Carmen de Burgos
I
La entrada de Blanca en
su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre.
La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos
y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la
conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el
movimiento general deslumbrados por aquella belleza.
Alta y esbelta, sus curvas,
su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa
blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa
tonalidad blanco--azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las
bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de
estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba
para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa
expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por
el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y
gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde
límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol.
Un traje rojo-naranja,
de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama,
y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían
su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que
adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen».
Un caballero la
saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso,
algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó
brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz.
--Marcelo la conoce
--dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza
calva--. La ha saludado desde el palco de su cuñada.
--Es preciso que nos dé
noticias exactas de ella --dijeron, casi a un tiempo, los jóvenes y los
cotorrones que ocupaban aquel proscenio, peña de amigos que se erigen en
censores y jueces de todas las bellezas mundanas o de escenario, y no faltan
jamás a esos proscenios de abono en todos los teatros, luciendo sus pecheras, sus
botonaduras y sus esmokings, que acusan la última moda en la colocación de un
botón o en la variante de una solapa.
--Yo tengo ya noticias
de ella --dijo un jovencito delgado, con cabeza de pájaro desplumado que
sostuviese los lentes sobre el pico.
--Cuenta.
--Creo que es
vascongada y que vivía en un nido de águilas allá en los Pirineos, de donde la
sacó un noble francés, millonario, que tuvo el buen gusto de morirse, dejándole
una inmensa fortuna.
--¿Es viuda?
--Por segunda vez.
--No se descuida para
ser tan joven.
--No puede calcularse
la edad de una estatua.
--El caso es que ella
se dedicó a viajar. Ha estado en la India... en el Egipto... y al fin se casó
con un noble austríaco, el conde de no sé cuántos, que también ha muerto.
--¡Es una mujer magnífica!
--¡Extraordinaria!
--¡Original!
Los gemelos insistían
sobre ella, que seguía indiferente mirando al escenario mientras la
contemplaban.
Cayó el telón. Los
hombres se pusieron de pie, lanzando miradas y saludos a todos lados, pero
coincidiendo en la atenta observación de que hacían objeto a la recién venida.
La mayoría acabó por salir al foyer a fumar un cigarrillo o a cumplir el deber
mundano de ir entre bastidores. Eran pocos los que se habían fijado en la cara.
Corría de boca en boca lo poco que se sabía de aquella mujer, y las damas, que
se contentaban, para desentumecerse, con cambiar de sitio en sus palcos,
preguntaban a los amigos que iban a saludarlas. No había más que aquellas
noticias: Era española, de raza vasca, dos veces viuda, con un nombre ilustre.
Se había instalado con lujo en Madrid, en un magnífico hotel rodeado de jardín
en la Castellana. Tenía coches y automóviles; se la veía en todos los teatros,
pero no recibía ni sostenía relaciones con nadie. Por eso sorprendía la
presencia en su palco de don Marcelo, el viejo senador, solterón y galante, que
había ido a saludarla y departía con ella, en una actitud obsequiosa y rendida.
Esperaban muchos en los pasillos a que saliese de allí para abordarlo y
preguntarle, pero el timbre anunciador de que se iba a levantar el telón sonaba
insistente con esa llamada nerviosa, de urgencia, y era preciso ir acomodándose
en sus puestos. Marcelo siguió allí todo el acto, con una sonrisa socarrona,
como si supiese que lo esperaban y le gustara defraudarlos.
--Esta noche tendré un
gran éxito si voy a la Peña o al Casino al salir de aquí --decía--. Basta estar
cerca de usted para despertar la curiosidad. No hay ojos en el teatro más que
para usted.
--Pues crea que eso me
causaría pesar. Estoy deseosa de serenidad, de reposo, de vivir mi vida sin que
reparen en mí.
--Es usted demasiado
joven y hermosa, señora, para conseguir eso, y sobre todo en estos países
meridionales, tan llenos de curiosidad y de pasión.
--¿Olvida usted cómo me
llamaban en Viena cuando nos conocimos?
--«La mujer fría.»
Razón de más para que mis compatriotas, jóvenes y fogosos, se lancen con
entusiasmo a la empresa de derretir el hielo. Le aseguro a usted que esta es la
vez única en que me alegro de ser viejo.
--No lo comprendo.
--Mi vejez me libra del
ridículo de hacerla a usted el amor y de la vergüenza de la derrota.
Rió ella y dijo amable:
--¡Quién sabe! Tal vez
el que usted no aborde la empresa me libre a mí del vencimiento.
--¡Oh, esa
condescendencia de usted, amiga mía, es el peor de los síntomas! Las mujeres
sólo hacen esas confesiones delante del hombre a quien no temen.
--Es usted la única
persona a quien conozco en España. Me ha causado una sorpresa agradable
encontrarlo, pero le ruego a usted que sea discreto, no diga lo poco que sepa
de mí; no quisiera que me molestasen aquí con esa curiosidad que me persigue en
todas partes y me hace no sentirme a gusto en ninguna.
--Madrid no es a
propósito para no ser notada, es como una capital de provincia.
--Es que lo mismo me ha
ocurrido en Londres... en París... Es una fatalidad...
Y de pronto, como
agitada por un pensamiento triste, su mano enguantada asió el brazo de Marcelo,
diciendo:
--Pero, ¿ve usted en mí
algo de extraordinario, si no es el ser demasiado rubia, demasiado blanca?...
El leía en su
pensamiento su temor, y le respondió con viveza:
--Sólo el ser demasiado
hermosa.
Sonrió ella, no
satisfecha de la cortesía, cuya falta de sinceridad notaba, y se puso de pie.
--¿Se va usted sin
acabar la función?
--Sí... no quiero encontrarme
al salir con toda esa gente.
Ponía en sus palabras
el eco de desprecio que sienten hacia la multitud todos los que son admirados.
Marcelo le ayudó a
envolverse en su capa de armiño, con blancor de espuma, y le ofreció el brazo
para acompañarla al coche. Al entrar encontró a todos los amigos, que habían
dejado su palco. Lo acogieron con preguntas.
--¿Quién es?
--¿Dónde se ha ido?
--¿Qué sabes de ella?
--¿Me presentarás?
El, ante aquella
curiosidad de jauría sobre una pista, sintió algo de descontento hacia unas
costumbres, que fueron las suyas siempre, al recordar el temor y la molestia de
la mujer perseguida, y se propuso ser discreto. No diría las versiones que
acerca de ella había escuchado en Austria. Se limitó a responder:
--La conocí con su marido
en Viena, es la señora viuda de Hozenchis. Una millonaria muy guapa, como
habrán ustedes podido observar.
--Magnífica... pero
extraña... causa una sensación inexplicable... de frío...
--¡Bah! ¡Imaginaciones!
Que es un poco más blanca y más rubia que lo ordinario. Eso es todo.
Buenas noches.
Y se alejó, después de
echar ese jarro de agua helada sobre el entusiasmo de los jóvenes.
II
La curiosidad seguía
despierta en torno de aquella mujer elegante, bella, de una belleza tan
extraordinaria, que se rodeaba de un misterio impenetrable. No aceptaba jamás
ninguna invitación, no recibía ni hacía visitas, iba a los teatros, a los
paseos, siempre sola, y de sus fabulosas riquezas daban idea los trenes, el
lujo del hotel y sus joyas y sus trajes.
Únicamente don Marcelo
era su amigo, el que la visitaba, la acompañaba en su coche y era recibido en
su casa y en su mesa. Se veía diariamente asediado por hombres y mujeres que
deseaban ser presentados a la misteriosa señora de Hozenchis, pero él se
disculpaba siempre. Afectaba una gran familiaridad con ella, y para nombrarla
usaba sólo su nombre: «Blanca». Al mismo tiempo que se negaba a hacer
presentaciones, que le estaban prohibidas, afectaba una gran discreción, que
despertaba más la curiosidad. En una de esas confidencias, Marcelo había dejado
caer el apelativo de «La mujer fría», que arraigó instantáneamente. Este
apelativo se recordaba en la evocación o en la presencia de Blanca: ponía frío
en los ojos. Se diría que llevaba en torno ese halo luminoso que rodea los
faroles encendidos en las noches de helada, cuando su luz aparece fría,
cuajada, lechosa.
Sus trajes, casi
siempre de tonos fríos; sus joyas, en las que no entraban más piedras que los
ópalos, las perlas, las esmeraldas, las turquesas y los brillantes, tenían
siempre como algo de frío o de fatídico. Al verlas brillar sobre el seno, en la
carne de la blanca y compacta opacidad de alabastro, parecían una escarcha que
brillaba con la luz.
Los que habían oído su
voz decían que era entonada, armoniosa, pero penetrante, con algo de hoja de
acero fría y cortante, igual que la mirada de aquellos ojos grandes y verdes,
los cuales penetraban como saetas en el corazón, haciendo experimentar al que
los miraba un escalofrío en la médula.
Las damas estaban
intrigadas por saber qué perfume bien oliente usaba, que tenía una mezcla de
oriental y de algo extraño y dejaba, al aspirarlo, cuando pasaba cerca, a pesar
de su tenue discreción, la sensación fría del mentol.
Marcelo había prometido
enterar de la marca del perfume a sus sobrinas Edma y Rosa, dos lindos y
graciosos diablillos de dieciocho y veintidós años, que lo rodearon ansiosas en
cuanto lo vieron entrar en el salón.
--¿Nos traes el
secreto?
--¿Qué marca es?
El sonrió satisfecho,
con ese encanto de los buenos viejos que sienten la caricia femenina del
perfume de las mujeres bonitas, y repuso:
--¿Por qué tanta
curiosidad?
--Porque quisiéramos
perfumarnos como ella --dijo Rosa.
--No lo necesitáis,
tenéis un perfume de juventud que se exhala de vuestra carne.
--Si, sí. Galanterías
tuyas --atajó Edma--. Se habla mucho de la belleza de lo natural, de la bondad,
de la inocencia; pero yo veo que los hombres gustan más de los labios pintados
y sabios. Se dejan a sus virtuosas mujeres por una «perversa». ¿No les llamáis
así?
--¡Me asustas,
chiquilla! --repuso don Marcelo--, ¿quién te enseña esas teorías?
--Me parece que se ve
bastante para que no sea preciso decirnos nada... Yo, por mí, quiero saberlo
todo... para que el día que me case no tenga mi marido que ir a buscar nada en
otra parte.
--No le haga usted
caso, tío, está un poco chiflada, porque se cree que Fernandito está enamorado
de la señora de Haz... etc.
--¡Celos y todo!
Se habían ido acercando
al grupo formado por una docena de jóvenes de ambos sexos, que tomaban el té.
La jovencita le murmuró al oído:
--Sé discreto, tiíto,
por Dios.
Rosa se había acercado
a otras cuatro muchachas y hablaba animadamente con ellas.
--Es preciso saber si
tiene o no la fórmula --fue el final de aquella deliberación,
--Sí, hijitas, sí la
tengo --dijo don Marcelo--; pero es una cosa tan difícil, que es como si nada
dijera. Ese perfume de Blanca está sacado de uno de los venenos más activos y
sutiles: del acetato de bencyl, que, como ya se sabe, es el que ha servido para
la composición de los gases asfixiantes, y que mediante una costosa operación
se convierte en un perfume parecido a la sampaguita de la Arabia.
Las jóvenes se quedaron
desconcertadas; verdaderamente era difícil luchar con una mujer que podía
emplear tales recursos. Experimentaban como un odio, un deseo de vengarse de
ella, de aquella superioridad con la que involuntariamente las humillaba.
--Todo es extraño en
esa mujer --dijo una de las jóvenes.
--Y lo más extraño es
ella misma --repuso uno de los caballeros--. Yo no conozco nada más original.
Es un bloque de mármol con alma.
--Pero --, añadió la
joven-- tal vez hay en esa impresión mucho de lo que ella cuida de aparentar.
Entra en la figura que se ha trazado la necesidad de ser hermética. El no
dejarse ver de cerca.
--Si yo fuera tan
galante como me creen --dijo don Marcelo--, les daría la razón a estas niñas y
hablaría mal de «La mujer fría» seguro de que así era agradable y simpático,
pero soy un buen amigo de Blanca y debo hacerle justicia. Tratada es más
interesante que vista así de lejos.
--¿Y no da sensación de
frialdad?
--La hay siempre en
ella, mientras se le habla causa la impresión que se experimenta en la sierra
cuando se abre la ventana frente a los picos nevados. Algo frío y tónico que
encanta.
--Pero que no da gana
de acercarse --añadió burlona Edma.
--No diría yo tanto.
--Es que ella está
enamorada de su nombre --añadió otra señora--, se ve que hace por merecerlo en
cómo se viste y se adorna. Además, hasta en los movimientos da aspecto de
frialdad, se desliza...
--Es que sufre la
influencia de su nombre --dijo un joven de mirada inteligente--. Los nombres
tienen colores y propiedades. Blanca es un nombre frío.
--¿Y el mío? --preguntó
riendo otra jovencita.
--Mercedes es un nombre
azul.
--Es que Ernesto es
romántico, no hagan ustedes caso de su fantasía --dijo otro elegante.
--En cambio, Fernando
no dice nada.
La mirada de Edma se
fijó celosa sobre el joven. El alzó la cabeza, de expresión franca y noble,
dijo con sencillez:
--Nada puedo decir de
una señora a la que apenas conozco y --añadió, mirando a Edma, como si quisiera
tranquilizarla-- que nada me interesa.
Rosita traía la taza de
té ya servida a don Marcelo. Este fue a sentarse cerca de una señora un poco
opulenta, de grandes ojos negros, diciendo:
--Aquí no tengo miedo
de sentir frío.
--Pues usted parece
aficionado a la nieve --repuso ella.
--No lo negaré; aunque
es regla que no se debe elogiar a una mujer ausente delante de otras, son aquí
todas lo bastante bellas e inteligentes para poder hacerlo sin peligro de
molestar. Blanca, en la intimidad, es encantadora.
--Es lástima que no se
pueda comprobar --dijo Rosa, burlona.
--No lo creas. Hay una
ocasión de comprobarlo. He logrado que Blanca acceda a que la presente en esta
casa.
El soplo de una
sorpresa diferente para las jóvenes y los caballeros pasó por el salón. Don
Marcelo se gozó en ella con una larga pausa, y al fin dijo:
--Sí; cuando le
pregunté a Blanca el misterio de su perfume, le dije que se trataba de
vosotras. Se rió mucho de vuestra curiosidad, y como yo le hablé con entusiasmo
de vuestra belleza, y le dije que desearía presentaros, ella accedió a venir
conmigo. La traeré el próximo día de recepción.
--¡Qué idea! --murmuró
Rosa.
--La verdad es que no
sabremos qué decirle a esa señora que... hiela las palabras.
--No tengáis cuidado;
aunque en Madrid se ha dado en mirar a Blanca como un ser extraño y pensáis que
os vais a encontrar en presencia de una monja exclaustrada que va por primera
vez al mundo, Blanca es una mujer distinguida, una señora dignísima. La
sociedad vienesa es severa, y ella era una de las damas más respetables.
Pero las chicas ya no
lo oían, se habían juntado todas a deliberar. Era preciso «vestirse», hacer «toilette»
para recibir a esa señora y no quedar eclipsadas por ella.
Los jóvenes hablaban
también animadamente entre sí. Se veía que estaban contentos, que no faltaría
ninguno. Se sentían felices al pensar que iban a descifrar una charada tan
difícil y poder pasear la solución entre todo aquel mundo de desocupados que
perseguía a Blanca con su curiosidad, quizás, más que por su, belleza, por como
estaba defendida en su situación de privilegio para ser hermética e
inabordable.
III
Curioseaban todos en el
gran salón del hotel de Blanca, sorprendidos por aquel extraño estilo de
decoración, que no era de ninguna época ni se parecía a nada. Era el salón
internacional, la mezcla de todos los estilos, de todos los tiempos, las que se
acumulaban allí, sin tomar, a pesar de prodigarse tanto los «bibelots», aspecto
de casa de anticuario o de bazar. Por el contrario, los objetos más distintos
se unían de un modo extraño para formar un todo armónico.
Las paredes, laqueadas
de azul angélico, estaban cubiertas de cuadros de arte mezclados a cornucopias,
terracota de Andrea della Robbia y tapices de Arras y de Gobelinos. En las
vitrinas, sobre los vargueños y las cornisas, lucían cristales de Venecia, de Murano,
y Galle alternaba con la cerámica de todos los países, pero dominando los
amarillos y los azules. Porcelanas chinas, con las flores de almendro
deshojándose en su azul de noche; porcelanas de Dinamarca con los barcos de
ensueño, en el claro azul de espuma de mar en día de sol; porcelanas de Delp
con sus holandesitas de blancas tocas en el azul de tempestad. Porcelana de
Talavera con su amarillo de rastrojo reseco, o el verde requemado de planta
sequeriza y sedienta, que representaban la aridez ardorosa de Castilla.
Sobre todo en los
muebles se podía decir que se había suprimido el mueble; tal aparecían todos de
desiguales, de raros. Sillones floridos, de ligeras maderas pintadas, de
Noruega, cerca del amplio, cómodo, pesante y monacal sillón frailero; y las
doradas sillas de Luis XV, las cretonas butaquitas Pompadour, las rallas de
seda de María Antonieta y las coronas del Imperio
Comentaban en voz baja:
--Está demasiado
recargado.
--Es un alarde.
--Parece un Museo.
Satisfecha la primera
curiosidad, se miraron unas a otras. Se habían puesto de acuerdo tácitamente
para ir todas de colores claros y de blanco. En el té en casa de doña Matilde
fue vano el alarde de trajes suntuosos, de creaciones de los grandes modistos,
en diferentes tonos, que llevaban las señoras. Blanca las venció con su
blancura, con su vestido de paño blanco, su gran piel de armiño, un sombrero de
tisú, y su gran velo de encaje todo en plata. Estaba sugestiva, atrevida.
Gracias a esa blancura fría se disimulaba el tono frío de su carnación, de un
blanco tan puro que no llevaba diluido ni amarillo ni rosa, sólo, quizás, un
poco de añil, para dar en algunos cambios de luz el tono violáceo a su carne.
Ahora que todas la
imitaban, como cortesanas, ella aparecía vestida de negro, deslumbradora con
aquel vestido de crespón chino, que se ceñía a su cuerpo con la flexibilidad
del crespón, bordado de oro, de un modo a la par soberbio y fúnebre. Contra
todos los usos, era la manga larga y el escote alto. Su mano calzaba guante
negro, y su cabeza de piedra con las esmeraldas incrustadas, tenía apariencia
de cabeza cortada descansando en el negro pedestal.
Saludaba dominando y
suprimiendo el ritual. Ni besaba a las damas ni se dejaba besar el guante por
los caballeros, sin impedirlo más que con el gesto de tender la mano. Detrás de
ella aparecían jugueteando dos docenas de perritos de los más minúsculos,
blanquísimos y perfumados con esencias de flores distintas.
--Está usted
hermosamente trágica --le dijo don Marcelo.
Ella se estremeció como
en un leve tiritón, y sus pupilas palidecieron un poco, declarando:
--No hable usted más de
tragedia --dijo--; yo soy supersticiosa y creo que las palabras representan
seres reales, en vez de imágenes de nuestro cerebro, y que hay evocaciones
peligrosas.
--Parece usted andaluza
--dijo doña Matilde.
--Es que no son los
andaluces los más supersticiosos. Al contrario. Con su luz y con su sol no
viven fácilmente los fantasmas. Yo soy del Norte, de la región montañosa donde
todas las leyendas tienen asiento. En cada picacho de los Pirineos vive una
bruja.
--0 un hada --intervino
Ernesto.
Ella rió.
Su risa tenía el eco de
las ondas de un glacial chocando unas con otras, sonora como un carillón.
Fue recorriendo los
grupos de todos sus invitados; tenía un cumplido y una frase amable para cada
uno. Tuvo el buen gusto de hallar encantadores el vestido de raso ciruela
bordado en cuentas de madera azul, y el abrigo de piel de topo de doña Matilde,
y los graciosos vestidos de las niñas. Edma estaba encantadora con su trajecito
a cuadros rojos y negros, y el sombrero pequeñín adornado de una cola de guacamayo;
y Rosa, pequeñita y nerviosa, con su vestido rosa y su gorrita de seda azul.
--¡Oh, la juventud!
--dijo con algo de coquetería, de quien la siente retozar en la sangre--. ¡Qué
bellas están con tan poco esfuerzo!
Sabía que era preciso
hablar a las señoras de sus trajes o de sus accesorios. A ésta le elogió sus
plumas «cirée», a aquélla el «paraíso» de su sombrero negro, a la otra su
bolsillo de «beige» y plata.
Todos jugaban con los
perrillos, revoltosos, acariciantes, y se formaban grupos en torno de las
diversas mesitas--, el perfume tibio del té parecía poner toda su cordialidad
en el gran salón, para que todos se sintiesen a gusto. Se establecía esa
confianza que establece la merienda, la camaradería de la mesa, y a la que no
se llegaría, sin su complicidad, en mucho tiempo.
Blanca, a pesar de su
animación, de sus risas, de sus frases oportunas, sentía una preocupación. Sus
ojos se volvían con frecuencia hacia la puerta. Al fin dijo:
--Parece que no están
aquí todas las personas a quienes tuve el gusto de invitar la tarde pasada.
Se miraron unos a otros
como si inventariaran, y Ernesto dijo: --Sí, falta Fernando.
--¿No vendrá?
Edma se adelantó a
responder con una audacia extraordinaria: --Sí, me ha prometido venir a
buscarnos.
Sus ojos pardos se
fijaban con una expresión de celoso desafío en los ojos verdes, sosteniendo
valiente aquel estremecimiento que le producía su frialdad. Blanca se limitó a
responder algo secamente:
--Lo celebro.
Nadie había advertido
la especie de desafío que se acababa de cruzar entre aquella mujer extraña y
dominadora, y la muchachita sencilla que se aprestaba a defender su amor. Las
dos se habían comprendido. Sabían que ellas no se engañaban: que se disputaban
a un hombre.
IV
La verja del hotel los
separaba del paseo de la Castellana, como si los alejase a muchos kilómetros de
distancia. Se oían apenas los ecos de los coches que pasaban a aquella hora de
la noche con paso perezoso, como si el caballo y el cochero fuesen dormidos y
sólo velase dentro de ellos la pareja enamorada sumergida en su ensueño, o los
románticos que deambulaban envueltos también en el encanto de la noche
madrileña o en una evocación de la ciudad legendaria.
Blanca había mandado
apagar los focos eléctricos, y el jardín, alumbrado sólo por la luna, tenía
esas tonalidades de violeta y plata que pone la sombra y la luz de la noche en
el campo.
--Estas noches --dijo
Fernando, que estaba sentado junto a ella -- son mis rivales. En vez de mirarme
a mí miras al cielo.
--¡Me gusta tanto ver
el cielo! Las estrellas son mis antiguas conocidas. Yo sé los nombres de
todas... No saben esta pasión por las estrellas los que no han vivido en la
soledad de las montañas o han navegado mucho. Yo he pasado mi niñez entre las
fragosidades del Pirineo.
--Sin duda de tanto
mirar al cielo han tomado tus ojos esa luz verde y fría. Mientras tú miras las
estrellas yo te miro los ojos, que es como mirar al cielo.
--Es que tienen algo
que me atraen. Esas estrellas que han servido durante tanto tiempo de guías de
viajeros, dan deseo de viajar; se comprende el mito de los Magos siguiendo una
estrella como se persigue una quimera.
--0, sustituyendo los
términos, como yo persigo tu cariño.
--No eres justo. Sabes
que yo te quiero... te he amado quizás antes que tú a mí: desde que te vi en el
teatro con don Marcelo aquella noche. Ya sabes que fue sólo por ti por lo que
me presté a ir a casa de las señoras de Meléndez. ¡Quizás hice mal!
--¿Te arrepientes?
--Me apena saber el
estado de esa pobre muchacha que estaba enamorada de ti y con la que tú has
sido ingrato.
--Ingrato, quizás;
traidor, no. Yo no le había prometido casarme con ella.
--Pero la amabas.
--La quería. La quería
como se quiere a una hermana, a una persona buena, inteligente, familiar, sin
esa pasión que quema, que te arrastra la vida toda. Esa pasión que tú me has
inspirado, y que de no encontrarte, quizás hubiese pasado por la vida sin
conocer.
--Entonces te hubieras
casado con ella.
--Tal vez sí.
--¿Y no te habías
comprometido?
--No. Parecía que algo
me hacía presentir que había de llegar «otra mujer».
--Yo siento ser la
causa de la desesperación de esa niña. Ha venido a verme don Marcelo, mi viejo
amigo, que ha dejado de serlo desde que nos amamos, a decirme que esa criatura
se muere... La madre quiere venir a suplicarme... hasta ella misma, que piensa
que yo acepto tu cariño ofendida por la arrogancia con que ella me lo
disputaba.
Fernando se estremeció
y la miró ansioso.
--No --,dijo ella--, no
soy capaz de esa baja pasión, y, sin embargo, no me deben creer capaz del
inmenso amor que te tengo cuando vienen a exigirme que renuncie a mi felicidad
por la felicidad de otra. ¿Acaso la mía no es tan respetable como la suya? ¿Es
que en el amor pueden existir derechos de prioridad o de cualquier clase que
sean? No. Es que no comprenden que una mujer que ha sido casada y madre, pueda
amar hasta con más vehemencia que una criatura que aún no sabe lo que es el
amor.
--Es que mucha gente no
se da cuenta de tu amor, Blanca. No olvides que te llaman «La mujer fría».
Creen que esa cosa que hay en tu tipo de augusto, de sereno, que llega a ser
helado, se comunica al alma.
Ella guardó silencio.
--Yo mismo --siguió
él-- no podía esperar que me amases. Te aseguro que de no decírmelo tú, no
hubiera sido capaz de confesarte mi amor. Tan alta y tan superior a todas las
mujeres te veía.
--¡Oh, no me trates
como a una diosa! Es preferible ser mujer. Si me vieras como a una divinidad,
estaría perdida.
--Si te he de ser
sincero, sentí una especie de dolor al verme amado. Es una confesión que tal
vez no debiera hacerte; pero «La mujer fría» inabordable, me daba la seguridad
de que era incapaz de... haber... amado a nadie.
--Y así era... Tú eres
mi amor primero y único, Fernando
--¿Por qué me
desesperas entonces?
--No quiero ser tu
amante.
--Sé mi esposa.
--No.
--¿Por qué?
--Tengo la seguridad de
que el amor se extinguiría al realizarse. Prefiero alejarme llevándolo en mi
alma y dejándolo en la tuya.
--Pero eso es una crueldad.
--Menor que la de matar
un sentimiento que tanta felicidad nos proporciona.
--¿Pero no comprendes
que he puesto en ti toda mi vida?
En el arrebato de su
pasión, Fernando se apoderó de las manos de Blanca y las estrechó entre las
suyas.
Aquellas manos estaban
heladas, yertas; no era la frialdad del mármol ni de la nieve, era la frialdad
de la carne helada, la frialdad de la muerte.
Ella quiso esquivarlo,
pero él la enlazó por el talle y la apretó entre sus brazos. Parecía vencida,
dejaba caer la cabeza sobre su hombro, los cabellos ceniza cosquilleaban la
mejilla de Fernando, semejantes a una lluvia de copos de nieve que le daban una
sensación agradable. Besó el rostro helado, iluminado por la luz fría de los
ojos de esmeralda y la luz de la luna, que lo hacía un poco cárdeno, poniendo
manchas violáceas en las sombras de las facciones. La besaba loco, apasionado,
como si quisiera darle calor y vida con sus besos, mientras que sus manos
corrían apreciando febriles las magníficas curvas del busto de estatua.
Los ojos se habían
entornado, elevando hacia arriba la pupila, que brillaban como un hilo de luz
encendida a través de la pequeña abertura: luz de su alma. Bebía él con sus
labios aquella luz fría, rostro con rostro, sin lograr darle calor. No sentía
el aliento de Blanca. Era como si no respirase... Decidido a consumarse en la
pasión, unió sus labios a los suyos... Sus brazos se abrieron, se apartó de
ella, que cayó desfallecida en el banco, y se apoyó en el tronco de un
eucaliptos para enjugar el sudor que corría por su rostro.
En aquel beso de amor
había percibido claramente el vaho frío y pestilente de un cadáver.
Cuando se recobró,
quiso disimular su impresión. Al mirarla tan bella, tan blanca, abandonada como
en éxtasis, sin haber pronunciado una palabra ni hecho un movimiento, se
arrepentía de aquel arranque, hijo de una impresión falsa, seguramente. Era
preciso hacerle creer en su caballerosidad, ya que, contagiado de frío, no
podía volver a encontrar los ardores de su pasión.
--Blanca mía --dijo,
echándose de rodillas a los pies de la joven--, perdóname este arrebato. Ya ves
que, a pesar de todo, sé respetarte.
Blanca abrió los ojos.
Si hubo pasión primero y dolor o tempestad después en su alma, ésta no había
trascendido al semblante. Estaba serena, impasible. No le dio una queja ni por
su arrebato ni por su cordura.
--La noche es cómplice,
con su melancolía, de muchas cosas --dijo--. La melancolía hace más amantes que
la alegría. Se duerme la voluntad.
Parecía disculparse de
su flaqueza. Sin duda no había notado el verdadero motivo de la súbita cordura
de Fernando. El quiso ser galante y no darse cuenta de la entrega de sí misma
que le había hecho.
--Tu voluntad, Blanca,
no se duerme nunca, sino cuando está segura de hallarse bien guardada a mi
amparo.
Sonrió ella, como si
agradeciera el cumplido y dijo:
--Pero es tarde. ¡Mi
reloj de estrellas anuncia el amanecer...! Es preciso separarnos.
Se, puso de pie, y esta
vez fue ella la que le tendió la mano yerta, que le produjo la impresión de
cadáver, hasta el punto de no atreverse a besarla.
Lo acompañó ella misma
hasta la puerta de la verja, y, como siempre, lo siguió con los gemelos por
entre los claros de la yedra, viéndolo detenerse y volver la cabeza de minuto
en minuto.
V
Cuando estuvo bastante
lejos para no poder ser visto desde el hotel, Fernando se apartó de la acera y
fue a sentarse en uno de los grandes sillones de hierro colocados debajo de los
árboles de Recoletos, y ya casi desiertos a aquella hora. Sólo algunos rezagados
habían hecho una especie de cama, entre dos de ellos, y dormitaban al fresco,
con los chalecos desabrochados y la cabeza descubierta. Ya se habían cerrado
los puestecillos de refresco, y aún quedaba en el ambiente esa especie de
vibración que resta de la muchedumbre.
Estaba aturdido. Amaba
a Blanca con una pasión terrible, avasalladora, capaz de todo. Era como si de
las pupilas verdes se desprendiese una chispa fría y magnética que lo
encadenase. No tenía vida ni voluntad más que para ella. Su pasión no era sólo
espiritual, era una pasión física que lo abrasaba, y, sin embargo, no podía
aspirar a ser satisfecha. Cada vez que se aproximaba a ella, que la tocaba,
sentía una quemadura de nieve, pero con una sensación extraña, como si tocase
un cadáver. El no se había dado cuenta de aquel hedor al principio de sus
relaciones. Pensó que aquel nombre de «La mujer fría» era debido a la clase de
belleza inexpresiva y extraña de Blanca, y también a su carácter reservado,
retraído, indiferente a los amores que despertaba. En ese sentido tomó su
nombre, que llegaba a complacerle. Habría una mayor gloria en conseguir el amor
de una de esas mujeres excepcionales, incapaces de amor. En el fondo del amor
de mujeres como Cleopatra o Lucrecia Borgia debía haber a algo semejante a una
gota de licor celestial que sólo pudieran libar hombres contados, hombres que
se debieran sentir gloriosos, como los pastores de Atis cuando descendían hasta
ellos las diosas para llevarse un hijo de mortal bajo sus ceñidores.
Había sido para él una
sorpresa el contacto frío de aquella mujer. De no estar tan enamorado, hubiese
huido de ella. La miraba a veces con miedo, con terror. Hoy por vez primera
sentía una impresión de asco. No podía dudar que del fondo de aquella boca, del
tan débil aliento, salía un olor de entrañas descompuestas. No era ese olor
vulgar de las personas de aliento impuro, era algo más era pavoroso, más
repugnante.
Ahora, reconstruyendo
la escena en su imaginación, temía que Blanca se hubiera dado cuenta de todo.
Acaso no era la primera vez que causaba esa impresión en un enamorado y ya
sabía lo que había de suceder. Por eso sin duda su virtud era tan austera; tan
vigilante, virtud de fea, a pesar de su belleza. Le mordían los celos. Pensaba
que quizás aquella mujer habría vívido muchos idilios semejantes, y por eso se
negaba a ser suya, queriendo dejarle un ansia y una ilusión insaciada, quizá
como venganza de todos los demás que la habían abandonado.
¿Habría sido siempre
así, en sus matrimonios y en su maternidad?
Sentía una ansiedad de
saber, de profundizar el misterio. No podía dejar de amar a aquella mujer
extraordinaria. Era un suplicio, ya varias veces repetido, el de aquella
sensación de frío, que al llegar ansioso y temblando de pasión a ella, lo
detenía, como una ducha. Le causaba la emoción penosa, extraña, ese frío que
había en sus manos, en su rostro, en su carne toda.
Y ahora, que por vez
primera había unido los labios a los suyos, se estremecía pensando en la
impresión de terror, de repugnancia, que la felicidad soñada le había hecho
experimentar.
Al fin se levantó,
subió todo el paseo de Recoletos y entró con paso lento en la calle de Alcalá.
Al llegar frente al Casino, se cruzó con un caballero que a pesar del calor iba
envuelto en un amplio abrigo con cuello subido hasta los ojos que salía del
edificio, dirigiéndose hacía un coche. En el aire conoció al viejo senador.
--¡Don Marcelo!
Lo llamaba sin darse
cuenta. como un grito de su alma, como un quejido. Y tal acento desgarrador
había en su voz, que el anciano señor se detuvo, lo miró un momento y, sin
contestar, le hizo seña de que lo siguiera. Subió a su coche, cerrado, y, por
la portezuela abierta, dijo al joven:
--Dispénseme, pero los
viejos, aun en verano, necesitamos cuidar el vientecillo de la noche.
--Don Marcelo, quería
hablar con usted.
--Pero hijo, la hora no
es a propósito, me he entretenido con las cartas esta noche más que de
costumbre. Empezó mal la suerte, me empeñé, sabiendo que como es hembra no es
muy constante, y en efecto, he ganado... me he entretenido con el halago. Me
muero de sueño y de cansancio.
--¿Dónde podría verlo a
usted mañana?
--¿Para qué?
Se escuchó entre los
labios del viejo una especie de silbido de indiferencia, esa sílaba «Pchs»
alargada que tan bien dice la pregunta afirmativa de desprecio: «¿Y a mí qué
puede importarme nada tuyo?»
Pero lo miró, y el
aspecto del joven era tan pálido, tan conmovido, de un dolor tan sincero, que
dijo:
--Bien. El mejor sitio
de hablar sin que nos interrumpan es en la propia casa. Venga usted luego a la
mía.
--¿A qué hora?
--Me levantaré tarde. A
eso de las dos. Buenos días.
El viejo hizo un último
signo de despedida y el joven iba a cerrar la portezuela, cuando lo detuvo.
--Después de todo, tal
vez sea mejor que suba usted. Estoy algo nervioso y no me dormiré fácilmente.
Lo mejor es que demos un paseo por las afueras; contemplaremos uno de estos
amaneceres de Madrid y hablaremos. No respondo, cuando me acueste, de dar
señales de mí hasta la hora de volver al Casino.
VI
El coche cruzó la Puerta
del Sol en su hora de más sombra y soledad, que daba una sensación de ribera
con su asfalto espejeante por el rocío, subió la calle del Arenal, pasó al lado
del Teatro Real, atravesó la vieja plaza de la Encarnación, donde vive la
leyenda de la Edad Media, y poco después entraba en el paseo de Rosales, esa
«frontera» de la ciudad que hace a Madrid algo de provincia litoral, como
recuerdo de un ancho mar que cubriese la llanura. Los caballos bajaron la
cuesta y siguieron el camino de los jardines de María Luisa.
Los dos hombres habían
guardado silencio mientras cruzaban las calles. La ciudad, aun dormida, les
daba la idea de multitud ante la que debían ocultar su secreto. Callaban de ese
modo instintivo con que callan los viajeros que cruzan un túnel. Cuando
salieron a la Moncloa, en pleno campo, pareció que los unía una mayor
confianza. Se habían borrado las estrellas del cielo y éste estaba esclarecido
por un gris rosa, luminoso, que parecía escaparse y penetrar bajo los árboles,
a través de sus troncos, mientras que en lo alto se refugiaba la sombra al
amparo de las copas.
Aquel sitio se prestaba
a la confidencia; los jardines de María Luisa ponían algo de más pintoresco al
lugar con el nombre de aquella reina de cara de bruja, que retrató Goya, y que
sin embargo guardaba cierto prestigio de amorosa, gracias a su adulterio en las
frondas de la Moncloa.
Fernando hizo ante don
Marcelo su confesión general. Sabía que lo escuchaba un hombre de mundo y de
gran corazón, capaz de comprender aquella pasión loca que se había apoderado de
él, trastornándolo hasta el punto de ver casi indiferente los tormentos de la
que había elegido para su esposa antes de conocer a Blanca, y con la que lo
ligaban tantos años de juventud vividos juntos.
El anciano lo oía
tratando de disimular su interés y la especie de complacencia que experimentaba
al escuchar aquel lenguaje, que era como la música olvidada que iba despertando
ecos y recuerdos en su corazón.
Parecía atento a mirar
el paisaje, que se desvelaba y acusaba líneas y colores con mayor brillantez de
momento en momento. Cruzaban cerca del coche otros carruajes y automóviles que
llevaban a los trasnochadores de la «Casa Camorra».
La mayoría de los
coches iban abarrotados de gente; salían de ellos risas y gritos con acentos
cansados y falsos; sólo se alcanzaba a distinguir las siluetas y las cabezas
que se mecían, con la carrera, en un balanceo de peleles.
Cuando cesó de hablar
Fernando, don Marcelo le contestó:
--Bien; pero ¿por qué
me dices todo eso? Es que Blanca te rechaza y vuelves de nuevo a pensar en
Edma, la pobre niña que no sabe ocultar su amor y su daño a nadie.
El vaciló en responder,
y don Marcelo añadió:
--Si no es eso, no
comprendo qué puedas tener que decirme. No olvides que soy tío de Edma, y que
me acuso de haber sido, en cierto modo, causa de lo que sucede.
--Es que yo mismo no sé
lo que quiero. He llegado a conquistar el amor de Blanca, la adoro, sin dejar
de querer a Edma, y cuando ha caído enamorada en mis brazos, la he rechazado,
presa de una repulsión inexplicable. No sé si ese sentimiento es hijo de esta
dualidad de dos mujeres que hay en mi alma, o si existe algo de real. Es usted
la única persona que tiene antecedentes del pasado de Blanca, que puede
revelarme algo, y le suplico que no me lo oculte.
Don Marcelo guardaba
silencio. El coche había pasado Puerta de Hierro y continuaba en dirección a la
Cuesta de las Perdices, como si el cochero se hubiese propuesto llegar al fin
del mundo marchando en línea recta, mientras no le dijesen que volviese. Era ya
día claro. Todo el cielo ostentaba un celeste suave, incendiando al oriente de
rosa y plata, como heraldo del advento del sol. A la derecha se alzaban los
montes de El Pardo, a la izquierda el boscaje de la Casa de Campo; cerca del
camino, el campo de vegetación rala, de pinos anémicos y achaparrados, de
malezas clareonas, entre las que se veían cruzar los conejos con su gracia
saltarina, avispados, altas las orejas, como dos zapatillas, y enhiesto el
rabillo blanco. De vez en cuando se mezclaba a ellos una bandada de perdices,
que en vez de volar saltaban y corrían pizpiretas. Cruzaban sin miedo,
familiarizadas ya con las gentes, como si supiesen su condición de caza de coto
real, para creerse inviolables.
Don Marcelo dijo al fin:
--Blanca me había
pedido que guardase silencio acerca de lo que de ella supiera, y aunque yo no
le había prometido nada, había formado el propósito de callar. ¿No parecerá
ahora mi revelación una venganza? A pesar de todo, esa mujer tan rica y tan
admirada me causa una gran lástima.
--No comprendo.
--Es una mujer a quien
le está vedado el amor. Nadie la ama más que mientras es una promesa.
Fernando no se atrevía
a seguir preguntando.
Pasaban entre las
ventas situadas a ambos lados de la carretera ofreciéndose a los viajeros. Tocó
el anciano la goma destinada a llamar al cochero y ordenó al lacayo, de cara
inexpresiva y adormilada, que se acercó a la portezuela:
--Para en la venta de
la izquierda.
--Aquí podemos tomar
una tortilla al ron y un excelente chocolatito a la española --añadió,
dirigiéndose a Fernando-- en uno de los gabinetes reservados que quedan sobre
el jardín. Se goza de una vista y un aire deliciosos y podemos hablar a nuestro
sabor.
VII
--Yo conocí a Blanca en
Viena --dijo don Marcelo, mientras movía con su cucharilla el incendio del
alcohol, mirando los cambiantes de esencia de llama, sutilizada como el
espíritu del fuego, que se encendía en lucecillas azules, verdes, moradas y
naranja que parecían arrancarse de la raíz para subir y perderse en el aire--.
No sé si comenzar por las impresiones de esta época, o por lo que después he
sabido, ordenando los hechos para la mayor comprensión.
--Como usted quiera.
--Bien, entonces
comenzaremos por la niñez de Blanca. Su madre y su padre murieron al año de
estar casados, a causa de un misterioso mal. Una enfermedad desconocida, que
las buenas gentes del Norte creían producida por hechos demoníacos o brujos. El
caso es que la madre murió al dar a luz una niña, que más que niña era un
pedazo de carámbano. Se veía que estaba viva porque abría los ojitos. Y se
movía, pero estaba fría, helada, y por más que la quisieron hacer entrar
en calor abrigándola bien, todo fue inútil, jamás dejó de estar fría, con esa
frialdad extraña. Ella me contó en su confesión la sorpresa que causó a los
médicos la primera vez que le pusieron un termómetro y no le pudieron hacer
subir de treinta y cinco grados.
--¿Pero cómo se
explican esa cosa tan rara?
--No se la explican.
Muchos hubieran querido hacer estudios respecto a ella, que no les, han dejado
realizar. Lo raro es que ese frío que comunica no lo siente ella. Se encuentra
bien, a gusto; se puede decir que siendo un glacial, ella no lo sabe, ignora la
sensación del frío. Hombre de ciencia ha habido que ha pensado en un extraño
organismo de reptil, de sangre fría, en el que ha encarnado una mujer. Otros lo
atribuyen a una funesta herencia de la enfermedad misteriosa de sus padres;
algunos creen que algún abuelo padeció en la Edad Media un mal extraño que se
reprodujo, por el salto atrás, en el padre y que le ha alcanzado a ella. Sea lo
que quiera, el fenómeno existe, no se puede negar, lo vemos y lo palpamos.
Excusado es decir que para su abuela y las parientas que la criaron todo eran
hechizos y obra de encantamiento. Han hecho exorcizar a la pobre criatura
cientos de veces; pero la religión ha tenido tan poco éxito como la ciencia.
Mientras hablaba había
acabado de comer su tortilla y se fijó en la de su amigo.
--Vamos, Fernando. Nada
de niñerías. Coma usted eso o no le digo nada más. No espero que usted acabe
para tomar mi chocolate. Se me enfriaría y ahora está en su punto. Es el más
suculento desayuno del mundo, injustamente en desuso. Como obra de frailes, que
ya sabían lo que se hacían.
Mientras mojaba los
bizcochos en la nata humeante de su taza, siguió:
--Blanca pasó su
infancia en un pueblecito vasco, en la frontera de España, perdido en las
estribaciones de los Pirineos. No me acuerdo cómo se llama. La pobre criatura
se consumía de hastío en su vieja heredad. Se pasaba el día cuidando sus
animalitos predilectos, pollos, conejos, borreguitos. Ella misma corría la
montaña para cogerles la hierba y los tallos tiernos, y se daba el caso raro de
que los animales la rechazaban de su mano. Le huían los gatos y le aullaban los
perros. Claro que no había que pensar en que las madres dejasen a ninguna niña
jugar con ella. No le quedaba el recurso de la agricultura. Hubiera querido
cuidar y cultivar plantas, pero todas las que tocaba se secaban, y las semillas
no nacían. Esto no es tan extraño como parece. Son muchas las mujeres que
ejercen esa mala influencia sobre las plantas. En mi país no se las deja entrar
en los bancales y en los sementeros, sobre todo en ciertas épocas. En lo de los
animales creo que habrá exageración. La pobre Blanca me ha contado las
angustias que pasaba cuando iba de paseo por las gargantas y los valles que
forman las cordilleras en su país y veía un monte sucediendo a otro monte. Se
encontraba como perdida y aprisionada en la cadena de los cerros. Por suerte,
un noble francés que fue por allí en una cacería se enamoró de ella y se casó.
Era viejo, debía ser un tanto degenerado y sádico. Con él, esta mujer de hielo,
cuyas funciones vitales no tienen nada de anormal, excepto su falta de
temperatura, tuvo dos hijos: uno idiota, que vivió poco tiempo, y otro que a
los dos años falleció también de un tumor en el oído. Su marido murió de otro
tumor. Ella estaba sana, pero daba el efecto de esas manzanas podridas que
pudren a las que están en contacto con su mal.
--Pero eso es terrible.
--Sí. Viuda y sin
dinero, aceptó la mano del conde Hozenchis, un millonario austríaco, ya viudo
con un hijo, por eso no tiene ella el título. Le dejó una gran fortuna. Ella no
volvió a tener más hijos. Cuando la conocí en Viena era la mujer de moda,
deslumbrante con su hermosura y su lujo. Siempre la habían llamado «La mujer
fría» pero después de su viudez cambió su nombre, la llamaban por el nombre
fatídico que le hizo huir de los lugares donde la conocían, y que me ha rogado,
implícitamente, que no lo dijera.
--¿Pero qué nombre es
ése?
--«La muerta viva.»
--¡Ah!...
--Veo que no te
sorprendes.
--Es mejor que calle
usted.
--No, ya es mejor
decirlo todo. No se puede condenar a una mujer hermosa y joven, que no tiene
hijos, que no ha amado a los maridos que la tomaron como una curiosidad capaz
de excitar sus temperamentos gastados, cuya juventud ha transcurrido en el
tedio y la soledad, que sienta con vehemencia el deseo de amar. Ella tenía
muchos pretendientes. Escogió, romantizó, fue difícil y los empeñó en la
lucha... pero no «cayó» con ninguno. Todos la «respetaron», es decir, huyeron
cuando se les reveló el frío y el olor a cadáver que había en ese hermoso
cuerpo.
--¿No llegó a amarla
nadie lo bastante para hacerse superior a esa fatalidad?
--La muerte rechaza a
la vida, es una repugnancia física invencible la que crea. Blanca se hace un
imposible para todos los que ella podía amar. Es decir, los sanos de cuerpo y
de alma.
--Es terrible eso en
una mujer tan hermosa, tan noble, tan espiritual...
--En Viena se habló
mucho de este caso. Lo atribuían a la encarnación de un espíritu en el
cuerpecito que la madre dio a luz muerto. Según los espiritistas, es un cuerpo
de muerta donde vive un espíritu.
--¿Pero y todas las
funciones vitales de ese cuerpo, su crecimiento?
--Se las presta el
cuerpo astral.
--Yo no creo esas
patrañas de los espíritus, y me parece que éste es un caso único en el mundo.
--No, querido Fernando.
Eso de que «no hay nada nuevo bajo el sol», es una verdad innegable. Todo
existe, todo se repite, por poco común que sea. Evidentemente hay muchos casos
de estos que no se conocen; pero existe en la historia un precedente
conocidísimo, por tratarse nada menos que de una reina.
--¿Cómo?
--Sí. Catalina de
Médicis era también una muerta viva. Se quedó huérfana a causa de una extraña
enfermedad de sus padres, y el Papa Clemente VII, que había concebido el
proyecto de casarla con el rey de Francia, cuidó de ella, apartando de su lado
todos los enamorados, aunque para ello tuviera que hacer a su sobrino Hipólito
Cardenal a los dieciocho años y enviarlo a España. Catalina se casó con Enrique
II cuando éste no era más que duque de Orleáns, y tuvo hijos, a pesar de la
repugnancia que por ella sentía su esposo. Fue madre de tres reyes degenerados.
Su marido no la repudió porque ella se dio maña a ser la amiga de la favorita
Diana de Poitiers, y él lo encontró eso muy cómodo. Pero Catalina de Médicis
tenía siempre el cuerpo helado como un muerto, y cuando se quitaba los
suntuosos vestidos olía a cadáver.
--¿Y a qué se atribuyó
entonces el fenómeno?
--La ciencia no dijo
nada. El pueblo la creía poseída del diablo, que ha sido sustituido por
nosotros por los avatares y las reencarnaciones. Es igual. Lo cierto es que si
no fue el diablo fue un mal espíritu el de esa mujer disoluta, envenenadora,
que se gozó en los asesinatos. Hasta sin querer causaba maleficio. Hay quien
sostiene que la desgracia de María Estuardo tuvo origen en usar el magnífico
collar de perlas de su suegra.
Pero Fernando no oía la
digresión histórica, poseído del horror de aquella vida.
VIII
Blanca, envuelta en el
amplio peinador de crespón amarillo, con la cabellera ceniza y rizosa cayendo
sobre los hombros desnudos, parecía, puesta de pie cerca de balcón, una estatua
de piedra cubierta con la túnica de seda; pero aquella estatua animada sufría
un dolor vivísimo, que se reflejaba en la mirada ansiosa y en las pupilas
verdes que empañaban las lágrimas como si fuesen cristalillos de escarcha sobre
una hoja tierna de árbol.
Se había acostado
inquieta y preocupada después de despedir a Fernando en la puerta de la verja.
Le quedaba una duda, que más bien creaba ella misma para engañarse. Eran ya
muchas las veces que los enamorados huían al robar el primer beso a sus labios
fríos. Pero esta vez quería dudar, porque era la única vez que amaba. No había
mentido al asegurarle a Fernando que había visto en él su destino el día que lo
vio en el teatro en el palco de los señores de Meléndez. Fue por acercarse a él
por lo que le había hablado al viejo senador de sus sobrinas y por lo que quiso
ir a tomar el té en su casa e invitarlas después a la suya.
El reto celoso de Edma
había aumentado su pasión. La joven inexperta le decía así, con su actitud, que
Fernando la amaba. Tenía que haberlo notado su novia para estar celosa hasta
aquel punto. Había ella buscado a Fernando, lo había atraído y estaba
satisfecha de la pasión que había despertado en él. Blanca había hecho un alarde
de aquella pasión, sin compadecer a su rival, cuyo dolor era más fuerte que ese
amor propio de mujer que hace a las desdeñadas aparentar indiferencia. Edma se
sentía morir sin el amor de Fernando, y no lo ocultaba. Pasaba los días
llorando, sin querer comer ni ir a ninguna parte, sumida en un duelo que
estropeaba su salud y su belleza.
Creyendo que eran celos
de la joven, don Marcelo había ido a rogarle a Blanca que le devolviera la
felicidad cesando de recibir a Fernando. Pero, lejos de lo que esperaba, se
encontró frente a una mujer enamorada, decidida a disputar a todos su dicha, a
hacer triunfar su pasión pasando por cima de todos los obstáculos, cayese quien
cayese, y que hacía callar todas sus razones filosóficas con las frases soberbias
de egoísmo que existían en su propio corazón.
--¿Acaso la felicidad
ajena es más respetable que la nuestra propia?
Pero por lo mismo que
amaba como jamás había amado, su lucha era más empeñada que había sido jamás.
No quería entregarse al amor de Fernando, por el miedo de verlo alejarse cuando
sus sentidos, su tacto y su olfato sintiesen aquella extraña frialdad de su
cuerpo y aquel incomprensible olor. Pensaba que lo mejor era huir, llevarse el
recuerdo de su amor, dejarle una imagen de felicidad soñada para mantener
siempre la ilusión con la fiebre del amor no satisfecho.
Pero no había sabido
resistirse a la influencia de aquella pasión poderosa, incitada por el ambiente
de la noche. El perfume de la madreselva y de las magnolias del jardín eran
acicate para sus nervios. La magnolia es flor traicionera para el amor, flor
sensual, carnosa, incitante... como aquellas estrellas, magnolias sin luz,
abiertas en el gran magnolio del cielo.
Había dejado que la
boca de él se uniese a su boca gimiendo de pasión. Quería engañarse y aceptar
la versión de que aquella reacción brusca, súbita, incomprensible en un
enamorado, era el triunfo del espíritu caballeresco de Fernando. Se aferraba a
la esperanza de que el joven la amaba lo bastante para sobreponerse a toda mala
impresión. Si él la amaba con un amor intenso como el que ella sentía, sería
superior a todas las cosas. Los otros, los que se habían ido, fueron a su lado
guiados por el orgullo que atrae en la mujer a la moda. Fueron los
conquistadores de ocasión, los amantes frívolos, superficiales, los aspirantes
a maridos por su dote o su belleza... Fernando era distinto, era el amor. Tenía
la seguridad de que había de volver.
Se engalanó para
esperarlo aquella noche siguiente. Su belleza alabastrina, adornada con perlas,
estaba soberbiamente realzada. Un frasco entero de perfume de angélica la
rodeaba de un aroma intenso, violento que podía apagar todos los otros olores.
Fernando era siempre puntual. En el tiempo que se trataban lo había visto ir a
su lado siempre bueno y dulce, sin hacerle esperar nunca. Ella conocía su
manera de llamar al timbre. Cuando él tocaba había una vibración extraña que la
conmovía toda, y así lo veía llegar con su sonrisa abierta, franca, sonrisa con
olor a romero y madreselva, que lo mismo que el aire de la montaña levantaba el
corazón. Era sano de alma de tal manera, que esparcía en torno las sanidades y
la alegría. Jamás su cuerpo, insensible a la temperatura, se había estremecido
como la noche anterior, cuando pasaron sus manos carnosas y fuertes sobre el
bruñido de su piel.
El tardaba. Blanca
sentía la angustia, la zozobra de la espera, mirando impaciente el reloj,
pensando cosas descabelladas que podían haberle sucedido, y haciendo proyectos
locos para buscarlo.
Al fin, al cabo de
medía hora de angustia, lo vio detenerse ante la veda. Venía andando despacio,
como si lo llevase hacia allí una fuerza superior a su voluntad.
Después de la
conversación con don Marcelo, él habría querido alejarse, romper con Blanca de
un modo cortés, no volver a exponerse a aquella impresión de muerte cuyo horror
no podría vencer. Sin embargo, cada hora que pasaba parecía aumentar su cariño.
Ella no tenía culpa de aquellas anomalías de su organismo, de las que quizás no
se daba cuenta en toda su gravedad, pues era piadoso ocultárselas, como se
oculta su enfermedad a los tísicos y a los cancerosos. Se le aparecía Blanca
como una princesa encantada de cuento de hadas, que sólo amaría a quien
resistiese la prueba para hacer cesar el hechizo. Sin duda los hombres que se
habían acercado a ella no la amaron como él, que no vacilaría en darse por
entero a su adoración, aunque adquiriera la certeza de que su sangre estaba
contaminada de una dolencia terrible y contagiosa, aunque su organismo anormal
no fuese humano, aunque el espíritu amado viviese en una muerta desenterrada,
aunque fuese un demonio encarnado... todo le daba igual. Era «ella», a fuerza
de ser «ella», se desmaterializaba, se tornaba algo incorpóreo, sueño, idea.
«Ella», el amor.
Al verla tan bella
acabó de olvidarlo todo. Casi se reía de su impresión y de las historias de don
Marcelo. Con aquellas supersticiones se influía en el ánimo de las gentes y
miraban a Blanca como un ser sobrenatural. Era una anomalía la baja temperatura
de su cuerpo, pero no lo bastante para llegar a esas exageraciones, que
indudablemente propalaban los despechados y las envidiosas de su belleza. Acaso
en Catalina de Médicis ocurría el mismo fenómeno y se tejían las leyendas de
brujerías, demonios y hechicería en torno de ella, propaladas por sus enemigos.
Aquella blancura, aquel
color admirable, aquella carne apretada cubierta de la piel sedosa, tan tersa,
tan satinada, avaloraban la belleza de Blanca. Su rubio opaco, limpio,
purísimo, daba esa sensación de reposo, de frialdad, que contribuía a la
leyenda.
Pero a pesar de todo su
amor, de todo su entusiasmo, de todos sus propósitos, no pudo disimular el
rehilo que agitó su cuerpo cuando ella se apoderó con sus manos heladas de su
mano febril para hacerle sentarse a su lado en el diván.
Los envolvía un
ambiente de perfumes.
--Has tardado más que
de costumbre --le dijo ella cariñosamente-- ¡Hoy que te esperaba más temprano!
En aquellas palabras
adivinó él lo que no le decían, la inquietud de toda mujer que ha concedido sus
favores y teme haber producido una desilusión. Era una queja a la ingratitud de
no haber venido antes a tranquilizarla.
Se apresuró a
disculparse con asuntos, ocupaciones, enredos de familia que lo retuvieron
hasta última hora.
--Además, quizá no soy
culpable de haber tenido menos prisa en venir --añadió--, estabas tan en mi
corazón, te tenía tan dentro de mi alma, que en algunos momentos no me daba
cuenta de que estabas ausente.
--¡Zalamero!
Se sentía feliz,
tranquilizada súbitamente.
--¿Quieres tomar un
refresco? --le propuso. El sentía sed, esa sed que precede a los estados
angustiosos, pero tenía miedo de tomar nada frío, de aumentar la sensación de
frío que lo abrumaba.
--No... yo creo que
sólo las bebidas calientes quitan el calor.
--Sí, es la última
teoría, y la de ir vestido de lana en el verano. Yo tengo la suerte de no ser
sensible a los cambios de frío ni de calor... y me siento siempre bien.
El la oía afanoso de
ver si entreveía en sus palabras una explicación del misterio.
--¿No sudas?
--Jamás... pero tampoco
siento el frío... Mira, sé hacer un cocktail especial que ha de gustarte. Lo
prepararé yo misma.
Tocó el timbre y dio a
las doncellas algunas breves órdenes.
El la miraba
complacido. Le gustaba aquella familiaridad que hacía a la mujer bella y
admirada como una diosa algo de mujercita casera.
--Te voy a hacer un
ponche ruso --le decía ella, mientras ponía en la cocktelera un vaso de coñac,
otro de ron, una copita de curacao, mezclado con unas gotas de amargo Reychaud,
jugo de limón y azúcar.
--¡Pero cuánto
ingrediente necesitas! --dijo él, mirando complacido la operación.
--Ahora té bien
caliente. Con estas rodajitas de limón, que lo perfuman todo. Ya está. Verás
cómo te gusta.
--Y tú.
--Yo me voy a preparar
otro más simple. Sólo zumo de naranja con azúcar y unas gotas de Ginebra para
aromatizar. No me gusta el alcohol.
--No. Bebe de éste.
Quería que bebiera de
aquella mezcla de diferentes licores, con la creencia vulgar de que el alcohol,
en las diferentes mezclas, marea más. Le gustaría verla beber, tomar aquellos
licores que la embriagaran, que le añadiesen con su ardor una nueva gracia, que
le incendiasen las venas de un fuego desconocido. ¡Cómo le gustaría ver
encenderse sus mejillas y brillar sus ojos, aunque fuese con la lumbre
del alcohol!
Ella cedía a probar las
copas que él llenaba con demasiada frecuencia, vaciando rápidamente la
cocktelera. Era él quien sentía vaguedad en la cabeza, y un nuevo fuego que
hacía circular apresuradamente su sangre y latirle las sienes y el corazón
apresuradamente.
La veía cada momento
más bella, con su deshabillé elegante que tenía algo de traje de baile, y
dejaba adivinar todos los contornos de su cuerpo de estatua. La hermosa cabeza,
de líneas perfectas, sin más color que las esmeraldas de los ojos, se
hacía obsesionante con su blancura.
Las ideas se iban
borrando de su imaginación, olvidaba el relato de don Marcelo, la leyenda hecha
en torno de ella, todo, para no ver más que su belleza y el encanto que lo
envolvía.
Recostada en el diván,
Blanca parecía ofrecérsele en un dulce abandono. El sentía cierto miedo en
acercarse, un miedo instintivo de que no se daba cuenta.
--¿Qué piensas? --le
preguntó ella.
--No sé si debiera
decírtelo.
--Dos que se aman no
deben ocultarse nada.
--Pienso en que quizás
tú has amado a otros hombres.
--No. Te he sido
sincera al decirte que he ido al matrimonio impulsada por las circunstancias,
por abulia por falta de un amor que me hacía aceptar como buenos los enlaces
que me ofrecieron:
--Es que yo no tengo
celos de tus esposos... otros hombres.
--Nadie había reparado
en mí antes del que fue mi marido.
--¿Pero después?
--Tuve pretendientes,
flirteos sin importancia... Nunca se formalizó nada. No tienes razón de ser
celoso.
El vaciló un momento, y
al fin hizo la pregunta brutal.
--¿Y por qué causa no
se formalizaron?
La vio estremecerse y
guardar silencio como buscando una respuesta que no hallaba, desconcertada por
su audacia. Al fin repuso:
--Cuando se habla con
un señora, se supone siempre que el no realizarse algún amor ha sido porque
ella no ha querido.
Se había alzado y le
lanzaba un mirada altiva, fría.
Fernando se estremeció.
Había ido muy lejos y temía haber ofendido a Blanca, haber causado en su amor
propio, por su imprudencia, una de esas heridas por las que se desangra el
amor.
Se acercó a ella y le
cogió la mano. A pesar de su entusiasmo y de su amor, volvió a sentir aquel
rehilo de su médula. Lo enervaba aquel frío de carne, que, sin duda por efecto
de los relatos, le hacía recordar al cadáver.
Ella tenía los nervios
en tensión. Notaba una dureza en sus articulaciones, que no le abandonaba la
mano, que hacia una fuerza para no entregársele. Era su espíritu el que estaba
apartado de él. Ansioso por conquistar aquel amor que parecía escapársele, hizo
un esfuerzo para disimular la mala impresión y depositó un beso en su mano.
--Perdóname, Blanca de
mi vida, los celos me vuelven loco. ¡Te quiero tanto!
Pareció conmoverse por
la súplica y su cuerpo dejó la actitud de rigidez forzada.
--Blanca mía.
La estrechó contra su
pecho, y en vez de buscar sus labios, la besó en la frente. Aquel beso le hizo
bien. Era como el que tiene fiebre y pone los labios en un mármol, que apaga su
ardor y lo alivia.
Blanca callaba, con los
ojos entornados, abandonándose en sus brazos. El, a pesar de su amor, se
sentía cohibido. Indudablemente el tacto es uno de los mayores acicates del
amor. Tal vez se ama tanto a los niños por ese tacto amoroso de la carne tibia,
rosa y blanda, tan suave al tacto. En realidad, no se puede prescindir del
tacto para el amor, como no se puede prescindir del timbre de la voz para la
simpatía.
La besaba locamente,
como si quisiera comunicarle calor con sus besos. Pensó que era preciso acabar
con aquellas impresiones, quizás hijas de su estado nervioso, de su
preocupación. Era preciso consumarse en la pasión para llegar a una normalidad.
Le cerró los párpados
con besos, sintiendo cómo los ojos palpitaban como palomas bajo sus labios, y
llegó ansioso a la boca... ¡El fato a descomposición! ¡Aquello era más fuerte
que él, que su pasión, que su voluntad!
Sus brazos se abrieron
y se apartó de ella con un gesto involuntario de repulsión.
Reinó un momento de
silencio, que rompió un sollozo de Blanca.
Fernando se indignaba
consigo mismo. No concebía lo que pasaba en su alma. La seguía amando y
deseando locamente, y no podía superar aquella repulsión del tacto y del
olfato.
--¿Qué tienes, Blanca?
Lo miró con sus
hermosos ojos esmeraldinos, empañados de rocío helado. Había en ellos una
expresión de desconsuelo inmenso. Fernando dudaba. ¿Acaso aquella mujer sabía
la impresión que le causaba? ¿Era inocente? De un modo o de otro había una
crueldad en dejarle conocer sus sentimientos. Los ojos verdes parecían
suplicarle que no defraudase su pasión, que la tomara.
--Eres para mí algo tan
grande y tan sagrado, que llego a ti temblando de pasión y no puedo vencer el
respeto que me inspiras --le dijo, como disculpándose.
Ella no aceptó aquella
galantería y le repuso con tristeza:
--No, Fernando, tú me
quieres muy poco.
--¿Cómo puedes pensar
eso?
--Lo veo
--Te equivocas.
--No.
--¿Quieres que te jure?
--Es inútil... Te lo he
dicho muchas veces... Yo debo irme...
--No digas eso.
--Es preciso.
--Yo te seguiría.
--¿Para qué?
--Te he rogado que seas
mi esposa.
--Pero yo no he
aceptado.
--Sí, tú me has dado tu
consentimiento tácitamente, no esquivando mis caricias.
--Es cierto..
--¿Entonces?
--No sé.. no sé... Pero
hay algo que nos separa. Te veo llegar a mí lleno de amor y retroceder como si
estuviese guardada por un espíritu que me defiende.
--Es sólo mi respeto,
el verte tan superior.. El sentirme indigno de ti.
Se había vuelto a
acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas
sensaciones de neurótico que estaba padeciendo.
Acaso aquel olor que
percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los
perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.
Recordaba vagamente en
aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en
su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las
diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían
un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne
humana, que se hace insoportable en un local cerrado, que tiene algo del olor
caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas,
como las flores, por el olor especial a cada una-- El olor de Blanca no era
fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su
frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un
olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había
que vencer esa fatalidad.
De nuevo unió los
labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos
blancos.
No sabía si es que ella
no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba
aquel olor.
Los brazos blancos se
habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba
acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo
deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los
besos que los labios frescos y sin color le devolvían...
Quiso beber todo aquel
amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho... y aquel vaho contenido se
escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un
mareo insoportables. Quiso vencer la sensación. y no pudo. Hizo un esfuerzo
para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y,
hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que
toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de
ella.
La contempló un
instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía
que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoníaco se disipa la
embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el
amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares
más poderosos.
Se marchó sin decir
nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.