(LEYENDA
RELIGIOSA)
Gustavo
Adolfo Bécquer
El
Español (20/IV/1866)
Hace algunos
meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos
volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres
cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por
los ratones.
Era un
Miserere.
Yo no sé la
música; pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la
partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los
grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y
las especies de etcéteras que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar
maldito el provecho.
Consecuente
con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que,
aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis,
la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no
alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue, sin
duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las
hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas
que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piu vivo, a piacere, había
unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían
para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: «Crujen..., crujen los huesos, y
de sus médulas ha de parecer que salen los alaridos»; o esta otra: «La cuerda aúlla sin discordar, el
metal atruena sin ensordecer; por eso
suena todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime»; o la más original de todas, sin
duda, recomendaba al pie del último versículo: «Las notas son huesos cubiertos de
carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía..., ¡fuerza! .... fuerza y dulzura».
--¿Sabéis
qué es esto? --pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos
renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me
contó entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya
muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre
para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue
cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta
colocación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta
demanda a la disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su
cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
--Yo soy
músico --respondió el interpelado--. He nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé
un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y
encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al
bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude
condenarme.
Como las
enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en
quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su
interlocutor prosiguió de este modo:
--Lloraba yo
en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios
misericordia no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por
casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro, y en una de sus páginas encontré un
gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza: Miserere
mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el
grandioso himno de dolor del rey profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar
lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer
un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos,
tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo,
cubiertos los ojos de lágrimas
y dirigiéndose al Señor: «¡Misericordia!», y el Señor la tendrá de su pobre
criatura.
El romero, al
llegar a este punto de su narración, calló por un instante y después, exhalando un
suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de
la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban círculo
alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
--Después
--continuó-- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país,
clásico para la música religiosa,
aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído
tantos, que puedo decir que los he oído todos. --¿Todos? --dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes,
--¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
--¡El Miserere
de la Montaña! --exclamó el músico con aire de extrañeza--. ¿Qué Miserere
es ése?
--¿No dije?
--murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa--: Ese Miserere,
que sólo oyen por casualidad los que, como yo, andan día y noche tras el ganado por
entre breñas y peñascales, es toda una historia, una historia muy antigua, pero tan verdadera como, al parecer, increíble.
Es el caso
que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que imitan el horizonte del valle,
en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace muchos años, ¡qué digo muchos años,
muchos siglos, un monasterio famoso, cuyo monasterio, a lo que parece, edificó a sus
expensas un señor con los bienes que había de legarle a su hijo, al cual desheredó al
morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo,
que por lo que se verá más adelante debió ser de la piel del diablo, si no era el mismo
diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que
su castillo se había trasformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas
suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una
noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en
que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio,
entraron a saco la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile a
vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos, y su instigador con ellos,
adónde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a
escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde
nace la cascada que, después de estrellarse de peñón en peñón, forma el riachuelo que
viene a bañar los muros de esta abadía.
--Pero
--interrumpió impaciente el músico-- ¿y el Miserere?
--Aguardaos
--continuó con gran sorna el rabadán--, que todo irá por partes.
Dicho lo
cual, siguió así su historia:
--Las gentes
de los contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a nietos se
refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su
memoria es que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven brillar luces
a través de las rotas ventanas de la iglesia, y se oyen como una especie de música
extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas
del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para
presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a
impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los
circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que
parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al
que la había referido:
--¿Y decís
que ese portento se repite aún?
--Dentro de
tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la del Jueves
Santo y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
--¿A qué
distancia se encuentra el monasterio?
--A una legua
y media escasa.
--Pero ¿qué
hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios!
--exclamaron todos, al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el
bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
--¿Adónde
voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere
de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto
diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos
pastores.
El viento
zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de
sus quicios; la lluvia caía en turbiones,
azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago
iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el
primer momento de estupor:
--¡Está
loco! --exclamó el lego.
--¡Está
loco! --repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor
del hogar.
Después de
una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía,
remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia. llegó al
punto en que se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio.
La lluvia
había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba
a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos
claustros, diríase
que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la
imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de
una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga
peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de
agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas
con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de
una imagen de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos
de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde
duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del
altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales
que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del
campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero, que sentado
sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora que debiera realizarse
el prodigio.
Trascurrió
tiempo y tiempo, y nada se percibió: aquellos mil confusos rumores seguían sonando y
combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
«¡Si me
habrá engañado>>,
pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en
aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido
de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se
dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada.... dos
...tres.... hasta once.
En el
derruido templo no había campana, siquiera ni reloj, ni torre ya
Aún no
había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba
su vibración temblando en el aire, cuando los doseles
de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los
sillares de las ojivas, los calados
antepechos del coro, los festones de
tréboles de las cornisas, los negros machones
de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse
espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase
aquella insólita claridad.
Parecía como
un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea
en la oscuridad con una luz azulada, inquieta
y medrosa.
Todo pareció
animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que
parodian la vida, movimiento instantáneo,
más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las
piedras se reunieron a las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes
esparcidos sin orden, se levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y
a par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas
e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí,
formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del
aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecían salir del seno de
la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose de cada vez más perceptible.
El osado
peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo
desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó
al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se
erizaron de horror.
Mal envueltos
en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los
pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes
las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que
fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las
aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las
peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el
primer versículo del salmo de David:
--Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam! [Ten piedad de mí, Dios, tan grande es tu misericordia]
Cuando los
monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras y, penetrando en él,
fueron a arrodillarse en el coro, donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron
entonando los versículos del salmo. La
música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno,
que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía
en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los
reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas
concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del
rey salmista, con notas y acordes tan
gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la
ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo
real, vivir en esa región fantástica del sueño, en que todas las cosas se revisten de
formas extrañas
y fenomenales. Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba
todas las facultades de su espíritu. Sus
nervios saltaron al impulso de una conmoción fuertísima,
sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío
penetró hasta en la medula de los huesos.
Los monjes
pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
--In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit
me mater mea.
Al resonar
este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda,
se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la humanidad entera por la conciencia
de maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos infortunio, de todos los
aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad;
concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos
en la iniquidad.
Prosiguió el
canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura
de una tempestad haciendo suceder a un
relámpago de terror otro relámpago de hilo, hasta que, merced a una transformación
súbita, la iglesia resplandeció bañada en
luz celeste; las osamentas de los monjes
vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus
frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de
lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las
jerarquías acompañaban con
un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba
armónica, como gigantesca espiral de sonoro incienso:
--Auditui ineo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata.[Hazme oír el gozo y la alegría y se alegrarán los huesos humillados
En este
punto, la claridad deslumbradora cegó los
ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y no oyó más.
Al día
siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había
dado cuenta de la extraña
visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí,
al desconocido romero.
--¿Oísteis,
al cabo, el Miserere? --le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego,
lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
--Sí
--respondió el músico.
--¿Y qué
tal os ha parecido?
--Lo voy a
escribir. Dadme un asilo en
vuestra casa --prosiguió dirigiéndose al abad, ----un asilo y pan por algunos meses, y
voy a dejaros
una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de
Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes,
por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda. El abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió, al
fin, a ella y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día
trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar
algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y
exclamaba:
--¡Eso es;
así, así, no hay duda.... así! --y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril,
que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los
primeros versículos y los siguientes y
hasta la mitad del salmo; pero al llegar al último que había oído en la montaña le fue
imposible proseguir.
Escribió
uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella
música ya anotada y el sueño
huyó de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y
se volvió loco, y se murió en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una
cosa extraña,
guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el
viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos
al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una
de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea...
Éstas eran
las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus
notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe
si no será una locura?