pedirle dineros para hacer el interrogatorio, después de rematado a las galeras.

Estando altercando todos cuál había de procurar mi negocio, entró rompiendo por ellos, confiado y hecho señor dél, cierto procurador que antes lo había sido mío en las causas criminales, y dijo -¿Acá está Vuestra Merced? Díjele que sí, pues me habían preso. Y díjome: -¿Pues qué ha sido la causa? Y cuando se la hube dicho, respondióme: -Ríase Vuestra Merced dello y calle. ¿Tiene ahí algún dinero que llevemos a el escribano y daré luego petición al teniente para que le mande soltar con fianzas de la haz? Y si no lo proveyere, lo llevaremos a la sala mañana y esos señores lo mandarán luego. Yo hablaré a uno dellos, que es gran señor mío, y no estará Vuestra Merced aquí a mediodía.

Cuando los otros oyeron esto, dijeron que qué o qué gentil manera de dar petición. -¡Estamos aquí veinte hombres dos horas ha trabajando en el negocio y viénese agora muy de su espacio a querer escrebir en él!

Mi procurador les dijo: -Señores, aunque Vuestras Mercedes hubieran escrito en él dos meses ha, en llegando yo había de ser negocio mío, que aqueste caballero es muy mi grande amigo y despáchole yo sus negocios todos. Bien pueden irse con Dios y dejarlo. Ellos, cuando le oyeron, replicaron: -¡Oh qué lindito, qué gentil manera de negociar y qué buena flor se porta y con qué nos viene agora, sus manos lavadas, a querer llevar la causa! Váyase norabuena, que aqueste caballero verá la razón y dará su poder a quien quisiere. No tengamos aquí voces.

Él que sí, los otros que no, asiéronse de manera que se vinieron a decir quiénes eran, sin dejar mancha por sacar y la manera con que robaban a los presos. Que fue un coloquio para quien los oyó de mucho entretenimiento, por ser de verdades, representado al vivo. Y es trato común suyo éste de cada hora y con cada preso. Ya, cuando los hubieron metido en paz, me llegué a mi dueño viejo y pedíle que acudiese a lo necesario, que yo lo pagaría. Dile cuatro reales y no lo volví a ver en aquellos quince días. Bien sabía yo ya lo que había de hacer y que por sólo aquello venía, por asegurar la olla del día siguiente y tener con qué salir a la plaza; mas fueme forzoso elegirlo a él por temor que tuve, que, como sabía mis causas viejas, a dos por tres descornara la flor y me hiciera en dos horas juntar un ciento dellas. Y si así como así, o porque callase o porque procurase, le había de pagar, tuve por mejor que fuese mi procurador, aunque aquél no era negocio de muchas tretas y sólo consistía en dinero. Mas después, cuando me vinieron a encomendar por el embeleco, que se vinieron a juntar las causas, lo hube bien menester.

Ya iba el negocio de veras. Pasáronme arriba. Quisieron echarme grillos. Redimílos a dineros, pagué al portero a cuyo cargo estaban y al mozo que los echa. El escribano acudía; las peticiones anduvieron; daca el solicitador, toma el abogado, poquito a poquito, como sanguijuelas, me fueron chupando toda la sangre, hasta dejarme sin virtud. Quedé como el racimo seco, en las cáscaras. A todo esto no es bien pasar en silencio lo que con mi dama me pasaba, pues cada mañana luego en amaneciendo llovía sobre mí el mana. En ella hallaba mi remedio, proveyéndome de todo lo necesario. Y en el rigor de mi prisión, habiéndome sentenciado el teniente a galeras, me envió una carta que, por ser donosa, me pareció hacer memoria della y porque también es bien aflojar a el arco la cuerda contando algo que sea de entretenimiento. Decía desta manera:

«Sentenciado mío: La presente no es para más de que dejéis la tristeza y toméis alegría. Baste que yo no la tenga por ti, mi alma, desde el día de Santiago a las dos de la tarde, que te prendieron durmiendo la siesta, que aun siquiera no te dejaron acabar de reposar, y más la que hoy he recebido, con que me han dicho que ya te sentenció el teniente a docientos azotes y diez años de galeras. Malos azotes le dé Dios y en malas galeras él esté. Bien parece que no te quiere como yo ni sabe lo que me cuestas. Díceme Juliana que te diga que apeles luego. Apela veinte veces y más, las que te pareciere, y no te se dé nada, que todo se remediará con el favor de Dios y ese señor teniente. Aun bien que no te has de quedar ahí para siempre. Que, para esta cara de mulata que se ha de acordar de las lágrimas que me ha hecho verter, que han sido tantas, que por poco lo hubiera dado a sentir a todo el mundo; y más lo hubiera dado a sentir, si no fuera por temor de quedar ahogada en ellas y después no gozarte. Que a fe que te tengo ya pesado a ellas y sacaréte a nado de aquese calabozo donde tienes mi alma encadenada. Juliana dirá los cabellos que me saqué de la cabeza cuando me lo dijeron. Ahí te lleva veinte reales para tu pleito y con que te huelgues, por que te acuerdes de mí. Aunque yo sé cuando para mí no eran menester estos proverbios y en un momento que me apartaba de ti para echar carbón a la olla se te hacían mil años. Acuérdate, preso mío, de lo que te adoro y recibe aquesa cinta de color verde, que te doy por esperanza que te han de ver mis ojos presto libre. Y si para tus necesidades fuere menester venderme, échame luego al descubierto dos hierros en ésta y sácame a esas Gradas, que yo me tendré por muy dichosa en ello. Dícesme que Soto, tu camarada, está malo de que se burló mucho el verdugo con él hasta hacerlo músico. Hame pesado que un hombre tan principal haya consentido que aquese hombrecillo vil y bajo se le atraviese y que de su miedo haya dicho lo suyo y lo ajeno. Dale mis encomiendas, aunque no lo conozco, y dile que me pesa mucho y parte con él de aquesa conserva, que para ti, bien mío, la tenía guardada. Mañana es día de amasijo y te haré una torta de aceite con que sin vergüenza puedas convidar a tus camaradas. Envíame la ropa sucia y póntela limpia cada día. Que, pues ya no te abrazan mis brazos, cánsense y trabajen en tu servicio para las cosas de tu gusto. Mi ama jura que te ha de hacer ahorcar, porque dice que la robaste. Harto más tiene robado ella a quien tú sabes. Ya me entiendes, y a buen entendedor, pocas palabras. Si Gómez, el escudero, te fuere a ver, no le hables palabra, que es hombre de dos caras y se congracia con todos y es amigo de taza de vino. De todo te doy aviso y, porque aquésta no es para más, ceso y no de rogar a Dios que te me guarde y saque de aquese calabozo. Fecha en este tu aposento a las once de la noche, contemplando en ti, bien mío. Tu esclava hasta la muerte.»

Aquésta mantuvo la tela todo el tiempo de aquel trabajo. Porque los gastos eran muchos y, por mucho que había recogido, todo se deshizo como la sal en el agua. También mi madre, cuando vio mi pleito mal parado, díjome que la robaron y, a lo que yo entendí, fue que se quiso quedar con ello. Fueme forzoso hacerme con los demás y andar a el hilo de la gente. Mi pleito anduvo. El dinero faltó para la buena defensa. No tuve para cohechar a el escribano. Estaba el juez enojado y echóse a dormir el procurador. Pues el solicitador, ¡pajas! Ya no había sustancia en el gajo. Fuéronse las avispas. Dejáronme solo. Confirmaron la sentencia, con que los azotes fuesen vergüenza pública y las galeras por seis años.

Cuando me vi galeote rematado, rematé con todo al descubierto. Jugaba mi juego sin miedo ni vergüenza, como esclavo del rey, que nadie tenía ya que ver comigo; pero muy consolado que también a mi camarada Soto lo condenaron a lo mismo y salimos en una misma colada. Y, si como estuvimos en la prisión juntos y en un calabozo y pasamos la misma carrera, quisiera que nos conserváramos, a él y a mí nos hubiera ido mejor, mas, como verás adelante, salióme zaino. Era muy gentil aserrador de cuesco de uva. Siempre había de ser su taza de profundis, que hiciese medio azumbre. Y esto lo descompuso en el ansia; que, por haberse puesto a orza, cantó llanamente a las primeras vueltas.

Viéndome ya rematado y sin algún remedio ni esperanza dél, quise probar mi ventura, mas no la tuve nunca y fuera milagro que no me faltara entonces. Híceme por quince días enfermo. No salí del calabozo ni me levanté de la cama, y al fin dellos ya tenía prevenido un vestido de mujer. Con una navaja me quité la barba y, vestido, tocado y afeitado el rostro, puesto mi blanco y poco de color, ya cuando quiso anochecer, salí por las dos puertas altas de los corredores, que ninguno de los porteros me habló palabra y tenían ambos buena vista, sus ojos claros y sanos. Mas, cuando llegué abajo a la puerta de la calle y quise sacar el pie fuera, puso el brazo delante del postigo un portero tuerto de un ojo, ¡que a Dios pluguiera y del otro fuera ciego! Detúvome y miróme. Reconocióme luego y dio el golpe a la puerta. Yo iba prevenido de un muy gentil terciado, para lo que pudiera sucederme. Quiso mi desgracia que lo saqué a tiempo que ya no me pudo aprovechar. Criminóse con esto mi delito. Hiciéronme volver arriba y, fulminándome nueva causa, me remataron por toda la vida. Y no fue poca cortesía no pasearme con aquel vestido, como se hizo alguna vez con otros. Pensé huir el peligro y di en la muerte.

CAPÍTULO VIII

SACAN A GUZMÁN DE ALFARACHE DE LA CÁRCEL DE SEVILLA PARA LLEVARLO

AL PUERTO A LAS GALERAS. CUENTA LO QUE PASÓ EN EL CAMINO Y EN ELLAS

Galeote soy, rematado me veo, vida tengo de hacer con los de mi suerte, ayudarles debo a las faenas, para comer como ellos. Híceme de la banda de los valientes, de los de Dios es Cristo. Púseme mi calzón blanco, mi media de color, jubón acuchillado y paño de tocar, que todo me lo enviaba mi dama con esperanzas que aún había de pasar aquel tiempo y había de tener libertad. Con esto y cobrando mis derechos de los nuevos presos, pasaba gentil vida y aun vida gentil; que tal es la de los tales como yo cuando se hallan allí en aquel estudio. Cobraba el aceite, prestaba sobre prendas, un cuarto de un real por cada día. Estafaba a los que entraban. Dábales culebras, libramientos y pesadillas. Porque allí, aunque se conoce a Dios, no se teme. Tiénenle perdido el respeto, como si fueran paganos. Y por la mayor parte los que vienen a semejante miseria son rufianes y salteadores, gente bruta, y por maravilla cae o por desdicha grande un hombre como yo. Y cuando sucede acaso es que le ciega Dios el entendimiento, para por aquel camino traerlo enconocimiento de su pecado y a tiempo que con clara vista lo conozca, le sirva y se salve. Hubo en mi tiempo un rufián, que, teniéndolo sentenciado a muerte y puesto en la enfermería para sacarlo el día siguiente a justiciar, viendo jugar en tercio a los que lo guardaban, se levantó del banco y se fue para ellos como pudo, con sus dos pares de grillos y una cadena. Y preguntándole dónde iba, dijo: «Acá me vengo a pasar el tiempo un rato.» Los guardas le dijeron que se ocupase rezando y encomendándose a Dios, y respondióles: «Ya tengo rezado cuanto sé y no tengo más que hacer. Barajen y echen por todos y tráigase vino con que se ahogue aquesta pesadumbre.» Dijéronle ser muy tarde, que ya estaba cerrada la taberna, y dijo: «Díganle a ese hombre que es para mí. Basta, no digan más y juguemos. Que juro a Cristo que no entiendo en lo que ha de parar este negocio.» A este son bailan todos. Otros hay que se mandan hacer la barba y cabello para salir bien compuestos, y aun mandan escarolar un cuello almidonado y limpio, pareciéndoles que aquello y llevar el bigote levantado ha de ser su salvación. Y como en buena filosofía los manjares que se comen vuelven los hombres de aquellas complexiones, así el trato de los que se tratan. De donde se vino a decir: «No con quien naces, sino con quien paces.»

Ya yo era uno destos y, como bárbaro, quería ocupar un poco de dinerillo que tenía en alquilar uno de aquellos bodegones de la cárcel, mas temiendo el día que pudieran tocar a el arma y por no dejar perdido el empleo, no lo hice y acertélo. Que, como ya hubiese número de veinte y seis galeotes y trujésemos inquieta la cárcel, temió el alcaide no le hiciésemos algún guzpátaro por donde nos despareciésemos. Hizo diligencia en descargarse de nosotros. Un lunes de mañana nos mandaron subir arriba y, dando a cada uno el testimonio de su sentencia, nos fueron aherrojando y, puestos en cuatro cadenas, nos entregaron a un Comisario que nos llevase nuestro poco a poco, un rato a pie y otro paseándonos. Desta manera salimos de Sevilla con harto sentimiento de las izas, que se iban mesando por la calle, arañándose las caras, por su respeto cada una. Y ellos, los sombreros bajos encima de los ojos, iban como corderos mansos y humildes, no con aquella braveza de leones fieros que solían, porque no les valía hacerlos.

No puedo negar haberlo sentido mucho, acordándome de tanto tiempo bueno como por mí pasó y cuán mal supe ganarlo. Vínome a la memoria: «Si esto se padece aquí, si tanto atormenta esta cadena, si así siento aqueste trabajo, si esto pasa en el madero verde, ¿qué hará el seco? ¿Qué sentirán los condenados a eternidad en perpetua pena?» En esta consideración pasé las calles de Sevilla, porque ni mi madre me acompañó ni quiso verme y solo fue, solo entre todos. Caminábamos a espacio, según podíamos, y era harto poco. Porque, cuando yo iba libre, quería detenerse mi compañero a lo que le hacía necesario. El otro iba cojo de llevar el pie descalzo y todos los más muy fatigados. Éramos hombres y, como tales, en sentir ninguno se nos aventajaba.

¡Oh condición miserable nuestra y a cuántos varios y miserables casos estamos obligados! Llegamos a las Cabezas, y al salir dellas una mañana, ya que tendríamos andado poco más de media legua, devisó uno de nosotros a un mozuelo que venía hacia el pueblo con una manada de lechoncillos de cría y, pasando la palabra de uno en otros, nos pusimos en ala, como si fueran las galeras del turco, y, hecho de todos una media luna, les acometimos de tal orden que, cerrando los cuernos delanteros, nos quedaron en medio y, a bien librar del mozuelo, venimos a salir a lechón por hombre. Bien que dio gritos, haciendo exclamaciones, pidiéndole a el Comisario que por un solo Dios nos los mandase volver; mas él se hizo sordo, como quien había de ser el mejor librado, y nosotros pasamos adelante con la presa. Cuando a la venta llegamos a sestear, quisiera el Comisario que partiéramos del hurto con él, que, pues había sido consentidor, tenía la misma parte que cualquier agresor. Mandó le asasen uno, y sobre cuál había de dar el suyo se levantaba un alboroto de la maldición, porque no había en todos nosotros tres que tuviesen uso de razón. Cuando vi el motín y que pudiera justamente hacerme a mí más cargo, por de más entendimiento, dije: -Señor Comisario, aquí tiene Vuestra Merced el mío a su servicio. Si gustare dello, pues hay harta gente de guarda, mande Vuestra Merced que me deshierren, que yo lo aderezaré de mi mano, que aún reliquias me quedaron de tiempo de un buen cocinero.

Agradecióme mucho el cumplimiento y dijo: -Verdaderamente, después que vienes a mi cargo, he reconocido en ti cierta nobleza, que debe proceder de alguna buena sangre. Yo te agradezco el presente y holgaré comerlo como lo tienes ofrecido.

Sacóme de la cadena y, encomendándome a las guardas, pedí el recabdo que fue necesario y, según el malo que allí había, no pude más sazonarlo bien de asado con sus huevos batidos y sal. Quisiérale hacer algún relleno, mas faltó lo necesario. Hícele una salsa de los higadillos, que le supo muy bien. Habían llegado en la misma ocasión unos pasajeros, los cuales no poco les pesó de hallarnos allí, por parecerles que aun las orejas no tenían seguras de nosotros. La mesa en que habían de comer era una banca larga, llegada junto a un poyo. La comida se aderezó para todos junta.

El Comisario les hizo cumplimiento. Sentáronse los tres a la hila y el uno dellos tomó su portamanteo y, poniéndolo a sus pies debajo de la mesa, puso también unas alforjas, en que traía queso, la bota del vino y un pedazo de jamón. Y para poderlo sacar mejor, desvió por delante un poco el portamanteo, dejando las alforjas entremedias del y de sus piernas. Yo, cuando vi que tanto se recataba, sospeché que no sin causa y, pidiéndole un cuchillo a la huéspeda, lo metí en el brazo por entre la manga, y poniendo un barreño grande con agua debajo de la mesa y en él una garrafa de vino a enfriar para servir al Comisario, cada vez que me bajaba para querer dar vino, trabajaba un poco en el portamanteo. Hasta que, habiéndole quitado las hebillas y dándole una gentil cuchillada, pegada con la cadenilla, saqué dél dos envoltorios pequeños y algo pesados. Los cuales acomodé por luego en los calzones y, volviendo a ponerle las hebillas, quedó todo cubierto, sin dejarse ver alguna cosa del hurto.

Acabaron de comer, alzóse la mesa, y hecha la cuenta, se fueron los forasteros y nosotros comenzamos a querer aliñar para también hacer lo mismo. Soto, mi camarada, iba en otra cadena diferente. Que no poca pena me daba no poder ir parlando con él. Mas, antes que me herrasen, lleguéme a él de secreto y dile los dos líos, que los guardase, para poder después en mejor ocasión saber lo que llevaban. Recibiólos alegremente y, matando su lechoncillo sin que se lo sintiese alguno, se los metió en el cuerpo y abocóle las asadurillas a la herida, de manera que no se cayesen y mejor pudiese tenerlos encubiertos. Ya, cuando me quisieron meter en la cadena, roguéle a el Comisario me hiciese merced en acomodarme con mi camarada y él de muy buena gana lo hizo. Sacó a uno de los de aquel ramal y trocónos. Íbamos caminando perezosamente, según costumbre. Y a pasos andados díjele a Soto: -¿Qué os digo, camarada? ¿Dónde guardastes aquello?

Él, como si no me conociera ni le hubiera dado alguna cosa, se hizo tan de nuevas, que me hizo sospechar si acaso habría bebido al uso de la patria y estaba trascordado. Íbale haciendo recuerdos de cuando en cuando y él negaba siempre, hasta que, mohíno, me dijo: -¿Venís borracho, hermano? ¿Qué me pedís o qué me distes, que ni os entiendo ni os conozco?

No puedo exagerar el coraje que allí recebí de semejante ingratitud en un hombre a quien yo tanto había regalado siempre, que bocado no comí sin que con él partiese, ni real tuve de que no le diese medio y que también había de tener en aquello su parte, que me negase amistad y lo que le había dado. Él era de mala digestión; alborotóse a mis palabras, desentonó la voz con juramentos y blasfemias, que obligaron a el Comisario a quererlo castigar con un palo. Yo, confiado en la merced que me hacía, le supliqué lo dejase, porque iba enojado. Y queriendo saber la causa de tanta descompostura y viendo que ya se quería quedar con todo, hice mi cuenta: «Si a el Comisario le digo lo que pasa, podrá ser que, ya que no todo, a lo menos partirá comigo y tocaré algo siquiera. No se ha de quedar este ladrón con ello, riéndose de mí.» Determinéme a contarle lo sucedido, que no poco se debió de holgar por la codicia que luego le nació de quitárnoslo a entrambos.

Mandóle a Soto que luego diese lo que le había dado. Nególo valentísimamente. Hizo que las guardas lo buscasen. Hicieron su diligencia y no le hallaron memoria dello. Creí que también él hubiese hecho lo que yo y dádolo a otro. Díjele al Comisario que sin duda lo habría rehundido entre los más que íbamos allí, porque real y verdaderamente yo se los di. Él, viendo que palabras blandas, amenazas ni otro algún remedio era parte a que lo manifestase, mandó hacer alto para hacerle dar tomento. Y como allí no había otros instrumentos más que cordeles, diéronselo en las partes bajas. Y en comenzando a querer apretar, por ser tan delicadas y sensibles y él que siempre fue de poco ánimo, confesó dónde los llevaba. Luego le quitaron el lechón -que aun también se quedó sin él-, y sacados los líos para ver lo que iba en ellos, hallaron en cada uno un rosario de muy gentiles corales, con sus estremos de oro, que debían ser encomiendas diferentes. Él se los echó en la faltriquera, prometiéndome hacer amistad por ello y darme lo que yo quisiere. Soto se indinó contra mí de manera que fue necesario volvernos a dividir, porque, aun divididos, le pusieron guadafiones a los pulgares en cuanto iba caminando, porque cuando hallaba guijarros me los tiraba.

Con este trabajo llegamos a las galeras a tiempo que las querían despalmar para salir en corso y, antes de meternos en ellas, nos llevaron a la cárcel, donde pasamos aquella noche con la mala comodidad que las pasadas, y allí peor, por ser estrecha y estar ocupada. Mas, como tal o cual, así la llevamos, y había de ser por fuerza, pues no podíamos, aunque quisiéramos, arbitrar ni escoger. Habló el Comisario con los oficiales reales. Vinieron con los de las galeras y el alguacil real y, habiéndonos ya reseñado y hecho nuestros asientos, dieron su recabdo del entrego a el Comisario y, diciéndome que me vería y lo haría bien comigo, tomó su mula y acogióse, que nunca más lo vi.

Para querernos pasar de la cárcel a las galeras, antes de sacarnos hicieron en ella repartimiento y a seis de nosotros nos cupo ir juntos a una, y -¡mis pecados, que así lo quisieron!- el uno dellos era Soto, mi camarada. Luego nos entregaron a los esclavos moros, que con sus lanzones vinieron a llevarnos y, atándonos las manos con los guardines que para ello traían, fuimos con ellos. Entramos en galera, donde nos mandaron recoger a la popa, en cuanto el capitán y cómitre viniesen, para repartirnos a cada uno en su banco, y, cuando llegaron, anduviéronse paseando por crujía, y los esforzados de una y otra banda comenzaron a darles voces, pidiendo que se les echasen a ellos. Unos decían que tenían allí un pobreto inútil, otros que cuantos había en aquel banco todos eran gente flaca. Y viendo lo que más convenía, me cupo el segundo banco, adelante del fogón, cerca del rancho del cómitre, al pie del árbol. Y a Soto lo pusieron en el banco del patrón. Diome pena tenerlo tan cerca de mí, por la enemistad pasada; que nunca más pudimos digerirnos el uno a el otro. Él a lo menos, que tenía corazón crudo. Porque yo jamás le negué amistad ni le había de faltar en lo que me hubiera menester. Mas él quisiera que, como el Comisario se alzó con todo, se lo hubiera dejado. Y lo hubiera hecho si tan mal pago creyera que había de darme.

Cuando me llevaron al banco, diéronme los dél el bienvenido, que trocara de buena gana por un bienescusado. Diéronme la ropa del rey: dos camisas, dos pares de calzones de lienzo, almilla colorada, capote de jerga y bonete colorado. Vino el barberote. Rapáronme la cabeza y barba, que sentí mucho, por lo mucho en que lo estimaba; mas acordéme que así corría todo y que mayores caídas habían otros dado de más alto lugar. Quité los ojos de los que iban delante y volvílos a los que venían detrás. Que, aunque sea verdad ser la suma miseria la de un galeote, no la hallaba tanta como mi primero malcasamiento, y consoléme con los muchos que semejante tormento quedaron padeciendo. El mozo del alguacil se llegó luego a echarme una calceta y manilla, con que me asió a un ramal de los más mis camaradas. Diéronme mi ración de veinte y seis onzas de bizcocho. Acertó a ser aquel día de caldero y, como era nuevo y estaba desproveído de gábeta, recebí la mazamorra en una de un compañero. No quise remojar el bizcocho, comílo seco, a uso de principiante, hasta que con el tiempo me fue haciendo a las armas.

El trabajo por entonces era poco, porque, como se concertaban las galeras y estaban

despalmadas, no servía de otra cosa toda la guzma que de dar a la banda cuando nos lo mandaban, por que no se derritiese con el sol el sebo. Todo el vestido que metí en galera, lo junté y vendí. Hice dello algún dinerillo, el cual junté con otro poco que saqué de la cárcel, y no sabía cómo ni dónde poderlo tener guardado con secreto, para socorrer algunas necesidades que suelen ofrecerse, o para hacer algún empleo con que poder hallarme con seis maravedís cuando los hubiese menester. Y como ni allí tenía cofre, arca ni escritorio cerrado adonde poderlo guardar, me trujo un poco inquieto, sin saber qué hacer dél. En tenerlo comigo corría peligro de los compañeros; darlo a tercero ya tenía experiencia de la mala correspondencia. Todo lo veía malo. Hube de pensarlo bien y resolvíme que no podría darle mejor lugar y secreto, que arrimado con el corazón. Otros lo tienen adonde ponen su tesoro y púselo yo al revés. Busqué hilo, dedal y aguja, hice una landre, donde, cosiéndolo muy bien, lo traía puesto, como dicen, a el ojo, libre de sus amigos, enemigos míos, que siempre me lo andaban asechando, en especial un famoso ladrón, camarada mía de junto a mí, que no fue posible hurtarme dél a media noche y a escuras, para guardarlo en aquella parte; porque, cuando me sentía dormido, me visitaba todo al tiento y, como las alhajas no eran muchas, eran fácilmente visitadas. Recorrióme la mochila, el capote y los calzones, hasta que vino a dar con el almilla, que mejor la pudiera llamar alma, pues con aquel calor vivificaba la sangre con que la sustentaba. Su cuidado era mucho en robarme y no menor el mío en recelarme. Que, si alguna vez me la desnudaba, de tal manera la ponía, que fuera imposible, no llevándome a cuestas, podérmela sacar de abajo.

Con esta solicitud caminaba y estuve mucho tiempo, en el cual, como considerase que dondequiera que un hombre se halle tiene forzosa necesidad para sus ocasiones de algún ángel de guarda, puse los ojos en quien pudiera serlo mío; y, después de muy bien considerado, no hallé cosa que tan a cuento me viniese como el cómitre, por más mi dueño. Que, aunque sea verdad que lo es de todos el capitán como señor y cabeza, nunca suele por su autoridad empacharse con la chusma. Son gente principal y de calidad, no tratan de menudencias ni saben quién somos. También porque lo tenía por más vecino y como a tal pudiera regalarlo con facilidad, y por ser el que tiene mano y palo. Desta manera me fui poco a poco metiendo cuña en su servicio, ganando siempre tierra, procurando pasar a los demás adelante, tanto en servirlo a la mesa, como en armarle la cama, tenerle aderezada y limpia la ropa, que a pocos días ya ponía los ojos en mí. No pequeña merced recebía que se dignase de verme, pareciéndome cada vez que me miraba una bula o indulto de azotes y que me dejaba con esto absuelto de culpa y de pena. Mas engañarme, porque, como naturalmente son ásperos y se buscan tales para tal oficio, nunca ponen los ojos para considerar ni agradecer lo bueno, sino para castigar lo malo. No son personas que agradecen, porque todo se les debe. Matábale de noche la caspa, traíale las piernas, hacíale aire, quitábale las moscas con tanta puntualidad, que no había príncipe más bien servido, porque, si le sirven a él por amor, a el cómitre por temor del arco de pipa o anguila de cabo, que nunca se les cae de la mano. Y aunque sea verdad que no es aqueste modo de servir tan perfeto y noble como otro, a lo menos pone mayor cuidado el miedo. Entre unas y otras, cuando lo vía desvelado lo entretenía con historias y cuentos de gusto. Siempre le tenía prevenidos dichos graciosos con que provocarle la risa; que no era para mí poco regalo verle alegre la cara. Ventura tuve con él acerca desto y mereciólo mi buen servicio, porque ya no quería que otro le sirviese las cosas de su regalo, sino yo. En especial que tenía sobre ojos a un forzado que antes que yo le había servido. Porque, con tratarlo bien, siempre andaba desmedrado y cada día se iba más consumiendo. Dábale pena verlo, pues con tener mejor vida que los otros y tanto que le daba de comer de su mismo plato y de lo mejor, era como los potros de Gaeta, que, cuanto más bien los piensan, valen menos y son peores. Viéndonos juntos una tarde sirviéndole a la mesa, me dijo: -Guzmán, pues tienes letras y sabes, ¿no me dirás qué será la causa que habiendo Fermín entrado en galera robusto, gordo y fuerte y habiéndole procurado hacer amistad, teniéndolo en mi servicio, no comiendo bocado que con él no lo partiese, tanto se desmedra más, cuanto yo más lo acaricio?

Entonces le respondí: -Señor, para satisfacer a esa pregunta seráme necesario referir otro caso semejante a ése de un cristiano nuevo y algo perdigado, rico y poderoso, que viviendo alegre, gordo, lozano y muy contento en unas casas proprias, aconteció venírsele por vecino un inquisidor, y con sólo el tenerlo cerca vino a enflaquecer de manera, que lo puso en breves días en los mismos huesos. Y juntamente daré a entrambos la solución con otro caso verdadero, y fue desta manera: «Tuvo Muley Almanzor, que fue rey de Granada, un muy gran privado suyo, a quien llamaron el alcaide Bufériz, hombre muy cuerdo, puntual, verdadero y otras muchas partes dignas de su mucha privanza, por las cuales el rey lo amaba tanto y por la confianza que dél tenía, que ninguna dificultad en el mundo lo fuera para él cuando se atravesara de por medio su servicio. Y como los que aquesta gloria merecen son siempre invidiados de los indignos della, no faltó quien, oyéndole decir a el rey lo dicho, dijo: 'Señor, pues para que veas que no sale cierto lo que tanto encareces del alcaide, pruébalo en alguna dificultad que lo sea, y por la diligencia que para ello pusiere, conocerás de veras las de su alma para contigo.' Fue contentísimo el rey con esto y dijo: 'No sólo le quiero mandar cosa que sea dificultosa, mas aun será imposible.' Y mandándole llamar, le dijo: 'Alcaide, tengo que os encargar una cosa que habéis luego de cumplir so pena de mi desgracia, y es que os entregaré un carnero bueno y gordo, el cual tendréis en vuestra casa, dándole de comer su ración entera, como siempre se le ha dado, y más, si más quisiere, y dentro de un mes me lo habéis de dar flaco.' El pobre moro, que otro no fue siempre su deseo que acertar a servir a su rey, aunque nunca creyó podría salir con un imposible semejante, no por eso desmayó y, recibiendo el carnero, lo hizo llevar a su casa, según se le había mandado; y, puesto a imaginar cómo saldría con su deseo, tanto cavó con el pensamiento, que vino a dar en una cosa muy natural, con que facilísimamente cumplió con el precepto. Hizo que le trujesen hechas dos jaulas, ambas de fuerte madera y de igual tamaño, las cuales puso cercanas la una de la otra y en ellas metió en la una el carnero y en la otra un lobo. Al carnero le daban su ración cumplidamente y a el lobo tan limitada, que siempre padecía hambre y así con ella procuraba cuanto podía, sacando la mano por entre las verjas, llegar adonde la del carnero estaba, por sacarlo della y comérselo. El carnero, temeroso de verse tan cercano a su enemigo, aunque comía lo que le daban, hacíale tan mal provecho, por el susto que siempre tenía, que no solamente no medraba, empero se vino a poner en los puros huesos. Deste modo lo entregó a su rey, no faltándole a lo por él mandado ni cayendo de su acostumbrada gracia.» Mi cuento sirve al propósito, acerca de haberse Fermín enflaquecido en la privanza, pues el temor que tiene de Vuestra Merced, a quien él tanto desea servir, le hace no medrar.

Cayóle al cómitre tan en gracia lo bien que le truje acomodado el cuento, que me hizo mudar luego de banco, pasándome a su servicio con el cargo de su ropa y mesa, por haberme siempre hallado igual a todo su deseo. No por aquella merced, que para mí fue muy grande, habiendo querido excusarme de las obligaciones de forzado, en usar los oficios de galera, dejé por solo mi gusto de acudir a ellos. Quise saber de mi voluntad; que alguna vez podían obligarme de necesidad. Enseñéme a hacer medias de punto, dados finos y falsos, cargándolos de mayor o menor, haciéndoles dos ases, uno enfrente de otro, o dos seises, para fulleros que los buscaban desta manera. También aprendí hacer botones de seda, de cerdas de caballo, palillos de dientes muy graciosos y pulidos, con varias invenciones y colores, matizados de oro, cosa que sólo yo di en ello.

Estando mi peso en este fiel, fue necesario salir a Cádiz mi galera por unos árboles y entenas, brea, sebo y otras cosas. Que fue aqueste viaje la primera cosa en que trabajé. Que, como era tan privado del cómitre, no me obligaban a más de lo que yo quería, y, como aquesta faena no fuese a mi parecer trabajosa, por no ir en alcance o de huida donde importan el trabajo y fuerzas, y por entre puertos de ordinario se boga descansadamente y sin azotes, como por entretenimiento, fui aguantando el remo, sólo por comenzar a saber lo que aquello era en alguna manera. Mas no fue tan poco ni fácil, que a causa de que traíamos remolcando los árboles y entenas, cuando llegamos a dar fondo, no viniese muy bien cansado y sudado, por no querer apartarme de allí ni dar ocasión a murmuración, dejando de la mano lo que una vez quise de mi gusto poner en ella. Fue aquesto causa que con facilidad aquella noche, después de acostado mi amo, me durmiese, dejándome caer como una piedra. Y dilo bien a entender a mis camaradas, pues lo que antes no me habían oído me sintieron entonces, que fue roncar como un cochino. El traidor de mi banco, el primero, como estaba cerca, oyóme y, llamando pasico a otro del mío, muy aliado suyo, le dijo su deseo y buena ocasión que había para hurtarme aquel dinerillo. Acomodáronse ambos, así en la manera del partirlo como del quitármelo, que hubieran salido muy bien con todo si yo no tuviera el padre alcalde. Quitáronmelo con mucha facilidad y luego pasó banco, pareciéndoles que por haber sido de noche y no sentidos de alguno, teniendo ambos firme la negativa, se quedarían con ello.

Después de amanecido, recordados ya todos, yo me levanté algo pesado del sueño, pero ligero de ropa. Porque aquel peso que solía tener encima de mi corazón, ya no lo sentía y pesábame mucho que no me pesase. Miré y hallé mi dinero menos. Quedé mortal, como un defunto. No supe qué hacer. Si callaba, lo perdía, y si hablaba, me lo habían de quitar. Ya me hallé desposeído dello de cualquier manera y entre mí dije: «Si quien me lo quitó no me ha de quedar agradecido ni por ello tengo de recebir dél algún beneficio, mejor será que lo goce quien, ya que se quede con ello, no dejará de hacerme algún reconocimiento, y juntamente con esto quedará castigado el que aqueste daño ha querido hacerme: a lo menos comerálo con dolor, cuando no saque dello algún otro provecho.» Cuando el cómitre se levantó de dormir y le di el vestido, hícele larga relación de mi desgracia, diciéndole cómo había sacado aquellos dinerillos de Sevilla y juntádolos con lo procedido del vestido que metí en galera, lo cual tenía guardado para socorro de algunas necesidades que suelen ofrecerse o para hacer empleo en algo que fuese aprovechado. Enseñéle con esto el falsopeto en que los tenía guardados, que dejaron la señal amoldada, como si fuera cama de liebre que se había levantado della en aquel punto.

Parecióle a el cómitre ser evidente verdad la que le decía y, dándome crédito por sólo aquel indicio y con el amor que me tenía, mandó poner en ejecución dos bancos de adelante y seis de atrás, donde viniendo el mozo del alguacil con el escandallo, le dieron a cada uno cincuenta palos de hurtamano, que les hicieron levantar los verdugos en alto, dejando los cueros pegados en él. Hacíanseles preguntas a cada uno de por sí de lo que sabían de vista o por oídas y, después de bien azotados, los lavaban con sal y vinagre fuerte, fregándoles las heridas, dejándolos tan torcidos y quebrantados, como si no fueran hombres. Cuando sucedió este hurto, acaso no dormía un forzado gitano y, cuando llegó su vez, que lo querían arrizar, dijo que había sentido a su compañero aquella noche antes levantarse y echádose sobre el otro banco mío, pero que no sabía para qué. Cuando el forzado sintió que hablaban dél y lo cargaban, se puso en pie, diciendo que se le había embarazado el ramal en los del otro banco y que tenía el pie de la manilla torcido y se había levantado para desenmarañarla. Mas, como la razón era flaca y no tal que pudiera ser admitida por excusa y más de quien tan bien los conoce, al momento lo arrizaron y diéronle muchos palos más que a los otros. Y fue tanto el coraje que cobró el cómitre con el mozo del alguacil, porque no se los daba con las ganas que él quisiera, que le mandó dar luego a él otros tantos, demás de otros muchos que le dio de su mano con un arco de pipa. Y con aquella ira volvió luego a mandar arrizar otra vez al delincuente, a quien bastaran los azotes ya pasados. Mas cuando se vio arrizar otra vez, creyó del cómitre que lo había de matar a palos hasta que confesase la verdad y tuvo por bien decirla de plano, quién y cómo tenía el dinero y la traza que se había tomado para quitármelo, excusándose lo más que podía, diciendo que bien descuidado estaba él dello, si no lo incitaran.

Fue muy mejorado en azotes por su culpa y volvieron el dinero, que fue de mí muy bien recebido de mano del cómitre, aconsejándome juntamente que lo emplease, aprovechándome dél, que mi comodidad sería muy de su gusto. Iba creciendo como espuma mi buena suerte, por tener a mi amo muy contento y, queriendo salir las galeras, que se habían de juntar con las de Nápoles para cierta jornada, salí a tierra con un soldado de guarda y empleé mi dinerillo todo en cosas de vivanderos, de que luego en saliendo de allí había de doblarlo, y sucedióme bien. Hice, con licencia de mi amo, de aquella ganancia un vestidillo a uso de forzado viejo, calzón y almilla de lienzo negro ribeteado, que por ser verano era más fresco y a propósito.

Ya con las desventuras iba comenzando a ver la luz de que gozan los que siguen a la virtud y, protestando con mucha firmeza de morir antes que hacer cosa baja ni fea, sólo trataba del servicio de mi amo, de su regalo, de la limpieza de su vestido, cama y mesa. De donde vine a considerar y díjeme una noche a mí mismo: «¿Ves aquí, Guzmán, la cumbre del monte de las miserias, adonde te ha subido tu torpe sensualidad? Ya estás arriba y para dar un salto en lo profundo de los infiernos o para con facilidad, alzando el brazo, alcanzar el cielo. Ya ves la solicitud que tienes en servir a tu señor, por temor de los azotes, que dados hoy, no se sienten a dos días. Andas desvelado, ansioso, cuidadoso y solícito en buscar invenciones con que acariciarlo para ganarle la gracia. Que, cuando conseguida la tengas, es de un hombre y cómitre. Pues bien sabes tú, que no lo ignoras, pues tan bien lo estudiaste, cuánto menos te pide Dios y cuánto más tiene que darte y cuánto mejor amigo es. Acaba de recordar de aquese sueño. Vuelve y mira que, aunque sea verdad haberte traído aquí tus culpas, pon esas penas en lugar que te sean de fruto. Buscaste caudal para hacer empleo: búscalo agora y hazlo de manera que puedas comprar la bienaventuranza. Esos trabajos, eso que padeces y cuidado que tomas en servir a ese tu amo, ponlo a la cuenta de Dios. Hazle cargo aun de aquello que has de perder y recebirálo por su cuenta, bajándolo de la mala tuya. Con eso puedes comprar la gracia, que, si antes no tenía precio, pues los méritos de los santos todos no acaudalaron con qué poderla comprar, hasta juntarlos con los de Cristo, y para ello se hizo hermano nuestro, ¿cuál hermano desamparó a su buen hermano? Sírvelo con un suspiro, con una lágrima, con un dolor de corazón, pesándote de haberle ofendido. Que, dándoselo a él, juntará tu caudal con el suyo y, haciéndolo de infinito precio gozarás de vida eterna.» En este discurso y otros que nacieron dél, pasé gran rato de la noche, no con pocas lágrimas, con que me quedé dormido y, cuando recordé, halléme otro, no yo ni con aquel corazón viejo que antes. Di gracias al Señor y supliquéle que me tuviese de su mano. Luego traté de confesarme a menudo, reformando mi vida, limpiando mi conciencia, con que corrí algunos días. Mas era de carne. A cada paso trompicaba y muchas veces caía; mas, en cuanto al proceder en mis malas costumbres, mucho quedé renovado de allí adelante. Aunque siempre por lo de atrás mal indiciado, no me creyeron jamás. Que aquesto más malo tienen los malos, que vuelven sospechosas aun las buenas obras que hacen y casi con ellas escandalizan, porque las juzgan por hipocresía.

Dicen vulgarmente un refrán, que se sacan por las vísperas los disantos. El que quisiere saber cómo le va con Dios, mire cómo lo hace Dios con él y sabrálo fácilmente. ¿Pones tu diligencia, haces lo que tienes obligación a cristiano, son tus obras de algún mérito? Conocerás que recibe Dios tu sacrificio y tiene puestos los ojos en ti. Mira si te trata como se trató a sí. Que señal segura es que tu señor te ama, cuando del pan que come, del vestido que viste, de la mesa y silla en que se sienta, del vino que bebe y de la cama en que se acuesta no hace diferencia de la tuya y todo es uno. ¿Qué tuvo Dios, qué amó Dios, qué padeció Dios? Trabajos. Pues, cuando partiere dellos contigo, mucho te quiere, su regalado eres, fiesta te hace. Sábela recebir, aprovechándote della. No creas que deja de darte gustos y haciendas por ser escaso, corto ni avariento. Porque, si quieres ver lo que aqueso vale, pon los ojos en quien lo tiene, los moros, los infieles, los herejes. Mas a sus amigos y a sus escogidos, con pobreza, trabajos y persecuciones los banquetea. Si aquesto supiera conocer y su Divina Majestad se sirviera dello, de otra manera saliera yo aprovechado. Helo venido a decir, porque verdaderamente, cuando el discurso pasado hice, lo hice muy de corazón y, aunque no digno de poder merecer por ello algún premio, como tan grande pecador, aun aquella migaja de aquel cornadillo al mismo punto tuve la paga. Luego comenzaron a nacerme nuevas persecuciones y trabajos. A Dios pluguiera que como debía lo considerara. Sacóme de aquel regalo, comenzóme a dar toques y aldabadas, perdiendo aquella pequeña sombra de yedra: secóseme, nacióle un gusano en la raíz, con que hube de quedar a la fuerza del sol, padeciendo nuevas calamidades y trabajos por donde no pensé, sin culpa ni rastro della. Y son éstos para quien sabe conocerlos el tesoro escondido en el campo.

Y pues hasta aquí llegaste de tu gusto, oye agora por el mío lo poco que resta de mis desdichas, a que daré fin en el siguiente capítulo.

CAPÍTULO IX

PROSIGUE GUZMÁN LO QUE LE SUCEDIÓ EN LAS GALERAS Y EL MEDIO

QUE TUVO PARA SALIR LIBRE DELLAS

[…] De cuantos forzados había en la galera ninguno me igualaba, tanto en bien tratado, de como contento en saber que daba gusto. Desclavóse la rueda, dio vuelta comigo por desusado modo nunca visto. Acertó en este tiempo a venir a profesar en galera un caballero del apellido del capitán della, y aun se comunicaban por parientes. Era rico, tratábase bien y traía una gruesa cadena al cuello, a uso de soldados, casi como la que un tiempo tuve. Hacía plato en la popa, tenía un muy lucido aparador de plata y criados de su servicio bien aderezados. Y al segundo día de su embarcación le faltaron de la cadena diez y ocho esclabones, que sin duda valían cincuenta escudos. Túvose por cierto lo habría hecho alguno de sus criados, porque cuantos entraban en la cámara de popa eran personas conocidas, carecientes de toda sospecha. Mas con todo esto azotaron a los criados del capitán, en caso de duda, y no parecieron para siempre ni se tuvo rastro de quién o cómo los hubiesen llevado. Y para escusar adelante otro semejante suceso, le dijo el capitán a su pariente que lo más acertado sería, para el tiempo que su merced allí estuviese, dar cargo de sus vestidos y joyas a un forzado de satisfación, que con cuidado lo tuviese limpio y bien acomodado, porque a ninguno se le daría por cuenta que se atreviese a hacer falta en un cabello. Al caballero le pareció muy bien, y andando buscando quién de todos los de la galera sería suficiente para ello, no hallaron otro que a mí, por la satisfación de mi entendimiento, buen servicio y estar bien tratado y limpio. Cuando le dijeron mis partes y supo ser entretenedor y gracioso, no vía ya la hora de que me pasasen a popa. Llamaron al cómitre y, habiéndome pedido, no pudo no darme, aunque lo sintió mucho por lo bien que comigo se hallaba. Echáronme un largo ramal, y cuando el caballero me tuvo en su presencia, holgóse de verme, porque correspondían mucho mi talle, rostro y obras. Enfadóse de verme asido, como si fuera mona. Pidióle al capitán me pusiesen una sola manilla y así se hizo.

Desta manera quedé más ágil para poderle mejor servir, así comiendo a la mesa como dentro del aposento y más partes que se ofrecía de la galera. Entregáronme por inventario su ropa y joyas, de que siempre di muy buena cuenta; y de quien él y yo teníamos menos confianza y más recelaba era de sus criados. Porque, como ya me hubiese hecho cargo de la recámara, con facilidad tendrían escusa en lo que pudiesen hurtarme a su salvo. Ellos dormían con el capellán en el escandelar y el caballero en una banca del escandelarete de popa y yo en la despensilla della, donde tenía guardadas algunas cosas de regalo y bastimento. Yo me hallaba muy bien; bien que trabajaba mucho. Mas érame de mucho gusto tener a la mano algunas cosas con que poder hacer amistades a forzados amigos. Y aunque quisiera hacérselas también a Soto, mi camarada, nunca dio lugar por donde yo pudiera entrarle. Deseábale todo bien y hacíame cuanto mal podía, desacreditándome, diciendo cosas y embelecos del tiempo que fuemos presos y él supo míos en la prisión. De manera que, aunque ya yo, cuanto para comigo, sabía que estaba muy reformado, para los que le oían, cada uno tomaba las cosas como quería y, cuando hiciera milagros, había de ser en virtud de Bercebut. Él era mi cuchillo, sin dejar pasar ocasión en que no lo mostrase; mas no por eso me oyeron decir dél palabra fea ni darme por sentido de cuanto de mí dijese. De todo se me daba un clavo; mi cuidado era sólo atender al servicio de mi amo, por serle agradable, pareciéndome que podría ser -por él o por otro, con mi buen servicio- alcanzar algún tiempo libertad.

Cuando venía de fuera, salíalo a recebir a la escala. Dábale la mano a la salida del esquife. Hacíale palillos para sobremesa de grandísima curiosidad, y tanta, que aun enviaba fuera presentados algunos dellos. Traíale la plata y más vasos de la bebida tan limpios y aseados, que daba contento mirarlos, el vino y agua, fresca, mullida la lana de los traspontines, el rancho tan aseado de manera que no había en todo él ni se hallara una pulga ni otro algún animalejo su semejante. Porque lo que me sobraba del día, me ocupaba en sólo andar a caza dellos, tapando los agujeros de donde aún tenía sospecha que se pudiera criar, no sólo porque careciese dellos, más aun de su mal olor.

Tanta fue mi buena diligencia, tan agradable mi trato, que dejaba mi amo de conversar con sus criados y muy de su espacio parlaba comigo cosas graves de importancia. Pero hacía en esto lo que los destiladores: alambicábame y, cuando había sacado la sustancia que deseaba, retirábase o, por mejor decir, se recelaba de mí, que no las tenía todas cabales, por la mala voz con que Soto me publicaba por malo. Empero con todo su mal decir, procuraba yo bien hacer, tanto por sacarlo mentiroso, cuanto porque yo ya no había de tratar de otra cosa, por la resolución tomada de mí en este caso. Contábale cuentos donosos a la mesa, las noches y siestas, procurando tenerlo siempre alegre. Y en especial había dado en melancolizarse unos pocos de días antes, por haber venido una carta de un personaje grave, a quien él tenía particular obligación, el cual en su vida se había querido casar y apretaba mucho por casarlo. Y como así lo viese fatigado, preguntándole la causa de su pesadumbre, me la dijo y aun me pidió consejo de lo que haría en el caso. Yo le respondí: -Señor, lo que me parece que se le podría responder a quien tanto huyó de casarse y quiere obligar a otro que lo haga es que vuestra Merced lo hará, si le diere por mujer a una de sus hijas.

A mi amo le satisfizo mucho mi consejo, determinando tomarlo como se lo daba y, pasando adelante la plática, en cuanto se hacía horas de comer, me preguntó te dijese, como quien dos veces había sido casado, qué vida era y cómo se pasaba. Respondíle:

-Señor, el buen matrimonio de paz, donde hay amor igual y conforme condición, es una gloria, es gozar en la tierra del cielo, es un estado para los que lo eligen deseando salvarse con él, de tanta perfeción, de tanto gusto y consuelo, que para tratar dél sería necesario referirse de boca de uno de los tales. Mas quien como yo hice del matrimonio granjería, no sabré qué responder tampoco, sino que pago aquel pecado con esta pena. Mujeres hay que verdaderamente reducirán a buen término y costumbres, con su sagacidad y blandura, los hombres más perversos y desalmados que tiene la tierra; y otras, por el contrario, que harán perder la paciencia y sufrimiento al más concertado y santo. Véase por Job el estado en que la suya lo puso, cómo lo persiguió y cuánto le importó asirse de Dios para sólo defenderse della, más que de todas las más persecuciones. Y así, estando en cierta conversación tres amigos, dijo el uno: «Dichoso aquel que pudo acertar a casar con buena mujer.» El otro respondió: «Harto más dichoso es el que la perdió presto, si la tuvo mala.» Y el tercero dijo:«Por mucho más dichoso tengo a el que ni la tuvo buena ni mala.» Lo que aprieta una mujer importuna y de mala digestión, dígalo el provenzal que, cansado ya de sufrir la suya y no teniendo modo ni sciencia para corregirla, por escabullirse della sin escándalo, acordó de irse a holgar con toda su casa y gente a una hacienda que tenía en el campo, para la cual se había de pasar por una ladera de un monte que pasa por junto del Ródano, río caudaloso, que por aquella parte, por ser estrecha y pasar por entre dos montes, va muy hondo y con furiosa corriente. Acordó de tener tres días que no bebió gota de agua una mula en que su mujer había de ir. Y cuando llegaron a parte que la mula devisó el agua, no fueron poderosos de tenerla, que bajándose por la ladera abajo de una en otra peña, llegó al río. De donde, no siendo posible volver a subir ni tenerse, fue forzoso dar ambos dentro dél, quedando la mujer ahogada. Y la mula salió a nado con mucha dificultad lejos de allí, tan cansada y sin tiento que ya no podía tenerse sobre sus pies. […]

En esto se llegó la hora de comer y, puesta la mesa, servimos la vianda, según era costumbre, teniendo yo siempre los ojos puestos en las manos de mi amo, para ejecutarle los pensamientos. Mas cuanto en esto velaba, se desvelaba mi enemigo Soto en destruirme; pues, cuando más no pudo, compró a puro dinero su venganza. Hízose amigo con un criado, paje y tal como él, pues el interese lo corrompió contra mí. Prometióle unas gentiles medias de punto que tenía hechas, y dijo que se las daría si cuando alguna vez pudiese, sirviendo a la mesa hurtase alguna pieza de plata della y la llevase a esconder abajo en mi despensilla, sin que yo lo sintiese. Que haría en esto dos cosas: la primera, ganaría las medias que por ello le ofrecía; y lo segundo, él y sus compañeros volverían en su antigua privanza, derribándome a mí della. No le pareció mal a el mozo y, hallándose aquel día con la ocasión de bajar abajo, se llevó en las manos un trincheo, el cual escondió, alzando el tabladillo, en las cuadernas. Después de levantada la mesa, queriendo recoger la plata para limpiarla, hallándolo menos, hice diligencia buscándolo y, como no lo hallase, di noticia de cómo me faltaba, para que se hiciese diligencia en buscarlo por los criados de la popa. El capitán y mi amo creyeron a los principios la verdad; mas, como era testimonio levantado por mi enemigo Soto, luego pasó la palabra, que le oyeron decir que yo con la privanza lo habría hurtado y quería dar a los otros la culpa por quedarme con él.

Ayudóle a ello el mozo agresor y, dando de aquí principio a su sospecha, me apercibió mi amo muchas veces que dijese la verdad, antes que llegase a malas el negocio; mas, como estaba libre, no pude satisfacer con otra cosa que palabras buenas. El traidor del paje dijo que me visitasen la despensilla, que no era posible sino que allí lo tendría escondido. Porque, no habiendo salido fuera de la popa, se habría de hallar en mi aposento. Parecióles a todos bien y, bajando abajo, habiéndolo todo trasegado, buscaron adonde lo había metido y sacándolo dijeron que ya lo hallaron y que lo había yo allí escondido, porque otra persona no era posible haberlo hecho. Pues como esto trujese consigo aparencia de verdad y a mí me cogieron en la negativa, confirmaron por cierta la sospecha, cargándome de culpa. El capitán mandó al mozo del alguacil que me diese cincuenta palos, de los cuales me libró mi amo, rogando por mí que se me perdonase, por ser la primera; y me advirtió que, si en otra me cogían, lo pagaría todo junto.

Nunca más alcé cabeza ni en mí entró alegría, no por lo pasado, sino temiendo lo por venir. Que quien aquélla me hizo, para mayor mal me guardaba cuando de aquél escapase. Y recelándome dello, supliqué con mucha instancia que me relevasen de aquel cargo, que yo quería luego entregar a otro las cosas dél y tendría por mejor que me volviesen a herrar en mi banco. Creyeron que todo había sido y nacido de deseo que tenía de volver a servir a mi amo el cómitre y, cuanto más lo suplicaba, más instaban en que por el mismo caso, aunque me pesase, había de asistir allí toda mi vida. «Pobre de mí -dije-, ya no sé qué hacer ni cómo poderme guardar de traidores.» Hacía cuanto podía y era en mi mano, velando con cien ojos encima de cada niñería, y nada bastó; que ya se iba haciendo tiempo de levantarme y era necesario caer primero.

Una tarde que mi amo vino de fuera, lo salí a recebir como siempre a la escalerilla. Dile la mano, subió arriba, quitéle la capa, la espada y el sombrero. Dile su ropa y montera de damasco verde, que la tenía siempre a punto. Bajé lo demás abajo, poniendo en su lugar cada cosa. Esa misma noche, sin saber cómo, quién o por qué modo, porque, si no fue obra del demonio, nunca pude colegir lo que fuese, que derribando el sombrero de donde lo había colgado, lo hallé sin trencellín, el cual tenía unas piezas de oro; él se despareció en los aires, que, cuando a la mañana lo vi sin él y de aquella manera, quedé asombrado. Hice cuantas diligencias pude buscándolo y ninguna fue de provecho. No pareció ni dél hubo rastro ni memoria. Cuando a mi amo se lo dije, dijo: -Ya os conozco, ladrón, y sé quién sois y por qué lo hacéis. Pues desengañaos, que ha de parecer el trencellín y no habéis de salir con vuestras pretensiones. Bien pensáis que dende que faltó el trincheo no he visto vuestros malos hígados y que andáis rodeando cómo no servirme. Pues habéislo de hacer, aunque os pese por los ojos, y habéis de llevar cada día mil palos, y más que para siempre no habéis de tener en galera otro amo. Que, cuando yo no lo fuere, os han de poner adonde merecen vuestras bellaquerías y mal trato. Pues el bueno que con vos he usado no ha sido parte para que dejéis de ser el que siempre; y sois Guzmán de Alfarache, que basta.

No sé qué decirte o cómo encarecerte lo que con aquello sentí, hallándome inocente y con carga ligítima cargado. Palabra no repliqué ni la tuve, porque, aunque la dijera del Evangelio, pronunciada por mi boca no le habían de dar más crédito que a Mahoma. Callé, que palabras que no han de ser de provecho a los hombres, mejor es enmudecer la lengua y que se las diga el corazón a Dios. Dile gracias entre mí a solas, pedíle que me tuviese de su mano, como más no le ofendiese. Porque verdaderamente ya estaba tan diferente del que fui, que antes creyera dejarme hacer cien mil pedazos que cometer el más ligero crimen del mundo.

Cuando se hubieron hecho muchas diligencias y vieron que con alguna dellas no pareció el trencellín, mandó el capitán al mozo del alguacil me diese tantos palos, que me hiciese confesar el hurto con ellos. Arrizáronme luego. Ellos hicieron como quien pudo, y yo padecí como el que más no pudo. Mandábanme que dijese de lo que no sabía. Rezaba con el alma lo que sabía, pidiendo al cielo que aquel tormento y sangre que con los crueles azotes vertía, se juntasen con los inocentes que mi Dios por mí había derramado y me valiesen para salvarme, ya pues había de quedar allí muerto. Viéronme tal y tan para espirar, que, aunque pareciéndole a mi amo mayor mi crueldad en dejarme así azotar que la suya en mandarlo, mas, compadecido de tanta miseria, me mandó quitar. Fregáronme todo el cuerpo con sal y vinagre fuerte, que fue otro segundo mayor dolor. El capitán quisiera que me dieran otro tanto en la barriga, diciendo: -Mal conoce Vuestra Merced a estos ladrones, que son como raposas: hácense mortecinos y, en quitándolos de aquí, corren como unos potros y por un real se dejarán quitar el pellejo. Pues crea el perro que ha de dar el trencellín o la vida.

Mandóme llevar de allí a mi despensilla, donde me hacían por horas mil notificaciones que lo entregase o tuviese paciencia, porque había de morir a palos y no lo había de gozar. Mas, como nadie da lo que no tiene, no pude cumplir lo que se me mandaba. Entonces conocí qué cosa era ser forzado y cómo el amor y rostro alegre que unos y otros me hacían, era por mis gracias y chistes, empero que no me lo tenían. Y el mayor dolor que sentí en aquel desastre, no tanto era el dolor de que padecía ni ver el falso testimonio que se me levantaba, sino que juzgasen todos que de aquel castigo era merecedor y no se dolían de mí.

Pasados algunos días después de esta refriega, volvieron otra vez a mandarme dar el trencellín y, como no lo diese, me sacaron de la despensilla bien desflaquecido y malo. Subiéronme arriba, donde me tuvieron grande rato atado por las muñecas de los brazos y colgado en el aire. Fue un terrible tormento, donde creí espirar. Porque se me afligió el corazón de manera que apenas lo sentía en el cuerpo y me faltaba el aliento. Bajáronme de allí, no para que descansase, sino para volverme a crujía. Arrizáronme a su propósito de barriga y así me azotaron con tal crueldad, como si fuera por algún gravísimo delito. Mandáronme dar azotes de muerte; mas temiéndose ya el capitán que me quedaba poco para perder la vida y que me había de pagar al rey, si allí peligrase, tuvo a partido que se perdiese antes el trencellín que perderlo y pagarme. Mandóme quitar y que me llevasen de allí a mi corulla y en ella me curasen. Cuando estuve algo convalecido, aún les pareció que no estaban vengados, porque siempre creyeron de mí ser tanta mi maldad, que antes quería sufrir todo aquel rigor de azotes que perder el interés del hurto. Y mandaron al cómitre que ninguna me perdonase; antes que tuviese mucho cuidado en castigarme siempre los pecados veniales como si fuesen mortales. Y él, que forzoso había de complacer a su capitán, castigábame con rigor desusado, porque a mis horas no dormía y otras veces porque no recordaba. Si para socorrer alguna necesidad vendía la ración, me azotaban, tratándome siempre tan mal, que verdaderamente deseaban acabar comigo. Pues para tener mejor ocasión de hacerlo a su salvo, me dieron a cargo todo el trabajo de la corulla, con protesto que por cualquiera cosa que faltase a ello, sería muy bien castigado. Había de bogar en las ocasiones, como todos los más forzados. Mi banco era el postrero y el de más trabajo, a las inclemencias del tiempo, el verano por el calor y el invierno por el frío, por tener siempre la galera el pico al viento. Estaban a mi cargo los ferros, las gumenas, el dar fondo y zarpar en siendo necesario. Cuando íbamos a la vela, tenía cuidado con la orza de avante y con la orza novela. Hilaba los guardines todos, las ságulas que se gastaban en galera. Tenía cuenta con las bozas, torcer juncos, mandarlos traer a los proeles y enjugarlos para enjuncar la vela del trinquete. Entullaba los cabos quebrados, hacía cabos de rata y nuevos a las gumenas. Había de ayudar a los artilleros a bornear las piezas. Tenía cuenta de taparles los fogones, que no se llegase a ellos, y de guardar las cuñas, cucharas, lanadas y atacadores de la artillería. Y cuando faltaba oficial de cómitre o sotacómitre, me quedaba el cargo de mandar acorullar la galera y adrizalla, haciendo a los proeles que trujesen esteras y juncos para hacer fregajos y fretarla, teniéndola siempre limpia de toda immundicia; hacer estoperoles de las filastras viejas, para los que iban a dar a la banda. Que aquesta es la ínfima miseria y mayor bajeza de todas. Pues habiendo de servir con ellos para tan sucio ministerio, los había de besar antes que dárselos en las manos. Quien todo lo dicho tenía de cargo y no había sido en ello acostumbrado, imposible parecía no errar. Mas con el grande cuidado que siempre tuve, procuré acertar y con el uso ya no se me hacía tan dificultoso. Aún quisiera la fortuna derribarme de aquí, si pudiera; mas, como no puede su fuerza estenderse contra los bienes del ánimo y la contraria hace prudentes a los hombres, túveme fuerte con ella. Y como el rico y el contento siempre recelan caer, yo siempre confié levantarme, porque bajar a más no era posible.

Sucedió al punto de la imaginación. Soto, mi camarada, no vino a las galeras porque daba limosnas ni porque predicaba la fe de Cristo a los infieles; trujéronlo a ellas sus culpas y haber sido el mayor ladrón que se había hallado en su tiempo en toda Italia ni España. Una temporada fue soldado. Sabía toda la tierra, como quien había paseádola muchas veces. Viendo que las galeras navegaban por el mar Mediterráneo y se encostaban otras veces a la costa de Berbería buscando presas, imaginó de tratar, con algunos moros y forzados de su bando, de alzarse con la galera. Para lo cual ya estaban prevenidos de algunas armas él y ellos. Las tenían escondidas en sus remiches, debajo de los bancos, para valerse dellas a su tiempo. Mas, como no podía tener su disinio efeto sin tenerme de su bando, por el puesto que yo tenía en mi banco y estar a mi cargo el picar de las gumenas, parecióles darme cuenta de su intención, haciendo para ello su cuenta y considerando que a ninguno de todos le venía el negocio más a cuento que a mí, tanto por estar ya rematado por toda la vida, cuanto por salir de aquel infierno donde me tenían puesto y tan ásperamente me trataban. Quisiérame hablar para ello Soto; mas no podía. Envióme su mensajero, pidiéndome reconciliación y favor en su levantamiento. Respondíle que no era negocio aquél para determinarnos con tanta facilidad. Que se mirase bien, considerándolo a espacio, porque nos poníamos a caso muy grave, de que convenía salir bien dél o perderíamos las vidas. Al moro que me trujo la embajada, no le pareció mal mi consejo y dijo que llevaría mi respuesta a Soto y me volvería otra vez a hablar.

En el ínterin que andaban las embajadas, hice mi consideración, y como siempre tuve propósito firme de no hacer cosa infame ni mala por ningún útil que della me pudiese resultar, conocí que ya no era tiempo de darles consejo, así por su resolución, como porque, si les faltara en aquello, temiéndose de mí no los descubriese, me levantarían algún falso testimonio para salvarse a sí, diciendo que yo, por salir de tanta miseria, los tenía incitados a ellos. Diles buenas palabras y híceme de su parte, quedando resueltos de ponerlo en ejecución el día de San Juan Baptista por la madrugada. Pues, como ya estábamos en la víspera y un soldado viniese a dar a la banda, cuando me levanté a quererle dar el estoperol, díjele secretamente: -Señor soldado, dígale Vuestra Merced al capitán que le va la vida y la honra en oírme dos palabras del servicio de Su Majestad. Que me mande llevar a la popa.

Hízolo luego y, cuando allá me tuvieron, descubrióse toda la conjuración, de que se santiguaba y casi no me daba crédito, pareciéndole que lo hacía porque me relevase de trabajo y me hiciese merced. Mas cuando le dije dónde hallaría las armas, quién y cómo las habían traído, dio muchas gracias a Dios, que le había librado de tal peligro, prometiéndome todo buen galardón. Mandó a un cabo de escuadra que mirase los bancos que yo señalé y, buscando las armas en ellos, las hallaron. Luego se fulminó proceso contra los culpados todos y, por ser el siguiente día de tanta solemnidad, entretuvieron el castigo para el siguiente. Quiso mi buena suerte y Dios, que fue dello servido y guiaba mis negocios de su divina mano, que abriendo una caja para colgar las flámulas de las entenas del árbol mayor y trinquete, tanto en hacimiento de gracias como a honor y regocijo del día, hallaron dentro della una cama de ratas y el trencellín de mi amo.

Soto, queriéndolo confesar y pidiéndome perdón del testimonio que me fue levantando del trincheo, declaró juntamente cómo y por qué lo había hecho y que, aunque me había prometido amistad, era con ánimo de matarme a puñaladas en saliendo con su levantamiento. De todo lo cual fue Nuestro Señor servido de librarme aquel día. Condenaron a Soto y a un compañero, que fueron las cabezas del alzamiento, a que fuesen despedazados de cuatro galeras. Ahorcaron cinco; y a muchos otros que hallaron con culpa dejaron rematados al remo por toda la vida, siendo primero azotados públicamente a la redonda de la armada. Cortaron las narices y orejas a muchos moros, por que fuesen conocidos, y, exagerando el capitán mi bondad, inocencia y fidelidad, pidiéndome perdón del mal tratamiento pasado, me mandó desherrar y que como libre anduviese por la galera, en cuanto venía cédula de Su Majestad, en que absolutamente lo mandase, porque así se lo suplicaban y lo enviaron consultado.

Aquí di punto y fin a estas desgracias. Rematé la cuenta con mi mala vida. La que después gasté, todo el restante della verás en la tercera y última parte, si el cielo me la diere antes de la eterna que todos esperamos.

LAUS DEO