LA MUJER ALTA
CUENTO DE MIEDO
Pedro Antonio de Alarcón (1882)
I
--¡
Qué sabemos! Amigos míos.... ¡qué sabemos! --exclamó Gabriel, distinguido
ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la
cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio
de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y
me parece estar viendo, pero cuyo nombre se me ha olvidado.
--Sentémonos,
como es de rigor y está escrito.. en nuestro programa --continuó Gabriel--, a
descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la
virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí
se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna,
don Agustín Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina
historia en comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me
llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas
sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la
ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se entienden)
semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet...
Enderezaba
Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero
ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres
de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales
habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de
alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en
los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de
tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y
comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote.
Sucedía
esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o
el de San Luis... Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese,
gozábase en aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago
y la inteligencia funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida
ordinaria...
Sentado
que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:
--Creo
que no me tacharéis de visionario... Por fortuna o desgracia mía soy, digámoslo
así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que
más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las
misteriosas facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento...Pues
bien: a propósito de fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo
he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la
singularísima historia que voy a contar; y decidme en seguida qué explicación
terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a tan
maravilloso acontecimiento.
--El
caso fue como sigue... ¡A ver! ¡Echad una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo
dentro de esa bullidora y cristiana fuente, colocada por Dios en esta
pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos!
II
--Pues,
señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado
Telesforo X.... que murió en 1860...
--Yo
no...
--¡Yo
sí!
--Yo
también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la
hija del marqués de Moreda.... y que murió de ictericia...
--¡Ése
mismo! ----continuó Gabriel--. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes
de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo,
fuerte, animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la
Escuela de Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables
trabajos, disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro
de las obras públicas, y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal
casadas, y, por supuesto, las viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy
buena moza que... Pero la tal viuda no viene ahora a cuento, pues a quien
Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre Joaquinita
Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario...
--¡Señor
don Gabriel, al orden!
--Sí...,
sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a
chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este
vino! Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.
Sucedió,
como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños
de Santa Águeda al fin del verano de 1859... Hallábame yo en Pau cuando me
dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima
amistad que me unía a Telesforo... A ella sólo le había hablado una vez, en
casa de su tía la generala López, y por cierto que aquella palidez azulada,
propia de las personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio
de mala salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su
distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de
título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático
estaría inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en
Madrid, a los quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy
temprano a su elegante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina,
calle del Lobo... No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la
Carrera de San Jerónimo.
Contristadísimo,
bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero
trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de
ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo
rato, sin lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones
sobre el trabajo pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su
despacho particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el
camino con acento lúgubre y sin mirarme:
--Mucho
me alegro de que hayas venido ... Varias veces te he echado de menos en el
estado en que me hallo... Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo
un amigo como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la
cual necesito oír alguna opinión serena y fría como la ciencia... Siéntate...
--prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado a su despacho--, y no temas en
manera alguna que vaya a angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y
que durará tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a
poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora, ni
después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que requiere el
caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda
y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que
tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto
----¡Habla!
--respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de
haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en
el rostro de mi amigo.
--Oye...
--repuso él, enjugándose la sudorosa frente.
III
No
sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno
de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños
en la cuna, el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase
tanto horror y susto, ya me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en
realidad, como una mujer sola, en la calle, a las altas horas de la noche.
Te
consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre
decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de
Ingenieros, cerré a palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones,
hasta que los reduje a la obediencia. Toda mi vida, en Jaén en Madrid y en
otros varios puntos, he andado a deshora por la calle, solo, sin armas, atento
únicamente al cuidado amoroso que me hacía velar, y si por acaso he topado con
bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha
tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor camino... Pero si el
bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y no se veía
mas alma viviente por ningún lado... entonces (ríete si se te antoja, pero
créeme) poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu;
pensaba en almas del otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones
supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba
el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me quitara el susto ni pudiera
distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi casa.
Una
vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome
de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de
que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había
debido temer de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún
accidente desgraciado tendrían a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me
hubiera estado ofrecer auxilio por si lo necesitaba, o dar limosna si me la
pedía... Repetíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me
presentaba otro caso igual, y cuenta que ya tenía yo veinticinco años, muchos
de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno
penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras ... ! Pero, en fin,
nada de lo dicho llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor
irracional se me disipaba siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras
personas en la calle, y ni tan siquiera lo recordaba a los pocos minutos, como
no se recuerdan las equivocaciones o necedades sin fundamento ni consecuencia.
Así
las cosas, hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente, tengo varios
motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de
1857!) volvía yo, a las tres de la madrugada, a aquella casita de la calle de
Jardines, cerca de la calle de la Montera, en que recordarás viví por entonces
.. Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo feroz de viento y
frío, no de ningún nido amoroso, sino de... (te lo diré, aunque te sorprenda),
de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la Policía,
pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado
a mí aquella noche por primera... y última vez. Sabes que nunca he sido
jugador, entré allí engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a
reducirse a trabar conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca
(demi--monde puro), so pretexto de jugar algunos maravedíes al Enano,
en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las doce
comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro Real o de salones
verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir monedas
de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué
poco a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y
perdí todo lo que llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un
dineral... con el pagaré correspondiente. Es decir, que me arruiné por
completo, y que, sin la herencia y los grandes negocios que tuve en seguida, mi
situación hubiera sido muy angustiosa y apurada.
Volvía
yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento,
con la vergüenza y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mi
mismo, en mi anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole
dinero, lo cual no podría menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me
consideraba en muy buena y desahogada posición.... cuando, a poco de penetrar
en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de
una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco
de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo,
una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y
audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras
que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa...
El
propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no
sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos
que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más
ligeros de su figura y de su traje... Voy a ver si coordino mis impresiones del
modo y forma que las recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro
a la mortecina luz del farol que alumbró con infernal relámpago tan fatídica
escena...
Pero
me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante! Descuida,
sin embargo, por el estado de mi razón ... ¡Todavía no estoy loco!
Lo
primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla y
la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus
marchitos ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella
central de su dentadura, que convertía su boca en una especie de oscuro
agujero, y, por último, su traje de mozuela del Avapiés, el pañolito nuevo de
algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la barba, y un diminuto
abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría, afectando pudor,
el centro del talle.
¡Nada
más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo
en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan
fea, vieja y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que
adornaba su cara, comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina,
que me hizo creer un momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre
disfrazado... Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de
bruja, de hechicera, de Parca..., ¡no sé de qué! ¡De algo que justificaba
plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las
mujeres que andaban solas, de noche, por la calle ... ! ¡Dijérase que, desde la
cuna, había presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto,
como cada ser animado teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista
natural antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo visto,
sólo con sentir sus pisadas!
No
eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o por
varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o
le diese alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que
sueña el pánico no tienen forma ni nombre traducibles!
Mi
casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me
hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien
creía capaz de aniquilarme con una palabra... ¿Qué hacer para llegar hasta
allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de
la Montera, donde a todas horas hay agentes de la autoridad!
Decidí,
pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no
acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de
salud, y de esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy
especialmente no caerme antes redondo al suelo.
Así
caminaba ... ; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás
la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me
ocurrió un idea horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de
volver la cabeza a ver si me seguía mi enemiga!
«Una
de dos... --pensé con la rapidez del rayo--: o mi terror tiene fundamento o es
una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará
alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo... Y si es una locura, una
aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente
caso y para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha
quedado en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a que
le abran; con lo cual yo podré seguir marchando hacia mi casa muy
tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me abochorna.»
Formulado
este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.
¡Ah!
¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos
pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su
cabeza sobre mi hombro!
¿Por
qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre
disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo?
¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las
decepciones y deficiencias humanas?
¡Interminable
sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un
grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que
no dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera...
Una
vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la
Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que
enfilaba en toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus
tres faroles y por un reverbero de la calle de Peligros, para que no se me
pudiese oscurecer la mujer alta si por acaso había retrocedido en
aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en
manera alguna! Con todo, guardéme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle.
«¡Esa
bribona --me dije-- se habrá metido en el hueco de otra puerta...! Pero
mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde
aquí ... »
En
eso vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé
sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su
celo, que en la calle de Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase
en dicha calle por la de Peligros, a la cual debía dirigirse por la de la
Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra salida y que con tal medio
no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un asesino.
Obedeció
el sereno, tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol por
el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.
Pronto
nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado
a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.
--Se
habrá metido en alguna casa --dijo el sereno.
--¡Eso
será! ----respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de
mudarme a otra calle al día siguiente.
Pocos
momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba
también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.
¡Sin
embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de
noviembre no habían concluido!
--¿Qué
ocurre? --le pregunté con extrañeza.
--Aquí
ha estado --me respondió visiblemente conmovido--, esperando a usted desde las
once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si
venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer...
Semejantes
palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia
muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía
aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad,
había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto
telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera
más conveniente... ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!
Sentéme
en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de
tan grande infortunio, ¡y Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de
cruel expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la
presente historia) no podía separar en mi mente tres ideas distintas, y al
parecer heterogéneas, que se empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo:
mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer y la muerte de mi honrado
padre!
A
las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en
silencio...
Arrojéme
en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:
--¡Llora,
sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!
IV
¡Mi
amigo Telesforo --continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de vino--
descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los términos
siguientes:
--Si
mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni
sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron
dos hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y
ardiente imaginación tiene su terror pánico: que el mío eran las trasnochadoras
solitarias, y que la vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre
sin casa ni hogar, que iba a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí
corriendo, o bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en
materia de amores...
También
quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no
obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no
volver a encontrarme a la mujer . ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre
por encontrármela de nuevo!
--¿Para
qué?
--¡Para
matarla en el acto!
--No
te comprendo...
--Me
comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas
horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina...
--Cuéntame....
cuéntame...
--Poco
más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la
última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora
contienda, con mi antigua querida la viuda de T.... ¡de quien érame ya preciso
separarme por haberse publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien
estaban enterrando en Santa Águeda a aquella misma hora!
Todavía
no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia el
este. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando,
al ir a cortar la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la
calle del Lobo, cruzó por delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes
y dirigiéndose a la de Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines.
No
me miró, y creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo
abanico que hace tres años... ¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que
nunca! Corté rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que
sin quitarle ojo, para asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube
penetrado en la otra sección de la calle del Lobo, respiré como si acabara de
pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá
con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada a la odiosa
bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que me viese...
De
pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror
pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría
hecho la desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo
y asaltarme allí impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría
encima...
Vuélvome
en esto.... y ¡allí estaba?. ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas,
mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su
dentadura, abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril
espanto...
Pasé
del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y
arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una
mano a la garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su
seno, el lío ruin de sus cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de
que era criatura humana y mujer.
Ella
había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me
pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo
que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar,
antes bien mirándome con ojos de hiena:
--¿Por
qué la ha tomado usted conmigo?
Esta
frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.
--¡Luego
usted recuerda --grité-- haberme visto en otra parte!
--¡Ya
lo creo, alma mía! --respondió sardónicamente--. ¡La noche de San Eugenio, en
la calle de Jardines, hace tres años...
Sentí
frío dentro de los tuétanos.
--Pero
¿quién es usted? --le dije sin soltarla--. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué
tiene usted que ver conmigo?
--Yo
soy una débil mujer... --contestó diabólicamente--. ¡Usted me odia y me teme
sin motivo ... ! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de
aquel modo la primera vez que me vio?
--¡Porque
la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi vida!
--¿De
modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a ti!
--¡Usted
me conocía! ¿Desde cuándo?
--¡Desde
antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a
mí misma: «¡Éste es!»
--Pero
¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?
--¡El
demonio! --respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de
mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta
más arriba de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la
tierra...
¡Locura
intentar alcanzarla ... ! Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya
alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer
siguió corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya
por el sol; paróse allí a mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el
abaniquillo cerrado, y desapareció detrás de una esquina...
¡Espera
otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y
mi vida! ¡óyeme dos minutos más!
Cuando
entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar para
decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre
la tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre
se lo había telegrafiado a Falcón para que me lo dijese... ¡a mí, que debí
haberlo adivinado una hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida!
¿Comprendes ahora que necesito matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa
inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de mi destino?
Pero
¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido
desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me
presenta sino cuando me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la
Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es ... ?
v
--Os
hago gracia, mis queridos amigos --continuó Gabriel--, de las reflexiones y
argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los
mismos, mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que
en mi historia no pasa nada sobrenatural o sobrehumano... vosotros diréis más:
vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que,
cuando menos, padecía la enfermedad moral llamada por unos terror pánico y
por otros delirio emotivo; que, aun siendo verdad todo lo que
refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a coincidencias casuales
de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía también estar
loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como se
dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen
sentido...
--¡Admirable
suposición! --exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de formas--. ¡Eso
mismo íbamos a contestarte nosotros!
--Pues
escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces, como
vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue
Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar
explicación a ciertas cosas que pasan en la Tierra!
--¡Habla!
¡Habla!
--Voy
allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin
beberme antes un vaso de vino.
VI
A
los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la
provincia de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían
transcurrido muchas semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas,
que mi infeliz amigo había sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba
enteramente verde, postrado en un sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie,
llorando de día y de noche con inconsolable amargura, y que los médicos no
tenían ya esperanza alguna de salvarlo. Comprendí entonces por qué no
contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al coronel
Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes...
Después
de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el parte
telegráfico de la batalla de Tetuán... Me acuerdo como de lo que hice ayer.
Aquella noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero
que leí en ella fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación
a su entierro para la mañana siguiente.
Comprenderéis
que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis, adonde
fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una
mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el
féretro, y que luego se colocó en ademán de triunfo delante de los
enterradores, señalándoles con un abanico muy pequeño la galería que debían
seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba.
A
la Primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga
de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus
infernales ojos, con su asquerosa mella con su pañolejo de percal y con aquel
diminuto abanico, que parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa…
Instantáneamente
reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo particular como
reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de
que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del
Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había
profesado a mi infortunado amigo…
Confieso
que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban aquellas
nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación
sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa
vieja y Telesforo; pero en tal momento sólo me preocupaba mi propia vida, mi
propia alma, mi propia ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar
semejante infortunio…
La
mujer se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual
si hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía…Yo tuve
que apoyarme en el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella
hizo un ademán compasivo o desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el
campo santo con la cabeza vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un
propio tiempo, y contoneándose entre los muertos con no sé qué infernal
coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto
de patios y columnatas llenos de tumbas…
Y
digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a
verla…Si era criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la
seguridad de que me ha desdeñado…
¡Conque
vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos! ¿Los
consideráis todavía naturales?
***
Ocioso
fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase
aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto
que, al fin y a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus
propias sensaciones y creencias…
Prefiero,
por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más
cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron
juntos aquel inolvidable día en las frondosas cumbres del Guadarrama.