El
gato negro
Pedro
Escamilla
Semanario
Popular,
T. II (3/IX/1863): 215-216;
(10/IX/1863):
219
Unos doscientos escalones tenía
yo que subir para llegar a la primera plataforma de la torre. Las golondrinas
que anidaban en el verano debajo de los canalones de piedra entre el musgo y la
parietaria, no se asustaban con mi presencia; sabían que de mí nada podían
temer.
Por las tardes, poco antes de tocar el Ave
María, cuando el sol llegaba a su ocaso, me asomaba a una de las ventanas para
contemplar el magnífico panorama que a mi vista se presentaba, el cual siempre
era nuevo para mí, aun cuando le viera todas las tardes.
En efecto, la puesta del sol, ya se
contemple cien años seguidos desde un mismo sitio, siempre ofrece un espectáculo
distinto cada vez, aumentando sus encantos y su magia. Las tintas varían a
menudo; las sombras presentan cada instante un nuevo aspecto, y el colorido se
engalana siempre con mil tonos inesperados, debidos al fecundo pincel de la
naturaleza. Luego este poético
cuadro se completa llenándose más y más de armonía con el ruido de la brisa
entre los árboles del bosque, las voces de los campesinos, el cencerro de los
ganados, el murmullo del río, el aroma acre de la selva, y cerrando tan sublime
conjunto, como la última nota en una frase musical, la campana que dobla en la
torre, cuyo sonido se prolonga agradablemente en el espacio hasta perderse del
todo.
A mi izquierda se levantaban desiguales las
casas del pueblo, con sus tejas encarnadas y sus techos de pizarra, coronadas
con el ramaje de los tilos y enebros, que se elevaban por encima de las tapias
de los huertos, formando un pequeño laberinto de calles y encrucijadas hasta
perderse en el lindero del bosque, donde solo se veían ya medio ocultas en la
espesura algunas chozas de blancas paredes, como las primaras avanzadas de un ejército.
A la derecha el río, de espumosa corriente, cortando una pradera de
huertos y sembrados, tapizadas sus orillas de verdes cañas y sauces llorones,
por entre la yerba, y allá a lo lejos, en el horizonte, las primeras casas de
la aldea donde habitaba Marcelina.
Por eso subía yo a la torre y contemplaba
absorto aquel espectáculo; por eso esperaba que llegase la noche con su manto
de tinieblas para ver si brillaba la luz que me llamaba junto a mi amada.
Pero ya habían pasado muchas noches y la
luz no brillaba; la ventana de su aposento permanecía muda y la esperada señal
no aparecía.
¿Me habrá olvidado Marcelina?
¡Olvidar!...¿Qué significa esta palabra
para un corazón de dieciocho años que solo ha palpitado ante la pintada corola
de una flor, que no ha sentido otra emoción.
¿Puede uno olvidar lo que ama? ¿Y si
Marcelina me ardora, por qué me ha de olvidar? Pero entonces, ¿por qué no me
llama?
Yo iría a verla; me acercaría muy quedito
junto a la tapia del huerto, y esperaría allí toda la noche para verla... para
sentir sus lágrimas si llora... su risa si está contenta; sí, sí, vamos...
bajemos de la torre; ya ha sonado el toque de ánimas...
¡Pero Dios mío! ¡si sale y me ve su gato
negro!
¡Bah!... un gato... ¿a un gato tenéis
miedo?
Sí, Lulú, con su piel negra y lustrosa,
sus ojazos siempre abiertos que brillan en la oscuridad como dos fúnebres
antorchas, y sus enormes garras, me infunden pavor.
Cuando me mira con fijeza y le veo enseñarme
sus blancos dientes y azotarse los hijares con su cola, me estremezco
a mi pesar, y un frío glacial penetra hasta la médula de mis huesos.
Y sin embargo, dicen que Lulú es todo un
gato honrado, tanto como puede serlo un animal de su especie... pero y desconfío
de su benévola sonrisa que le hace erizar el bigote y enseñar los dientes de
una manera terrible.
Lulú es todo lo acomodado y feliz que puede
desear; ni aun tengo la esperanza de que se muera de hambre.
Morirse no... pero yo puedo matarle, y
matarle impunemente, porque en el código no hay ningún artículo que castigue
al que priva a un gato de su existencia; quizá no está previsto este caso por
la ley, como tampoco lo estaba el parricidio en la legislación romana.
¡Matar a Lulú!
Este pensamiento se había apoderado de mí
de tal modo que no me abandonaba nunca. Porque lulú se oponía a mi boda con
Marcelina, y esto era atacar directamente a mi felicidad, a la felicidad de un
ser inofensivo y pacífico que en su vida había soñado con matar un mosquito.
¡Y por Dios que era inconcebible!
¡Hasta qué punto dependía mi dicha de la
vida de un gato! ¿Y qué tenía que ver semejante animal con mi boda?
Tal proceder me ponía furioso; aquello era
ridículo hasta la insensatez, y el nombre de Lulú llegó a ser mi constante y
aterradora pesadilla.
Por eso el pensamiento de su muerte se ligó
de tal modo a mis ocupaciones diarias, que llegó a ser en mí una necesidad.
Mientras veía a Marcelina, aunque de tarde
en tarde, la idea del asesinato no me punzaba tanto en el alma; pero así que
dejé de verla sólo pensé en llevarle a cabo.
--¡Ah pícaro animal, infame gato! Decía
entre mí, ¿quieres prohibirme también que hable a mi querida Marcelina? Esto
es decir que deseas mi muerte como yo la tuya... pues, bien, nos veremos.
Y procuraba aturdirme a mí mismo con una
especie de agitación febril, con un fingido valor que no sentía, y que
desaparecía tan luego como por casualidad me encontraba a Lulú en el lindero
del bosque, cuando el horrible animal salía a dar su paseo después de comer.
Entonces él me miraba y se sonreía al
pasar como si hubiese adivinado mi pensamiento y quisiera probarme que ningún
temor le infundían mis tentativas de asesinato.
Yo también le miraba de reojo y palidecía
al contemplar su entornada pupila, que tenía en aquel instante una expresión
sarcástica y mordaz.
¡Ahí no le mataría nunca!
En mi interior luchaban terriblemente
sensaciones distintas: el miedo y el odio a Lulú. Mientras el gato viviese, yo
no podía abrigar ninguna esperanza acerca de mi matrimonio, y por otra parte,
el animal disfrutaba una apariencia desconsoladora de longevidad. Aquella lucha
continua que agitaba mi espíritu llegó a influir desgraciadamente en mi
individuo. No comía, padecía vértigos
horribles, y mi sueño era agitado e intranquilo: todo el pueblo en fin, llegó
a apercibirse de mi estado; me creían loco, porque en medio de mi trabajo
pronunciaba palabras incoherentes y prorrumpía en grandes carcajadas o palidecía
de espanto, según iba obrando mi pensamiento al acercarse más o menos a las
probabilidades de asesinato. La
vista de un gato me ponía en un estado lamentable, y experimentaba una conmoción
eléctrica cuando oía sus maullidos. Hasta
entonces no llegué a comprender en su mayor intensidad las angustias y
sobresaltos de un ratón, la estrategia del queso y el tocino.
¿Qué era yo más que un ratón perseguido
por un gato?
Todo esto impulsaba a mi pensamiento al
asesinato.
Una circunstancia insignificante e
inesperada acabó de completar mi coraje y llegó a infundirme algún valor.
Ya he dicho que debajo de los canalones de
la torre anidaban por el verano muchas golondrinas, que como me conocían ya y
eran mis amigas, no se asustaban al verme.
Una tarde al entrar yo en la plataforma según
mi costumbre, noté que todos aquellos pobres animales echaron a volar de pronto
sin motivo aparente.
Aquello era extraño.
¡Huir de mí las golondrinas! ¡Dios mío!
No sabía qué pensar de semejante acontecimiento, y aun llegué a imaginar
después de un instante, si ellas, enemigas como yo de los gatos, afeaban mi
falta de resolución en librarme de Lulú, apartándose de mi lado.
Me entristecí al creer probable semejante conducta, y entrando en la
plataforma me dirigía a la ventana para contemplar sus nidos vacíos, cuando un
espectáculo sangriento me dejó mudo de indignación.
Un enorme gato dorado y ceniciento con
manchas negras, se engullía tranquilamente una infeliz golondrina, fruto de su
rapiña y crueldad. Al verme se
detuvo, fijó en mí sus ojos tranquilos y serenos, relamiéndose el
ensangrentado bigote como si me dijera; “está sabrosa.”
Infame gato. Me precipité sobre él y le arrojé a la plaza desde lo
alto de la torre. El ruido que hizo al caer en tierra hiró dulcemente mi oído
al acordarme de Lulú.
--¡Oh! decía, ¡si hubiese ocupado el
lugar de este miserable! ¡Si guiado de su apetito viniese también a la torre a
caza de golondrinas! Es preciso tenderle un lazo, excitar su gula... pero ¿cómo
y con qué? Si le escribo, porque Lulú era un gato bien educado y sabía leer,
conocerá mi letra... ¡qué hacer Dios mío!
Un día estaba yo en la puerta de la iglesia pensando en mi pobre
Marcelina; era un hermoso día de julio, un sábado... las gallinas con sus
polluelos venían escarbando la tierra a picotear mis pies, y mi perro las
miraba con indiferencia. De pronto sentí un escalofrió, levanté la cabeza y
vi a Lulú que con su paso ordinario y su sonrisa burlona se dirigía hacia mí,
mirando de cuando en cuando a la plataforma de la torre.
Al verle me levanté para volverle la
espalda, pero él me detuvo por un bazo con su asquerosa zarpa.
--Señor Adriano, me dijo con dulce
maullido, tendréis la bondad de conducirme a la torre donde se ha refugiado mi
canario al escaparse de la jaula.
--¡Cómo! Dije yo balbuceando, vuestro
canario...
--Sí, está en el canalón; mirad desde aquí
cómo reluce su hermoso plumaje herido por el sol. ¿Queréis que
subamos?
Yo por toda
contestación abrí la puertecilla y subí seguido de Lulú... ¡Dios mío!
¡Iba a encontrarme en la plataforma solo con él! Me acordé de Cuasimodo y del
gato ceniciento, a quien había arrojado desde allí el día anterior.
--¡Tunante, infame canario! Iba diciendo
Lulú por la escalera, jadeando ya como un gato poco acostumbrado a trepar.
Yo me sonreía de satisfacción. Bendito
animal, decía entre mí, tú me proporcionas mi venganza, porque yo estaba
decidido a todo, y en la palidez de mi rostro, en el tono de mi voz, y en la
expresión de mis ojos, debía haber conocido Lulú el pensamiento de muerte que
vagaba por mi imaginación, tomando fuerza y pidiendo resolución al mismo
miedo.
Pero el gato se volvió estúpido sin duda
cuando nada sospechó en aquel momento.
--Ya hemos llegado, le dije asomándome a la
ventana y mostrándole el canario que en la punta del canalón permanecía
tranquilo sin sentirnos.
--Y bien, tened la bondad de salir al
tejado, me dijo enseñándome una moneda.
--Imposible, señor Lulú, la extraordinaria
elevación me produce vértigos, y estoy muy débil a causa de mis
padecimientos.
Y Lulú, sin sospechar nada, se encaramó en
la ventana y salió al tejado.
Lo que yo sentí en aquel instante es
incalificable. Cuando vi al zorro del gato pisar la pizarra con cautela y
adelantar su mano hacia el extremo del canalón donde le esperaba el canario,
sentí una especie de contracción nerviosa; las sienes se agitaban con la
trepidación de la sangre; me zumbaban los oídos como si tuviese calentura; mi
lengua seca se me pegaba al paladar, y únicamente mis ojos se entornaban
reconcentrando la luz en un punto negro que tenía delante.
La impunidad y el odio vencieron al miedo, impulsando mi mano sobre Lulú,
quien al sentirse desprendido de su punto de apoyo y atravesando el espacio, me
dirigió una penetrante mirada y dio un bufido que sería sin duda una maldición.
Después, un ruido seco y terrible se dejó
oír... era el miserable gato que se rompía los huesos en los guijarros de la
plaza.
--¡Marcelina, Marcelina! Grité yo con
entusiasmo, y caí en el suelo desmayado de alegría...
Cuando volví en mí estaba en un calabozo;
una habitación de húmeda y negras paredes con una ventana enrejada que daba
sobre la plaza; desde allí veía la torre de donde había arrojado a Lulú. ¿Pero
por qué estaba yo encerrado?
Al anochecer entró el carcelero que era un
hombre alto y seco como una espica, con su gorro de lana y un farol.
Le pregunté con extrañeza lo que significaba aquello, y él, mirándome
con aire estúpido, me dijo que si estaba preparado.
--¿Preparado a qué?
--A morir, me contestó el hombre esqueleto
con la misma tranquilidad que pudiera haber empleado para ponerme en libertad.
--¡Morir! Dije yo sin acabar de comprender;
pero, ¿por qué voy a morir?
--¡Bah! ¿No os acordáis ya de vuestro
crimen, u os habéis vuelto loco?
Dijo con acento brutal.
--¡Cómo! ¡criminal yo!... ¡Ah, quisiera
saber cómo es eso!
--¿Y
el compadre Lulú?
--¡Diantre! ¿Y vos llamáis compadre a un
gato?
--Cuando digo que está loco, murmuró el
carcelero dando dos vueltas a la llave y alejándose por el corredor.
Yo me quedé estupefacto. ¡Gran Dios! ¡morir
por haber matado a un gato! ¿Constituye un crimen tal acción? Es imposible. ¿Pues
qué no sabía yo bien la legislación de mi país? ¿No he visto yo a los
muchachos del pueblo cazar con lazo a multitud de gatos y ahorcarlos de un árbol
por haberse engullido un pájaro? ¿No maté yo mismo al gato ceniciento que
devoró a mi golondrina, sin que dicha muerte tuviese otra consecuencia que un
individuo menos en la especie? Repito que es imposible...
A no ser que las consideraciones de que Lulú
gozaba en el pueblo le colocasen en otra esfera... ¿Pero dejaría por eso de
ser un gato aun cuando tuviese viñas y olivares de su pertenencia, y no se
dedicase a cazar ratones?
Yo quise hablar, y hablé, en efecto con un
joven abogado que gozaba de una gran reputación en el país; le hice que me
mostrase una ley que así privaba de la existencia por una acción que el
jurisconsulto más pertinaz y recalcitrante no osaría en clasificar de crimen;
y por último, le manifesté mi resolución en apelar de una sentencia que yo
consideraba tan injusta como ridícula; pero é con una erudición que me dejó
aturdido y que yo estaba muy lejos de sospechar en un aire asimplado y bonachón,
me probó la indulgencia del tribunal, que sólo se había contentado con
imponerme la muerte, siendo mi crimen tan espantoso. Me habló de las Partidas y
del Digesto de los romanos, de la antigua civilización asiática, de la
destrucción de Sodoma Y Herculano, desenvolviendo una teoría enteramente nueva
sobre las consideraciones que se deben a todos los gatos en general y a algunos
en particular, apoyando sus razones con mil notas históricas y juiciosas
observaciones sobre las necesidades de las sociedades modernas, deduciendo yo de
todo aquello que aun tenía que manifestarme agradecido al tribunal por la
templanza de su sentencia, y las consideraciones que me había guardado al enseñarme
en el umbral de la muerte muchas cosas de que podía haberme aprovechado, a no
haber sido tan ignorante.
YO no comprendía nada de aquello y miraba
al leguleyo con aire espantado. Aquel hombre decía cosas verdaderamente
extraordinarias. Figuraos cuál sería mi asombro al oírle afirmar muy
formalmente que Lulú era tutor de Marcelina.
En poco estuvo el que soltase una carcajada.
¡Un gato tutor de una doncella!
Esto era superior a todas mis ideas sobre
semejante raza.
Di las gracias al joven, y quedé solo en el
calabozo reflexionando sobre todo cuanto acababa de oír; pero lo que más me
horrorizaba era la idea de morir tan pronto, cuando al libertarme de Lulú había
creído asegurar mi felicidad. ¿Sería posible lo que aquel hombre había
dicho, y estaría yo loco efectivamente?
Ello es que dentro de muy pocas horas iba a
cumplirse la caritativa sentencia del tribunal, vengando con mi vida un atentado
hecho a las prerrogativas de los gatos en el individuo Lulú.
Todo estaba listo: aquella noche me había
desvelado, además de mis lúgubres pensamientos, varios golpes y martillazos
que se oían en la plaza Eran
los criados del verdugo que preparaban el tablado.
Amaneció por fin, y yo salí de mi prisión
con gran acompañamiento.
La vida de un hombre iba a extinguirse
cuando asomaban los primeros rayos del sol... ¡un bello sol de estío!
El contraste no podía ser más terrible.
La plaza estaba llena de una multitud
ansiosa de contemplar mi último gesto, el estertor y la agonía. Todas las
miradas se fijaban en mi rostro, miradas estúpidas, casi sangrientas y
despiadadas como buitres hambrientos que esperaban un opíparo festín.
Mis pies hacían rechinar ya la fatal
escalera; todo estaba pronto; el asqueroso cordel oprimía mi garganta, y...
cosa rara: anochecía ya. Algunas estrellas aparecían en el firmamento, y la
luna asomaba su disco en el horizonte.
¡Dios mío! ¿qué luz es aquella que
brilla entre los árboles del bosque? Es la señal misteriosa tanto tiempo
esperada. Marcelina me llama, corro a su encuentro. Ya empieza el día eterno de
nuestra unión... Partamos, Marcelina, la misión del verdugo ha terminado.