LIBRO II Codice Calixtino
Es
de suma importancia encomendar a la escritura y dar a perpetua memoria para
honor de nuestro Señor Jesucristo los milagros de Santiago. Porque al ser
narrados por expertos los ejempolos de los santos, son movidos piadosamente al
amor y dulzura de la patria celestial los corazones de los oyentes. Advirtiendo
yo esto, al recorrer tierras extranjeras, concí algunos de estos milagros en
Galicia, otros en Francia, otros en Alemania, otros en Italia, otros en Hungría,
otros en la Dacia, algunos también más allá de los tres mares, diversamente
escritos, como es natural, en los diversos lugares; otros los aprendí en
tierras bárbaras, donde el santo apóstol tuvo a bien obrarlos, al contármelo
quienes los vieron u oyeron; algunos los he visto con mis propios ojos, y todos
ellos diligentemente, para gloria del Señor y del Apóstol, los encomendé a la
escritura. Y cuanto más bellos son, tanto más los estimo. Mas nadie piense que
he escrito todos los milagros y ejemplos que he oído de el, sino los que he
considerado verdaderos por veracísimas afirmaciones de hombres veracísimos.
Porque si escribiese todos los milagros que de él oí en muchos lugares de boca
de muchos, más les faltaría a mis manos y a mi afán pergamino que ejemplos
suyos. Por lo cual ordenamos que este códice sea leído atentamente en las
iglesias y refectorios los días festivos del santo apóstol y otros, si place..
El
bienaventurado Santiago Apóstol, que en el fervor de la obediencia soportó el
primero entre los apóstoles el dolor del martirio, sudó por extirpar de raíz
con innumerables pruebas milagrosas la aspereza de las gentes, que regó con la
doctrina de su santa predicación. Y el que en el destierro de esta vida
presente fué con la ayuda divina autor de tanto milagro, ahora, después de
haber enjagado el sudor de su trabajo con el paño de la remuneración en la
eterna felicidadm sobre aquellos que haciéndole urgentes peticiones no dejan de
rogarle derrama abundantemente las manifestaciones de su virtud. Por esto vamos
a exponer, para enseñanza de los venideros, cierto milagro del cual nos hemos
enterado con toda verdad. Cuando en tiempos del rey Alfonso en tierras de España
crecía en acritud el furor de los sarracenos, cierto conde llamado Ermengol,
viendo la religión cristiana oprimida por el empuje de los moabitas, se lanzó
rodeado de la fuerza de su ejército a debelar la crueldad de aquéllos, casi
con pruebas de una lucha victoriosa; pero exigiéndolo así nuestros
merecimientos, fué vencida su tropa y dió en lo contrario del triunfo. Con lo
cual la fiereza enemiga, acrecida con la exaltación del orgullo a la cima de la
soberbia, llevó como trofeo a la ciudad de Zaragoza bajo el jugo del cautiverio
a veinte varones regenerados con el agua de la fe, uno de los cuales tenía la
dignidad sacerdotal. Allí, sujetos con diversas ligaduras en las insoportables
tinieblas de una cárcel, a manera de la perpetua oscuridad del infierno, por
divina inspiración de Santiago y advertencia del presbítero empezaron a
implorar así: Santiago, apóstol precioso de Dios, que con la obra de tu piedad
ayudas piadosamente en sus angustias a los oprimidos, alargando tu mano a los
gemidos de tan inaudito cautiverio, apresúrate a soltar propicio lo que
inhumanamente nos sujeta.
Santiago,
escuchando sus llamadas casi irremediables, apareció radiante en la oscuridad
de la cárcel, hablandoles así: HEme aquí a quien llamasteis. Y obligados por
la claridad de tan inaudita grandeza, alzaron sus rostros, que por la fuerza del
dolor tenían fijos en las rodillas, y cayeron postrados a sus pies. Mas
Santiago, condolido en sus entrañas, les rompió las ligaduras derramando el bálsamo
de su virtud. Trabando además la diestra de su poder con las manos de los
cautivos y sacándolos milagrosamente de prisión tan peligrosa, llegaron con
tal guía a las puertas de la ciudad. A su vez las puertas, hecha la señal de
la cruz, ofrecieron salida en honor del Apóstol tan espontáneas, que así que
hubieron ellos salido restablecieron el rigor de su anterior unión. El apóstol
Santiago, pasado largo tiempo después de cantar el gallo y casi al asomar los
rayos de la aurora, llegó con ellos, yendo él delante, a cierto castillo que
estaba bajo guardia de cristianos, donde mandándoles también que le invocasen,
subió visiblemente a los cielos. Y al invocarlo por su mandato con grandes
voces, se abrieron las puertas y fueron recibidos dentro. Al día siguiente,
saliendo de allí, tratan de volver a sus casas. Mas poco tiempo después uno de
ellos que vino a la iglesia de Santiago en la festividad de la Traslación del
Apóstol, que celebramos anualmente el dia treinta de diciembre, contó a todos
que en todo estoocurrió así como queda escrito. Esto fué realizado por el Señor
y es admirable a nuestro ver. Sea, pues, para el Supremo Rey el honor y la
gloria por los siglos de los siglos. Así sea.
En
tiempos del beinaventurado Teodomiro, obispo de Compostela, hubo un italiano que
apenas se atrevió a confesar a su sacerdote y párroco cierta gran fechoría
que una vez había cometido. Oída ésta, el párroco, aterrado de tan grave
culpa, no se atreve a imponerle penitencia; pero movido a compasión envía al
pecador por tal motivo al sepulcro de Santiago con una esquela donde estaba
escrito su pecado, ordenándole que implorase de todo corazón los auxilios del
santo Apóstol y se sometiese al juicio del obispo de la apóstolica basílica.
Sin tardanza, pues, acudió a Santiago en Galicia, y sobre su venerable
antealtar, arrepintiéndose de haber cometido falta tan grande y pidiendo perdón
a Dios y al Apóstol con sollozos y lágrimas, el día de Santiago, o sea el
veinticinco de julio, a primera hora, puso el manuscrito de su acusación.
Cuando
el bienaventurado Teodomiro, obispo de la sede compostelana, revestido de las ínfulas
episcopales, se acercó al altar el mismo día a media mañana para cantar la
misa, halló la esquela de aquél bajo el paño del altar y preguntó por qué o
por quién habá sido puesta allí. Y habiéndose presentado en seguida el
penitente y habiéndose contado no sin lágrimas su fechoría y el mandato de su
párroco, por lo que había venido a postrarse ante él de rodillas, oyéndole
todos, el santo obispo abrió la esquela y, como si jamás hubiese sido escrita,
nada halló en ella. Cosa admirable y de gran alegría, alabanza y gloria para
Dios y el Apóstol, que les deben ser perpetuamente cantadas. Esto fué
realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. El santo bispo, creyendo,
pues, que aquél había alcanzado el perdón de Dios por los méritos del Apóstol
y no queriendo imponerle penitencia alguna por la culpa perdonada, sino
solamente mandándole ayunar desde entonces los viernes, le envió a su país
absuelto de todos sus pecados. Con esto se da a entender que a todo el que
verdaderamente se arrepienta y desde lejanas tierras busque de todo corazón el
perdón del Señor y los auxilios de Santiago que deben pedirse en Galicia, sin
duda la nota de sus culpas le será borrada para siempre. Lo cual dígnese
cumplir nuestro Señor Jesucristo que con el Padre y el Espiritu Santo vive y
reina Dios por los infinitos siglos de los siglos. Así sea.
En
el año mil ciento ocho de la encarnación del Señor, en tierras de Francia
cierto varón, como es costumbre, tomó mujer legítimamente con esperanza de
descendenca. Mas habiendo vivido con ella largo tiempo, resultó fallida su
esperanza por causa de sus pecados. Doliéndose hondamente de ello, porque carecía
de heredero natural, determinó acudir a Santiago y de viva voz pedirle un hijo.
¿A qué más ? Sin tardanza acudió a su sepulcro. Y poniéndose allí en su
presencia, llorando, vertiendo lágrimas y suplicándole de todo corazón,
consiguió merecer aquello por que invocó al Apóstol de Dios. Así pues, según
costumbre, regresó a su patria sano y salvo. Tras de descansar tres días y
habiendo hecho oración, se caercó a su mujer. Y encinta ella de esta unión,
al cumplirse los meses le dió un hijo al cual impuso lleno de alegría el
nombre del Apóstol.
Luego
de naber crecido éste, hacia los quince años, emprendió el camino del santo
Apóstol con su padre y su madre y con varios parientes, y habiendo llegado con
salud hasta los montes llamados de OCa, atacado alli de una grave enfermedad
exhaló su alma. Sus padres, enloquecidos por su muerte, llenaban a manera de
poseídos todo el monte y las aldeas con su clamores y alaridos. Mas la madre
prorrumpiendo en mayor dolor, cual si ya hubiese perdido la razón, dirigió a
Santiago estas palabras: Bienaventurado Santiago, a quien el Señor concedió
tanto poder para darme un hijo, devuélvemelo ahora. Devuélvemelo, digo, porque,
puedes; pues si no lo hicieres, me mataré al momento o haré que me entierren
viva con él. Entonces, cuando estaban todos presentes haciendo las exequias del
niño y le llevaban ya a la sepultura, por conmiseración de Dios y súplica del
bienaventurado Santiago se despertó como un sueño pesado.
Ante
tan gran milagro, todos los presentes alabaron a Dios alegrándose sobremanera.
Entonces el niño vuelto a la vida comenzó a contar a todos de qué manera
Santiago acogió en el seno o sea en el eterno descanso a su alma salida del
cuerpo desde media mañana del viernes hasta media tarde del sábado y la
devovli´ó a su cuerpo por orden del Señor, y levantándole del entierro por
el brazo derecho le mandó que tomase en seguida el camino jacobeo con sus
padres al sepulcro de Santiago. ¿ Y qué más ? Se ofreció al venerable altar
de aquél por cuyos ruegos fuera creado. Esto fué realizado por el Señor y es
admirable a nuestro ver.
Es
cosa nueva y jamás oída que un muerto resucitase a otro muerto. San Martín,
viviendo aún, y nuestro señor Jesucristo resucitaron a tres muertos; pero
Santiago, muerto él, volvió a un muerto a la vida. Mas podría objetar alguien:
Si nuestro Señor y San Martín leemos que a nadie resucitaron después de
moriri, sino sólo antes a tres muertos, resulta, pues, que un muerto no puede
resucitar a otro muerto. Pero el vivo que esto dice concluye así: Si un muerto
no puede resucitar a un muerto, resulta que el bienaventurado Santiago, que
resucitó a un muerto, vive ciertamente con Dios. Y así consta que antes y
después de la muerte cualquier santo por don de Dios puede resucitar a un
muerto. Quien cree en mí, dijo el Señor, hará las obras que yo hago y las hará
mayores que éstas. Y en otra parte: todo es posible al creyente, dice el Señor,
que con el Padre y el Espíritu Sano vive y reina por los infinitos siglos de
los siglos. Así sea.
En
el presente milagro del bienaventurado Santiago el de Zebedeo apóstol de
Galicia, se demuestra que es verdad lo que atestigua la Escritura: Mejor es no
hacer votos que después de hacerlos volverse atrás. Pues se cuenta que treinta
caballeros en tierras de Lorena hicieron propósito por piadosa devoción de
visitar el sepulcro de Santiago en la región de Galicia el año mil ochenta de
la encarnacion del Señor. Mas como la mente humana cambia a veces cuando se
promete mucho, se dieron entre sí palabra de ayuda mutua y pactaron obligació
común de guardarse fidelidad. Sin embargo, uno de dicho número no quiso
ligarse con tal juramento. Por fin todos ellos habiendo emprendido el viaje
proyectado, llegaron sin daño hasta la ciudad de Gascuña llamada Porta Clusa.
Pero allí uno de ellos cayó enfermo y de nigún modo podía caminar. Sus compañeros
en virtud de la fe prometida le llevaron con gran trabajo en los caballos o con
sus manos durante quince días hasta los puertos de Cize, cuando este trecho
suele hacerse en cinco días por los expeditos.
Finalmente
cansados y aburridos, posponiendo la fe pactada, abandonaron al enfermo. Mas
solo aquel que no le había dado palabra le dió prueba de lealtad y piedad no
abandonándole, y a la noche siguiente veló junto a él en la aldea de San
Miguel al pie del puerto mencionado. Por la mañana dijo el enfermo a su compañero
que tratase de subir al puerto, si quería aprovechar para sí mismo sano el
auxilio de sus fuerzas. Pero él respondió que no le abandonaría nunca hasta
la muerte. Así, pues, habiendo subido juntos a la cima, se cerró el día, el
alma bienaventurada del enfermo salió de este vano mundo y fué puesta por méritos
en el descanso del paraíso, llevada por Santiago. Viendo esto el vivo, muy
asustado por la soledad del lugar, la oscuridad de la noche, la presencia del
muerto y el horror de la bárbara gente de los vascos impíos que habita cerca
de los puertos, tomó gran miedo.
Como
ni en sí mismo ni en hombre alguno hallaba auxilio, dirigiendo al Señor su
pensamiento, pidió protección a Santiago con suplicante corazón y el Señor,
fuente de piedad, que no abandona a los que en él esperan, se dignó visitar
por medio de su Apóstol al desamparado. Efectivamente, Santiago como soldado a
caballo se le presentó en medio de su angustia. Y le dijo: ¿Qué haces aquí,
hermano ? Señor, contestó él, ante todo deseo enterrar este compañero, mas
no tengo medio de enterrarle en este desierto. Entonces el Apóstol le replicó:
Alárgame acá ese muerto y tú monta en el caballo detrás de mí hasta que
lleguemos al lugar de la sepultura. Y así se hizo. El apostol tomó diligente
al difunto en sus brazos delante de sí e hizo montar al vivo a caballo a la
grupa. ¡ Maravilloso poder de Dios, maravillosa clemencia de Cristo,
maravilloso auxilio de Santiago! Recorrida aquella noche la distancia de doce días
de camino, antes de salir el sol, a menos de un milla de su catedral en el Monte
del Gozo, bajó del cabllo el Apóstol a los que había traído y mandó al vivo
que invitase a los canónigos de dicha basílica a dar sepultura al peregrino de
Santiago.
Después
añadió: Cuando hayas visto cumplidas dignamente las exequias de tu difunto y
tras haber pasado una noche en oración completa, según costumbre, vayas de
regreso, en la ciudad llamada León te encontrarás con tus compañeros. Y les
dirás: Puesto que habéis obrado deslealmente con vuestro compañero abandonándole,
el santo Apóstol os anuncia por mí que vuestras oraciones y peregrinación le
desagradan profundamente hasta la debida penitencia. Al oír esto entendió al
fin que éste era el Apóstol de Cristo y quiso caer a sus pies, mas el soldado
de Dios no le fué visible por más tiempo. Cumplido, pues, todo aquello, al
regreso encontró a sus compañeros en la mencionada ciudad y les contó
exactamente todo lo que le había ocurrido desde su separación de ellos y cuántas
y cuán grandes amenazas había hecho el Apóstol para la falta de cumplimiento
de la fidelidad al compañero. Oído todo ello, se admiraron más de lo que
puede decirse y acabaron el camino de su peregrinación. Esto fué realizado por
el Señor y es admirable a nuestro ver. Porque estas son cosas que hizo el Señor;
alegrémonos y regocijémonos por ellas. Ciertamente en este milagro se
demuestra que todo lo que se ofrece a Dios debe cumplirse con alegría, para que
haciendo votos dignos cconsigamos del Señor su perdón. El cual se digne
concedernos Jesus nuestro Señor que con el Padre y el Espíritu Santo vive y
reina Dios por los infinitos siglos de los siglos. Así sea.
En
el año de Nuestro Señor 1090, un grupo de alemanes, peregrinos de Santiago,
llegaron a la ciudad de Tolosa trayendo consigo abundante riqueza. Se alojaron
en casa de un hombre rico, el cual era malo como lobo que, escondiéndose bajo
piel de oveja, se finge manso. Este hombre rico recibió debidamente a los
peregrinos pero, so guisa de hospitalero, les obligó a beber más vino de lo
que quisieran. ¡Oh ciega avaricia! &emdash;Oh mente mezquina del hombre
malo! Por fin, cediendo los peregrinos al peso de su mucha cansancia y su mayor
beber, el amfitrión artero, impelido por el espíritu de la avaricia, escondió
una copa de plata en el zurrón de uno de los peregrinos durmientes con la
intención de acusarles del robo y, una vez juzgados ellos, quedarse él con su
gran riqueza.
Al
canto del gallo en la mañana siguiente, el mal amfitrión, con un bando armado,
les persiguió llamando, "¡Devuélvanme el dinero que me han robado!"
Los peregrinos, cuando esto oyeron, le respondieron: "Usted puede condenar
según su voluntad al que encuentre con alguna posesión suya.."
Al
revisar las posesiones de los peregrinos, el hombre rico señaló a dos del
grupo--un hombre y su hijo--en cuyo zurrón había encontrado su copa, y los
llevó a la justicia. Injustamente se les quitó todos sus bienes. El juez, sin
embargo, conmovido por la piedad, ordenó que se soltara a uno de ellos y que el
otro sufriera la pena de muerte. El padre, anhelando que se librara a su hijo,
indicó para sí el castigo.
El
hijo, por otra parte, dijo, "No es justo que un padre se entregue a la
muerte en lugar de su hijo; es el hijo quien debe recibir el dicho castigo."
El hijo, pues, según su propio deseo, fue ahorcado a cambio de la libertad de
su amado padre; y el padre, entre lágrimas y lamentaciones, siguió su camino
hacia Compostela. Al visitar el venerado altar apostólico, y después de
treinta y seis días, el padre volvió de Compostela e hizo un desvío para ver
el cuerpo de su hijo que colgaba todavía en la horca.(1) Exclamó entre
sollozos y lastimosas lamentaciones, "¡Ay de mí, hijo, ojalá que jamás
te engendrara! ¡Ay de mí, que yo haya vivido para verte ahorcado!"
¡Cuán
maravillosas son tus obras, O Señor! El hijo ahorcado, dándole consuelo al
padre dijo, "No llores, buen padre, mi dolor; antes rinde gracias, que más
dulce me es ahora que jamás lo ha sido en mi vida de antes. El benedicísimo
Santiago, sosteniéndome con sus propias manos, me ha sustentado con toda
dulzura." El padre, cuando oyó esto, echó a correr hacia la ciudad,
llamando a la gente que fueran testigos de tan gran milagro de Dios. El pueblo,
al ver que el que hace tanto tiempo habían ahorcado todavía vivía, reconoció
que su acusamiento se debía la insaciable avaricia del hombre rico y que el
hijo había sido salvado por la gracia de Dios.
Esto
fue llevado a cabo por Dios y es milagrosa a nuestra vista. Entonces bajaron al
hijo de la horca con gran honor. Pero al instante ahorcaron al mal amfitrión,
según él lo merecía, después de haberle condenado en un juicio común. Por
lo tanto, los que se llaman cristianos han de vigilar, que no vengan a obrar
contra sus huéspedes o sus prójimos ningúna falsedad como ésta. Antes deben
empeñarse en proporcionarle piedad y caridad al peregrino, que así merezcan el
galardón de la gloria perdurable de El que vive y reina como Dios. Mundo sin
fin. Amen.
Corriendo
el año mil cien de la encarnación del Señor, en el principado del conde
Guillermo de Poitou, bajo el rey de los francos Luis, una peste mortífera
invadió lastimosamente al pueblo poivetino, tanto que alguna vez eran llevados
a la sepultura padres de familia con todos los suyos. Entonces cierto caballero,
aterrado por tal mortandad y deseando evitar este azote, determinó ir a
Santiago por tierras de España. Y con su mujer y dos niños, montados en su
yegua, llegó hasta la ciudad de Pamplona. Pero allí falleció su mujer y su
injusto huésped se quedó inicuamente con los recursos que el caballero y su
esposa habían traído consigo. Desolado él por la muerte de ella y despojado
en absoluto del dinero y de la yegua con que llevaba a los niños, tomándolos
de la mano, continuó la marcha con mucho trabajo. Y yendo sumido en la mayor
angustia y preocupación, se encontró en el camino con un hombre de honorable
aspecto que llevaba un asno muy fuerte. Este hombre, al contarle aquél cuántas
y cuán grandes adversidades le habían acontecido en su desgracia, le dijo
compadecido: "En vista de tus grandísimas angustias, te presto este asno mío,
que es muy bueno para llevar a tus niños hasta la ciudad de Compostela, de la
cual soy vecino, con tal que allí me lo devuelvas".
Recibido,
pues, el asno y puestos sobre él sus niños, el peregrino llegó hasta el
sepulcro de Santiago. Finalemnte, cuando en la venerable basílica velaba
devotamente por la noche en un rincón apartado, se le apareció el gloriosísimo
Apóstol con luminoso vestido, quien le dijo sencillamente: "¿ No me
conoces, hermano? " "En modo alguno", respondió él. "Yo
soy - le replicó - el Apóstol de Cristo, que en tierras de Pamplona te presté
mi asno en medio de tu congoja. Ahora, pues, te lo presto de nuevo hasta que
regreses a tu casa, y tu malvado huésped pamplonés, por haberte despojado de
lo tuyo injustamente, caerá de su asiento y tendrá mala suerte; te lo anuncio,
como también que todos los hosteleros injustos establecidos en mi camino, que
se quedan inicuamente con los bienes de sus huéspedes vivos o muertos, los
cuales deben darse a las iglesias y a los necesitados en sufragio de los
difuntos, se condenarán para siempre". Y así que el peregrino, inclinándose,
quiso abrazar los pies del que le hablaba, el reverendísimo Apóstol desapareció
de sus ojos humanos.
Luego
aquel peregrino, gozoso por la visión del Apóstol y por tanto consuelo, salió
al amanecer de la ciudad de Compostela con el asno y sus niños, y al llegar a
Pamplona halló que su hostelero había muerto con el cuello roto al caerse del
asiento en su casa, como el Apóstol le había predicho. Y habiendo llegado
contento a su patria y bajado del asno a los niños a la puerta de su casa, el
animal se desvaneció de su vista. Muchos que le oyeron contar esto se admiraron
más de lo que pueda decirse y comentaban que, o era un asno verdadero, o un ángel
en figura de tal, que el Señor muchas veces envía junto a los que le temen
para que les ayude. Esto fué realizado por el Señor, y es admirable a nuestro
ver. Así, pues, en este milagro se demuestra claramente que todos los
maliciosos hosteleros se condenan a muerte eterna por quedarse injustamente con
los bienes darse limosnas a las iglesias y a los pobres de Cristo en sufragio de
los muertos. Dígnese alejar toda culpa y toda condenación de todos los
creyentes por los méritos de Santiago. Jesucristo nuestro Señor que con el
Padre y el Espíritu Santo vive y reina Dios por los infinitos siglos de los
siglos. Así sea.
Pero
hemos de referir qué gran ejemplo se dignó mostrarnos entonces el Señor a
todos nosotros, acerca de los que injustamente retienen las limosnas de los
difuntos.
Estando
acampado el ejército de Carlomagno en Bayona, ciudad de los vascos, cierto
caballero llamado Romarico, que se hallaba muy enfermo y a punto de morir, tras
recibir de un sacerdote la absolución y la Eucaristía, ordenó a un pariente
suyo que vendiese el caballo que tenía y que distribuyese su precio a los clérigos
y a los pobres. Y a su muerte, aquel pariente, estimulado por la codicia, vendió
el caballo en cien sueldos, y gastó el precio velozmente en comida, bebida y
vestidos.
Pero
como los castigos del divino Juez suelen seguir de cerca a las malas acciones,
una noche, pasados treinta días, se le apareció en sueños el difunto y le
dijo:
-
Puesto que te encomendé todas mis cosas para que las dieses en limosna por la
redención de mi alma, sábete que todos mis pecados me han sido perdonados ante
Dios; pero como retuviste injustamente mi limosna, entiende que he padecido
durante treinta días las penas infernales; y sabe, pues, que mañana serás
colocado tú en el mismo lugar del infierno de donde yo he salido, y yo me
sentaré en el paraíso.
Y
dicho esto, desapareció el difunto, y el vivo despertó temblando. Y como a la
mañana temprano estuviese contando a todos cuanto había oído, y todo el ejército
comentando tan singular hecho, se oyeron de pronto en el aire, sobre él, unos
gritos como rugidos de leones, de lobos y de bueyes, y en seguida fué
arrebatado vivo y sano por los demonios en medio de los circunstantes, con
aquellos mismos alaridos. ¿ Y qué más ? Se le buscó durante cuatro días a
través de montes y valles por infantes y jinetes, y no se le encontró en parte
alguna. Finalmente, cuando doce días mas tarde caminaba nuestro ejército por
la desierta tierra de Navarra y Alava, encontró su cuerpo exánime y
despedazado en lo alto de un risco, cuya falda se encontraba a trs leguas del
mar y distaba de la citada ciudad cuatro jornadas. Los demonios, pues, habían
arrojado allí su cuerpo y habían arrastrado su alma a los infiernos. Por lo
cual sepan los que retienen injustamente las limosnas de los difuntos
encomendadas a ellos para su reparto, que serán castigados eternamente.
En
el año mil ciento dos de la encarnación del Señor, cuando cierto prelado que
regresaba de Jerusalén, sentado en la nave junto a la borda, cantaba con el
salterio abierto, vino una fuerte ola del mar y le arrastró con algunos otros
pasajeros. Y cuando ya estaban casi a sesenta codos de la nave, flotando sobre
la ola y a viva voz invocaron a Santiago, se le presentó en seguida el santo Apóstol.
Y en pie, con las plantas secas sobre las aguas del mar, junto a ellos que en
peligro clamaban, les dijo: "No temáis, hijitos míos". Y al momento
ordenó al mar que devolviese a la nave a quienes había arrebatado de ella
injustamente, y a los marineros, llamndo desde lejos, que detuviesen la nave. Y
así ocurrió. Detuvieron la nave los marineros, y el agua del mar, gracias a
los auxilios de Santiago, devolvió a aquélla a todos los que había aslatado
malamente, nada mojados y abiertos aún el códeice donde el sacerdote leía, y
el Apóstol desapareció al instante. Esto fué realizado por el Señor y es
admirable a nuestro ver.
Después,
aquel venerable prelado del Señor, arrancando a los peligros marinos por el
auxilio de Santiago, acudió al gloriosísimo Apóstol en tierras de Galicia, y
en su honor dijo este responsorio, cantando alegre en el primer tono del arte
musical: "¡Oh tú de siempre auxiliador, de los apóstoles honor, de los
gallegos esplendor, de peregrinos defensor, Santiago, de los vicios suplantador,
de las cadenas de las culpas suéltanos y al puerto de la salvación condúcenos".
Y dijo así en un versículo: Tú que ayudas a los que a ti claman en peligro,
tanto en el mar como en la tierra, socórrenos ahora y en peligro de muerte".
Y repitió de nuevo: "Al puerto de la salvación condúcenos". Lo cual
se digne concedernos Jesucristo nuestro Señor que con el Padre y el Espíritu
Santo vive y reina Dios por los infinitos siglos de los siglos. Así sea.
MILAGRO DE SANTIAGO ESCRITO POR EL PAPA CALIXTO
En
el año mil ciento tres de la encarnación del Señor, cierto ilustre caballero
de linaje francés, famosísimo en Tabaria, en tierras de Jerusalén, hizo voto
de ir al sepulcro del apóstol Santiago, si éste le daba fuerza para vencer y
destruir a lso turcos en la guerra. Y tanto poder le confirió el Apóstol por
concesión de Dios, que venció a todos los sarracenos que con él combatieron.
MAs como todo hombre se dice que es falso, el caballero da al olvido lo que había
ofrecido al Apóstol; por lo cual cayó merecidamente enfermo de muerte. Así,
pues, cuando por su enfermedad no podía ya hablar, se apareció Santiago a su
escudero en éxtasis, diciéndole que si su señor cumpliese lo que había
prometido el Apóstol, tendría en seguida remedio. El caballero, al saber esto
de labios de su escudero, hizo al momento seña con la mano a los sacerdotes que
estaban presentes para que le diesen el báculo de peregrino y el morral bendito.
Y recibido esto, escapó a la enfermedad que le dominaba y al punto emprendió
el viaje a Santiago, una vez provisto de los necesario.
Estando
ya embarcado, una terrible tempestad vino a poner la nave en peligro, tanto que
interrumpiendo ya en ella las olas del mar, todos los pasjeros quedaban ahegados.
Inmediatamente todos los peregrinos, clamando a una voz: "Santiago, ayúdanos",
prometieron ir unos a su sepulcro y ofrecieron otros dar cada cual una moneda
para la obra de su basílica. Y habiendo recogido en seguida estas monedas dicho
caballero, se les apareció al momento en la nave el santo Apóstol en forma
humana, y en su angustia les dijo: "No temáis, hios míos, pues aquí
estoy yo, a quien llamáis. Tened confianza en Cristo y os vendrá la salvación
ahora y en adelante". Y ensguida eél mismo bajo las cuerdas de la vela,
echó las anclas, calmó la nave y dió ordenes a la tempestad, y apaciguado al
punto el mar, desapareció. Tenía él una figura tal, a saber, agradable y
distinguida, como ninguno de ellos antes ni después creía haber visto. Esto fué
realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Luego, con un viaje
tranquilo, el barco llegó al puerto deseado, en Apulia, con los peregrinos, a
la basílica de Santiago en tierras de Galicia, y hechó en el arca del santo
para la obra de su iglesia la colecta de dinero que había hecho. Honor y gloria
al Rey de reyes por los siglos de los siglos. Así sea.
En
el año mil ciento cuatro de la encarnación del Señor, cierto peregrino que
regresaba de Jerusalén, mientras venía sentado sobre la borda de la nave para
defecar, cayó de allí a los abismos del mar. Imploró a grandes voces el
auxilio de Santiago, y otro compañero le tiró al agua desde el barco su escudo
diciendo: "El gloriosísimo apóstol Santiago, cuyo auxilio invocas, te
socorra". Y habiendo recogido el escudo y conducido milagrosamente por el
Apóstol, nadando a través de las aguas del mar tres días con tres noches, y
siguiendo la pista de la nave, llegó incólume con los otros al puerto deseado
y contó a todos de qué manera Santiago, desde la hora en que le invocó había
ido delante de él sosteniéndole continuamente con su mano por el cogote. Esto
fué realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Honor y gloria al Rey
de reyes por los siglos de los siglos. Así sea.
En
el año mil ciento cinco de la encarnación del Señor, un hombre llamado
Bernardo fué preso por sus enemigos en el castillos de Corzano, en Italia, diócesis
de Módena, atado con cadenas y arrojado a lo profundo de una torre. E
implorando día y noche los auxilios de Santiago con voces continuas, se le
apareció el gloriosísimo Apóstol de Cristo y le dijo: "Ven y sígueme
hasta Galicia" Y rotas sus cadenas, desapareció. Inmediatamente aquel
peregrino, con las argollas colgadas del cuello, subió hasta la cima de la
torre sin ayuda humana y con el auxilio de Santiago. ¿ Y qué más ? Desde lo
alto de la torre dió un salto afuera hasta el suelo, lo que fué más de
admirar que escapase a la muerte y cayese sano y salvo de tal elevación. Esto
fué realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Hono y gloria al Rey
de reyes por los siglos de los siglos. Así sea.
Corriendo
el año mil ciento seis de la encarnación del Señor, a cierto caballero en
tierras de Apulia se le hinchó la garganta como un odre lleno de aire. Y como
no hallase en nigún mñedico remedio que le sanase, confiado en Santiago apóstol
dijo que si pudiese hallar alguna concha de las que suelen llevar consigo los
peregrinos que regresan de Santiago y tocase con ella su garganta enferma, tendría
remedio inmediato. Y habiéndole encontrado en casa cierto peregrino vecino suyo,
tocó su garganta y sanó, y marchó luego al sepulcro del Apóstol en Galicia.
Esto fué realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Honor y gloria
al mismo Señor, Padre e Hijo y Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.
Así sea.
En
el año mil ciento treinta y cinco, cierto caballero del Delfinado llamado
Dalmacio de Chavannes, pegó injustamente con el puño en la mejilla a su colono
Raimberto que contendía con él. Y decía Raimberto mientras era golpeado por
el caballero: Dios y Santiagho, ayudadme. Y obrando al punto la divina venbganza,
el caballero, habiéndose retorcido y aun roto el brazo, quedó como exánime
postrado en el suelo, y absuelto por los sacerdotes, pedíale perdón diciendo:
Raimberto, peregrino de Santiago, a ruegos de Raimberto, le devolvió su salud
primera por obra de la clemencia divina. Esto fué realizado por el Señor y es
admirable a nuestro ver. Honor y gloria al Rey de reyes por los siglos de los
siglos. Así sea.
En
el año mil ciento siete de la encarnación del Señor, cierto mercader,
queriendo ir a una feria con sus mercaderías, acudió al señor de aquella
comarca a donde pensaba ir, que casualmente había llegado a la ciudad en que
vivía el mercader, a pedirle y rogarle que le llevase consigo a aquella feria y
le trajese salvo a su casa. El señor, accediendo a su petición, le prometió
ue lo haría y le dió palabra de honor. El mercader fiando, pues, en la palabra
de hombre tan distinguido, marchó con sus mercancías a aquella tierra donde se
celebraba la feria. MAs luego que aquel que le había empeñado su palabra de
guardarle a él con sus bienes y de llevarle y traerle salvo las vió, instigado
por el demonio, cogió al mercader con sus cosas y le encerró en una cárcel
fuertemente atado.
Pero
éste trajo a la memoria innumerables milagros de Santiago, que había oído a
muchos, y le llamó en su auxilio diciendo: Santiago, líbrame de esta cárcel y
prometo darme a ti con mis bienes. Santiago, habiendo escuchado sus gemidos y súplicas,
se le apareció una noche en la cárcel, estando todavía despiertos los
guradianes, y le mandó que se levantase y le condujo hasta lo alto de un torre.
Esta se inclinó tanto que se le vió poner su cima en tierra. Y apartándose de
ella sin salto ni daño, el mercader marchó libre de ataduras. Los guardianes
llegaron cerca de él persiguiéndole, y no hallándole volvieron atrás
ofuscados. Pero las cadenas con que había estado sujeto las llevó consigo a la
basílica del santo Apóstola Galicia, y hasta hoy, en testimonio de tan grande
hecho, están colgadas delante del altar del gloriosísimo Santiago. Sea por
ello para el Supremo Rey el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Así
sea.
Corriendo
el año mil ciento diez de la encarnación del Señor, los caballeros de dos
ciudades de Italia, enemigas entre sí, trabaron combate. Y vencida una parte
por la otra, volvió las espaldas y emprendió la huída en desorden. Mas cierto
caballero entre ellos, que solía venir al sepulcro de Santiago, viendo al huir
que parte de sus compañeros fugitivos eran apresados y parte muertos, y
desconfiando de salvar la vida, empezó a llamr a Santiago en auxilio para que
le valiese, ya casi sin voz, pero con hondos gemidos. Y al fin, dijo con viva
voz: Santiago, si te dignas librarme del peligro que me amenaza, sin tardanza iré
presuroso a tu santuario, y con mi caballo, pues nada tengo que más estime, me
presentaré a ti.
Hechoa,
pues, la súplica, el gloriosísimo Santiago, que no se niega a quienes piden
con recto corazón, antes al contrario, aucde en auxilio al punto, apareció
entre él y los enemigos, que siguiéndole con mayort insistencia ansiaban
alcanzarle, una vez que todos los demás habían sido suprimidos por la espada o
la captura, y le libró, a lo largo de seis leguas que le persiguieron, con la
protección de su escudo. Y para que no se atribuya este milagro más a las
fuerzas del caballo que a la gloria de Santiago, como suele hacerse por los que
odian el bien y atacan a la Iglesia, para alejar toda objeción de éstos,
resultó que aquel caballo no valía veinte sueldos. El caballero, para no
quedar deudor de su promesa, acudió con su caballo a la presencia del santo Apóstol,
y a fin de cumplir enteramente lo que había prometido, pese a la oposición de
los guardianes, se presentó ante las puertas del altar. Y con gozo por este
milagro, clérigos y seglares, acudiendo a la iglesia según costumbre, dieron
gracias a Dios con himnos y salmos. Esto fué realizado por el Señor, y es
admirable a nuestro ver. Al mismo Señor honor y gloria por los siglos de los
siglos. Así sea.
tres
caballeros de la diócess de Lyón y burgo de Donzy, se comprometieron a visitar
a Santiago apóstol en tierras de Galicia para hacer oración y parteron. En el
camino de la misma peregrinación encontraron a una mujer que llevaba en un
saquito lo necesario para sí. Al ver a los caballeros les rogó que se
compadeciesen de ella y le llevasen el hatillo en sus cabalgaduras, por amor del
santo Apóstol, aliviándole el trabajo de tan largo camino. Y uno de ellos,
accediendo a la petición de la peregrina, recogióle el morral y se lo lelvaba.
Luego, al llegar la noche, la mujer, que seguía a los caballeros, tomaba del
hatillo lo que necesitaba y, al cantar los primeros gallos, cuando el saquito al
caballero, y así, expedita, caminaba más contenta. De este modo el caballero,
prestando un servicio a la mujer por amor del Apóstol, se apresuraba hacia el
deseado lugar de oración.
Pero
cuando estaban a doce jornadas de la ciudad de Santiago halló en el camino a un
pobre enfermo, que dió en pedirle que le cediera el caballo para montar y poder
llegar hasta Santiago. De otro modo moriría en el camino, ya que no podía
andar. Consintió el caballero, apeóse del caballo, acomodó en él al mendigo
y sintió el caballero, apeóse del caballo, acomodó en él al mendigo y tomó
en la mano el bordón de éste, llevando también al hombro el hatillo de la
mujer. Mas cuando así marchaba, agobiado por el excesivo ardor del sol y el
cansancio del largo camino, empezó a sentirse enfermo. Al sentirse así,
considerando que en muchas cosas y muchas veces había faltado mucho, soportó
ecuánime la molestia por amor del Apóstol yendo a pie hasta su sepulcro. Allí,
después de suplicarle y de tomar hospedaje, se acostó con aquella indisposición
que había cogido en el camino, y por algunos días continuó agravándose su
enfermedad. Y viendo esto los otros caballeros, compañeros suyos, se acercarona
él y le recomendaron que confesase sus pecados y procurase pedir lo que importa
al cristiano y se apresurase a prepara su fin.
Al
oír esto volvió la cara y no pudo responder. Y así estuvo tres días sind
ecir palabra, por lo que sus compañeros se afligieron con pena muy honda,
primero, porque desesperaban de su salvación, y más aún porque no podían
procurar remedio a su alma. Mas cierto día, cuando pensaban que iba a exhalar
ya su espíritu, estando ellos sentados alrededor aguardando su muerte, suspiró
profundamente y rompió a hablar diciendo: Doy gracias a Dios y a Santiago mi señor,
porque ha quedado libre. Y al preguntar los presentes qué quería decir, agregó:
Desde Que senti que se me agravaba la enfermedad, empecé a pensar para mí
calladamenete en confesar mis pecados, recibir la santa unción y fortificarme
recibiendo el cuerpo del Señor. Pero mientras acordaba esto en silencio, vino
de repente sobre mí una multitud de negros espíritus que me dominó hasta el
punto de no poder indicar desde aquel momento, ni con palabras ni por señas, lo
que tocaba a mi salvación. Yo bien entendía lo que decíais, mas de nigún
modo podía responder. Pues los demonios que habían acudido, me apretaban unos
la lengua, otros me cerraban los ojos y también algunos me volvían la cabeza y
el cuerpo de acá para allá a su capricho, aunque yo no quisiera.
Pero,
ahora, poco antes de que yo empezase a hablar, entró aquí Santiago trayendo en
la mano izquierda el hatillo que yo cogí en el camino, de la mujer, y en la
derecha, el bordón del mendigo que yo traje mientras éste cabalgaba en mi
caballo el mismo día en que me agarró la enfermedad. Tenía el bordón por
lanza y el hatillo por escudo de armas. Y viniendo en seguida hacía mí, como
indignado y furioso, intentó alzar el bordón y pegar a los demonios que me tenían
sujeto. Mas ellos huyeron aterrados y, persiguiéndolos hizo que salieran de aquí
por aquel rincón. Y he aquí que por el favor de Dios y de Santiago, libre de
ellos, que me oprimían y vejaban, puedo hablar. Pero mandad aprisa por un
sacerdote que me dé el viático de la sagrada comunión, porque no se me
permite permanecer por más tiempo en esta vida.
Y
como hubiesen enviado, mientras aguardaba a que viniera, aconsejó públicamente
a uno de sus compañeros diciéndole: Amigo, no sirvas más a tu señor Grinio
Calvo, a quien hasta aquí has seguido, pues verdaderamente está condenado y
pronto morirá de mala muerte. Y que esto era sí l probó la realidad de los
hechos. Porque después que aquel peregrino descansó en una buena muerte y fué
llevado a la sepultura, habiendo regresado los compañeros y contado lo ocurrido,
el mencionado Girino, apelidado Calvo, que era un hombre rico, tuvo su relato
por un sueño y no se enmendó de su maldad en cosa alguna. Y no muchos días
después aconteció que al matar a un caballero atacándole con sus armas,
pareció también él mismo traspasado por la lanza de aquél. Sea, pues el
honor y la gloria para el Rey de reyes, Nuestro Señor Jesucristo, por los
siglos de los siglos. Así sea.
Cerca
de la ciudad de Lyon hay una aldea en la que moraba cierto joven llamado Giraldo
que formado en el oficio de peletero vivía con el justo trabajo de sus manos y
sustentaba a su madre, muerto ya su padre.
Amaba
con pasión a Santiago a cuyo sepulcro solía acudir todos los años para hacer
su ofrenda. No tenía mujer, sino que viviendo solo con su anciana madre llevaba
vida casta. Pero después de algún tiempo de continencia, vencida al fin una
vez por el placer de la carne, fornicó con una jovenzuela. A la mañana
siguiente, pues ya tenía dispuesta su peregrinación, emprendió el viaje a
Santiago de Galicia con dos vecinos suyos y llevando consigo un borrico. Y yendo
de camino encontraron a un mendigo que también iba a Santiago, al que por compañía
y más aún por amor al Apóstol llevaron con ellos dándole los alimentos
necesarios.
Así
marchando hicieron juntos y contentos varias jornadas. Mas el diablo envidiando
la pacífica y buena compañía, se acercó ocultamente en figura humana
bastante honesta al joven que había fornicado en su tierra y le dijo: «Sabes
quién soy?» «No», contestó éste. Y añadió el demonio: «Soy el apóstol
Santiago a quien desde hace largotiempo sueles visitar y honrar todos lo años
con tus ofrendas. Has de saber que estaba muy contento contigo, porque esperaba
ciertamente muy bien de ti. Mas hace poco, antes de salir de tu casa fornicaste
con mujer y desde entonces no te has arrepentido de ello ni has querido
confesarlo. Y así te pusiste en camino con tu pecado como si tu peregrinación
fuese grata a Dios y a mí. No es eso lo que debe ser. Pues todo el que por mi
amor quere peregrinar debe manifestar antes sus pecados en una humilde confesión
y hacer luego penitencia de ellos pereginando. Y de quien obre de otro modo la
peregrinación será mal vista.»
Dicho
esto se devaneció de la vista del joven el cual empezó a contristarse con lo oído
y a formar intención de volver a casa, confesarse con su cura y regresar luego
por el mismo camino. Pero mientra pensaba para sí esto, en la misma forma con
que había aparecido antes vino el demonio y le dijo: «Qué es lo que piensas
en tus adentros, volver a tu casa y hacer penitencia para tornar después a mí
má dignament? Crees que un pecado tan grande puede borrarse con tus ayunos o
tus lágrimas? Estás muy errado, cree en mis consejos y te salvarás. Pues de
otro modo no podrás salvarte.
Aunque
hayas pecado, yo sin embargo te amo y por esto he venido a ti, para darte un
consejo tal que puedas salvarte con él si quieres creerme.» A esto contestó
el peregrino: «Así pensaba, como dices; pero puesto que afirmas que no me
aprovechará para la salvación, dime lo que te place para que pueda salvarme y
de buena gana lo cumpliré.» Y añadió aquél: «Si deseas limpiarte
totalmente de tu culpa, córtate en seguida las partes viriles con las que
pecaste.» Aterrado por este consejo dijo el joven: «Si hago lo que me
aconsejas no podré vivir. Y se un suicida, lo cual he oído muchas veces que es
condenable ante Dios.»
Entonces
repuso el demonio riendo: «Oh tonto, qué poco sabes de lo que puede aprovechar
a tu salvación. Si de tal forma murieses, sin duda pasarás a mí, porque
castigando tu culpa serás mártir. Oh si fuese tan sabio que no dudases en
matarte a ti mismo, yo vendría al momento con una multitud de compañeros míos
y recibiría contento a tu alma para que permaneciera conmigo. Yo, agregó, soy
el apóstol Santigo que me cuido de ti; haz como he dicho siquieres venir a
reunirte conmigo y hallar remedio para tu culpa.» Dicho lo cual el sencillo
peregrino se animó a llevar a cabo la fechoría y por la noche cuando dormían
sus compañeros sacó un cuchillo y se amputó las partes viriles. Y vuelta
luego la mano alzó el hierro y echándol contra su punta se traspasó el
vientre.
Como
la sangre brotaba abundante y él hizo ruido al agitarse, despertaron sus compañeros
y le llamaron y preguntaron qué tenía. Y como no les diera respuesta, ya que
agonizando daba los últimos suspiros, se levantan a prisa consternado,
encienden luces y encuentran al compañero medio muerto y sin poder y
responderles.
Asombrados
por ello y a la vez grandemente atemorizados de que pudiera imputárseles la
muerte de aquél, si por la mañana se hallaban en el mismo lugar, emprenden la
huída y le dejan revolcado en su sangre, y al asno y al pobre a quien daban de
comer. Por la mañana cuando se levantó la familia de la casa y halló al
muerto, no sabiendo de cierto a quién atribuir su muerte, llaman a los vecinos
y lo llevan a la iglesia para enterrarle. Lo depositan a la puerta mientra
preparan la fosa, porque seguía echando sangre. Mas sin tardar mucho el muerto
volvió en sí y se sentó en el lecho fúnebre. Y al ver esto los presentes
huyen aterrados y gritando.
A
los gritos acuden las gentes alarmadas, preguntas qu é pasa y oyen que un
muerto ha vuelto a la vida. Y habiéndose acercado a él y comenzado a hablarle,
contó ante todos con palab ra expedita lo que le había ocurrido diciendo: «Yo
a quien veis resucitado de la muerte amé desde la infancia a Santiago y tenía
costumbre de servirle en cuanto pude. Pero ahora que había tederminado ir a su
sepulcro había llegado hasta este lugar, vino el diablo y me engañó diciendo
que era Santiago--y todo en el orden en que se ha dicho lo expuso públicamente,
y añadió: Después que me quité la vida y mi alma fué expulsada del cuerpo,
vino a mí el mismo maligno espíritu que me mabía engañado trayendo consigo
un gran tropel de demonios. Y al instante me arrebataron sin compasión y
llorando y dando lastimeras voces me llevaron a los tormentos.
En
su marcha, se dirigieron hacia Roma. Pero cuando llegamos a un bosque situado
entre la ciudad y el pueblo que se llama Labicano (3), Santiago que venía siguiéndonos
llegó volando a y apresando a los demonios dijo: De dónde venís y adónde
vais? Y contestaron ellos: Eh, Santiago, a la verdad aquí nada te toca. Pues
nos ha creído tanto que se mató a sí mismo. Nosotros le persuadimos, nosotros
le engañamos, a nosotros no pertenece. Mas él replicó: Nada respondéis de lo
que os pregunto, sino que os jactáis y alegráis de haber engañado a un
cristiano. Pero tendréis mala recompensa, porque es un peregrino mío ese de
cuya posesión os jactáis. A lo menos no le llevaréis impunemente. Y me parecía
Santiago joven y de aspecto gracioso, delgado y de colo quebrado, vulgarmente
dicho moreno.
Así,
pues, obligados por él llegamos a Roma, donde junto a la iglesia de San Pedro
Apóstol había un lugar verde y espacioso en la llanura del aire, al que
muchedumbre innumerable de santos había venido a una asamblea. La presidía la
venerable Señor Madre de dios y siempre virgen María y estaban sentados a
derecha e ezquierda de ella muchos e ilustre próceres. Yo me puse a
contemplrarla con el corazón muy conmovido, pues jamás en mi vida vi tan
hermosa criatura.
No
era alta, sino de mediana estatura, de bellísima cara, de aspecto deleitable.
Ante ella se presentó en seguida el santo Apóstol, mi piadosísimo abogado, y
delante de todos clamó de qué manera me había vencido la falacia de Satán. Y
ella volviéndose al punto a los demonios dijo: «Ah desagraciado, qué
buscabais en un peregrino de mi Señor e Hijo y de Santiago su leal? Y podría
bastaros con vuestra pena sin necesidad de aumentarla por vuestra maldad.
Después
de hablar la Virgen santísima volvió sus ojos hacia mí con clemencia.
Entonces dominados los demonions por un gran temor al decir todos los que presidían
la asamblea que habían obrado injustamente contra el Apóstol engañándome,
mandó la Señor que se me volviese al cuerpo. Tomándome, pues, Santiago me
restituyó inmediatamente a este lugar. De esta manera he muerto y he resucitado.»
Oyendo esto los moradores del lugar se regocijaron profundamente y en seguida le
llevaron a sus casa y le tuvieron consigo dres días dándole a conocer y señalándole
como en quien Dios había obrado cosa tan insólita y admirable por mediación
de Santiago. Porque sus herida sanaron sin tardanza quedando sólo cicatrices en
su lugar. Y en el de las partes genitales le creció la carne como una verruga,
por la que orinaba.
Terminados
los días que le retuvieron por alegría los habitnates de aquel lugar, preparón
su borrico y con su compañero el pobre que había recogido en el camino reanudó
su viaje. Mas cuando y llegaba cerca del sepulcro de Santiago, hete aquí que
los compañeros que le había dejado y que ya regresaban se encontraron con él.
Y
cuando éstos desde lejos todavía vieron a los dos que arreaban el asno, se
dijero entre sí: «Aquellos hombre se parecen a los compañeros que dejamos,
uno muerto y otro vivo. Y el animal que arrean tampoco se diferencia, por lo que
se ve, del que quedó con ellos. Pero luego que se acercaron y se reconocieron
mutuamente, al saber lo que había pasado se alegraron sobremanera. Y habiendo
vuelto a su tierra contaron todo lo ocurrido.
Mas
el resucitado, después de regresar de Santiago, confirmó de hecho lo que sus
compañeros ya habían contado. POrque lo divulgó por todas partes como queda
expuesto, enseño las cicatrices y hasta dejó ver a muchos que así lo deseaban
lo del sitio más secreto. El reverendísimo Hugo, santo abad de Cluny, vió con
otros mucho a este hombre y todos los signos de su muerte, y afirmó haberlo
visto con frecuencia por admiración, según se ha contado. Y nosotros por amor
del Apóstol para que no se borrase el recuerdo lo confiamos a la escritura,
ordenando a todos que en todas las iglesias celebren con dignos oficios la
festividad de tan gran milagro y de los demás de Santiago el día tres de
octubre. Sea, pues, para el Rey de reyes, que se dignó realizar tales y tan
grandes cosas por su amado Santiago, el honor y la goria por los siglos de los
siglos. Así sea.
Hace
poco un conde de San Gil, llamado Poncio, vino con un hermano suyo a Santiago en
peregrinación. Y habiendo entrado en la iglesia y no pudiendo entrar en el
oratorio donde yace el cuerpo del Apóstol, rogaron al sacristán que se lo
abriese para poder hacer las oraciones de la noche ante el sepulcro. Mas viendo
que sus ruegos no habían tenido éxito, pues era costumbre que las puertas de
dicho oratorio estuviesen cerrdas desde la puesta del sol hasta el amanecer, se
retiraron tristes a su hospedería. Llegados a ella, mandan venir a todos los
peregrinos presentes que vinieran en su compañía, a los cuales una vez
presentes dijo el conde que deseaba entrar en el sepulcro de Santiago si le
acompañaban ellos con la misma intención y si él mismo por ventura se dignaba
abrirles.
Aceptaron
unánimes y de buen grado, prepararon antorchas para la vela y al llegar la
noche entraron en la iglesia con ellas encendidas en número de casi doscientos.
Llegados ante el oratorio del santo Apóstol le suplicaron así en alta voz: -
Gloriosísimo Santiago, apóstol de Dios, si te place que hayamos venido a ti en
romería, ábrenos tu oratorio para que podamos hacer ante ti nuestra vigilia.
¡Y cosa maravillosa! No habían acabado sus palabras y he aquí que las puertas
del oratorio sonaron con tal estrépito que todos los presentes pensaron que se
habían hecho trizas.
Pero
examinadas se vió que los cerrojos, cerraduras y cadenas con que estaban
cerradas se habían roto y arrancado. Y así las puertas, abiertas por una
fuerza invisible y no por mano de hombre, ofrecieron acceso a los peregrinos.
Ellos entraron contentísimos y regocijábanse tanto más con este milagro
cunato más evidentemente demostraron que el santo Apóstol, soldado del más
invicto Emperador, vivía con toda certeza cuando tan pronto le vieron acudir a
su petición. Y aquí puede considerarse cuán fácil es a un súplica piadosa,
quien tan benigno accedió a ésta de sus siervos. Así, pues, ayúdenos tu
clemencia, benignísimo Apóstol de Dios, Santiago, para que así nos libremos
de los engaños de Satanás en el curso de la vida presente y nos entreguemos al
buen deseo de la patria celestial, al fin de que con tu auxilio podamos
alcanzarla por Cristo nuestro Señor que vive y reina Dios por todos los siglos
de los siglos. Así sea.
Saben
todos los que moran en Compostela, ya clérigos, ya seglares, que un varón
llamado Esteban, dotado de virtudes divinas, habiendo hecho dimisión de su
obispado y dignidad por amor de Santiago, vino desde tierras de Grecia al
sepulcro de este apóstol. Pues renunció a los atractivos de este mundo para
poder así entregarse a los preceptos divinos. Rehusando, pues, a regresar a su
patria, se acercó a los guardianes del templo donde se guarda el valiosísimo
tesoro, honor de España, o sea el cuerpo de Santiago, y postrándose a sus pies
les pidió que, por el preciosísimo amor del Apóstol, al que había pospuesto
los placeres de este mundo y terrenales delicias, le concedieran dentro de la
iglesia un lugar escondido donde poder asiduamente dedicarse a la oración. Y no
haciéndole desprecio, aunque llevaba un hábito humilde y no parecía obispo,
sino un pobre peregrino, antes al contrario consintiendo en su justa petición,
le prepararon a manera de celdita una choza construída de junco dentro de la
basílica del santo Apóstol, desde donde pudiese ver de frente el altar: y allí
con ayunos, vigilias y oraciones día y noche llevaba una vida célibe y santísima.
Mas
cierto dia cando estaba entregado a la oración como de costumbre, una caterva
de aldeanos que acudía a una fiesta particular del preciosísimo Santiago y se
puso ante el altar junto a la celdita del santo varón, empezó a rogar al Apóstol
de Dios con estas palabras: - Santiago, buen caballero, líbranos de los males
presente y futuros. Y el santo hombre de Dios llevando a mal que los aldeanos
llamasen al Apóstol caballero les increpó diciendo: -Aldeanos tontos, gente
necia, a Santiago debéis llamarle pescador y no caballero. Y recordó aquello
de que a la voz del Señor le siguió dejando el oficio de pescador y aquello de
que fué hecho luego pescador de hombres. Pero en la noche del mismo día en que
el santo varón había recordado esto de Santiago, se le apareció él mismo
vestido de blanquísimas ropas y no sin ceñir armas que sobrepujaban en brillo
a los rayos del sol, como un perfecto caballero, y además con dos llaves en la
mano. Y habiéndole llamado tres veces le habló así: - Esteban, siervo de Dios,
que mandaste que no me llamaran caballero, sino pescador; por eso te me aparezco
en esta forma para que no dudes más de que milito al servicio de Dios y soy su
campeón y en la lucha contra los sarracenos precedo a lso cristianos y salgo
vencedor por ellos.
He
conseguido del Señor ser protector y auxiliador de todos los que me aman y me
invocan de todo corazón en todos los peligros. Y para que creas esto más
firmemente con estas llaves que tengo en la mano abriré mañana a las nueve las
puertas de la ciudad de Coimbra que lleva siete años asediada por Fernando, rey
de los cristianos, e introduciendo a éstos en ella se la devolveré a su poder.
Dicho esto se desvaneció a sus ojos.
Al
día siguiente después de maitines llamó este a la parte más sana tanto de
los clérigos como de los seglares y les contó exactamente lo que había visto
con sus ojos y oído con sus oídos. Y que era cierto se demostró después con
muchas pruebas; pues anotaron el día y hora, de cuya verdad dieron testimonio
los mensajeros enviados por el rey después de tomada la ciudad, que aseguraron
que en tal fecha y hora se había tomado. Conocida, pues, la verdad, el
mencionado siervo de Dios Esteban afirmó que Santiago daba la victoria a todos
los que en la milicia le invocaban y recomendó que le invocasen todos los que
luchan por la verdad. Por su parte a fin de conseguir hacerse merecedor de su
patrocinio, pasó allí todo el tiempo de su vida al servicio de Dios; y
finalemnte en la basílica del santo Apóstol recibió honrosa sepultura. Sea,
pues para el supremo Rey el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Así
sea.
Después
de transcurrido mucho tiempo y cuando ya en el nuestro el glorioso Santiago por
sus muchos milagros resplandecía por todo el orbe en todas direcciones,
aconteció que entre los condes de Fuente Calcaria y un caballero vasallo suyo
llamado Guillermo se suscitó una fuerte contienda. Habiendo salido éste a
caballo deicididamente a pelear contra el conde, ambos con sus soldados se
encontraron y trabaron combate. Pero fallando la tropa del caballero, volvió la
espada y hecho prisionero él mismo fué llevado a la presencia del conde. Y
como mandase el conde que le degollaran, clamó en alta voz el caballero:
-Santiago, ayúdame y líbrame de la espada del verdugo. Y tres veces soposrtó
el golpe en el cuello inclinado, alzando hacia el cielo las manos sin que en él
apareciese herida alguna.
Vinedo,
pues, el verdugo que no podía herirle con el filo de la espada, dirigióle la
punta contra el vientre para atravesarle. Pero Santiago la embotó de tal manera
que ni aún sintió el choque de ella. Admirado el conde de estas cosas con
todos los que le acompañaban, mandó que le necrrasen atado en un castillo. Mas
al amanecer del día siguiente, invocó a Santiago entre sus gemidos y he aquí
que el propio Apóstol poniéndose ante él le dijo: -Heme aquí a quien
llamaste. La casa entonces se llenó de aroma y luz clarísima, tanto que todos
los soldados y demás que allí estaban se creyeron instalados en la amenidad
del paraíso. Y en medio de tan resplandor, precediéndole Santiago y llevándole
de la mano, en presencia de todos y habiendo quedado los guardias como ciegos,
llegó el caballero hasta la puerta trasera del castillo y, abierta ésta,
continuaron juntos hasta una milla fuera de las murallas. Así ocurrió que este
caballero, encendido al punto en amor a Santiago, vino a visitar su cuerpo e
iglesia el día de su Traslación y contó exactamente todo como lo hemos dicho.
Esto fué realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver. Sea, pues para
el supremo Rey el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Así sea.
En
nuestros tiempos cierto distinguido varón de Borgoña llamado Guiberto que
desde los catorce años estaba impedido de los miembros de tal modo que no podía
dar un paso, marchó a Santiago en dos caballos suyos con su mujer y sus criados.
Habiéndose hospedado en el hospital del mismo Apóstol, cerca de la iglesia,
por no querer en otra parte, fué aconsejado en un sueño que estuviera siempre
en oración en ella hasta que Santiago le estirase los miembros encogidos. Pasó,
pues, en vela en la basílica del Apóstol dos noches y estando en oración la
tercera, vino Santiago y tomándole la mano le puso en pie. Y al preguntarle quién
era le respondió: -Soy Santiago, apóstol de Dios. Luego el hombre restablecido
en su salud veló por trece días en la iglesia y contó esto a todos por su
propia boca. Esto fué realizado por el Señor y es admirable a nuestro ver.
Sea, pues, para el supremo Rey el honor y la gloria por los siglos de los siglos.
Así sea.
En
le año mil ciento de la encarnación del Señor se cuenta que cierto ciudadano
barcelonés vino en peregrinación a la basílica de Santiago en tierra de
Galicia. Y habiendo pedido solamente al Apóstol que le librase del cautiverio
de sus enemigos, si por azar cayese en él, una vez vuelto a su casa marchó a
Sicilia por causa de negocios y fué apresado en el mar por sarracenos. ¿Qué más
? Por ferias y mercados fué vendido y comprado trece veces. Pero los que le
compraban no podían tenerle sujeto, porque Santiago le rompía las cadenas y
ligaduras. La primera vez fué vendido en Corociana, la segunda en la ciudad de
Iazera en Eslavonia, la tercera en Blasia, la cuarta en Turcoplia, la quinta en
Persia, la sexta en la India, la séptima en Etiopía, la octava en Alejandría,
la novena en Africa, la décima en Berbería, la undecima en Bizerta, la duodécima
en Bugía, la decima tercera en la ciudad de Almería, donde habiendo sido atado
duertemente por un sarraceno con dos cadenas alrededor de las pirnas, al
implorar el auxilio de Santiago a voces se le apareció él mismo diciendo: -Porque
cuando en mi basílica solamente me pdiste la liberación de tu cuerpo y no la
salvación de tu alma, has caído en estos peligros. Pero como el Señor se ha
apiadado de tí, me ha enviado para sacarte de estas prisiones.
Quebrantadas
al instante por medio las cadenas, el santo Apóstol desapareció de sus ojos. Y
luego aquel hombre, liberado del cautiverio, emprendió el regreso a tierra de
cristianos por las ciudades y castillos de los sarracenos abiertamente y a la
vista de ellos, llevando en sus manos un trozo de cadena en testimonio de tan
excelso milagro. Y cuando algún infiel la salía al encuentro e intentaba
aprisionarle, le msotraba el trozo de cadena y el enemigo huía al momento.
También quisieron deovrarle al atravesar campos desiertos manadas de leones,
osos, leopardos y dragones, mas vista la cadena que había tocado el Apóstol se
alejaban de él. A este hombre cunado venía de nuevo al santuario de Santiago
portando en sus manos la cadena y con los pies desnudos y desollados le encontré
yo mismo por cierto entre Estella y Logroño y me contó todas estas cosas. En
este ejemplo deben, pues, comprenderse los que piden al Señor y a sus santos o
mujer o felicidad terrena u honores o riqueza o la muerte de enemigos u otras
cosas parecidas a éstas, que sólo tocan al provecho del cuerpo, y no la
salvación del alma. Si puede pedirse lo necesario para el cuerpo, debe pedirse
más la vida del alma o sean las virtudes como la fe, esperanza, caridad,
castidad, paciencia, templanza, hospitalidad, largueza, humildad, obediencia,
paz, perseverancia y otras semejantes, para que con ellas sea el alma coronada
en las moradas siderales. Lo cual se digne concedernos Aquel cuyo reino e
imperio perdura sin fin por los siglos de los siglos. Así sea.
Agradezco a Oriol Borrós por esta traducción y edición que es del sitio http://personal.readysoft.es/oborras/csantiago/codex.htm